TÍTULO ORIGINAL: Django Unchained DIRECCIÓN:
Quentin Tarantino GUIÓN: Quentin Tarantino MÚSICA: Elayna Boynton, Luis
Enriquez Bacalov FOTOGRAFÍA: Robert Richardson MONTAJE: Fred Raskin REPARTO:
Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Kerry Washington, Samuel L.
Jackson
Siempre resulta difícil definir el éxito y vaticinar su perdurabilidad,
pero podríamos convenir en que uno de los rasgos más característicos y que
parece garantizar la inmortalidad (al menos, la permanencia en el imaginario
colectivo durante bastante tiempo) aparece en el momento en que el apellido del
artista se transforma en adjetivo, en categoría, en cualidad que rastreamos en otros,
en herencia, en singularidad que algunos anhelan imitar, en definitorio;
podemos encontrar múltiples ejemplos en las diferentes ramas del arte
(velazqueño, rubensiano, puccinesco, galdosiano), pero sólo con quedarnos en el
mundo del cine abundan los autores que se han convertido en tales al ser
explicado su estilo con su propio apellido: berlanguiano, buñuelesco, viscontiano,
fordiano, hitchcockiano, almodovariano. Uno de los que más intentó imprimir su
marchamo desde el inicio de su carrera fue Quentin Tarantino y lo cierto es que
alcanzó muy pronto la meta, pues ya desde su segundo largometraje, el
abracadabrante y espléndido Pulp Fiction (1994),
se empezó a hablar de una manera tarantiniana de hacer cine, no sólo en lo
visual sino también en el dibujo de los personajes, en la extraña simbiosis
entre violencia y humor, en la construcción de los guiones. Lo curioso y
relevante es que Tarantino jamás ha negado ni escondido, todo lo contrario, sus
referentes, las fuentes en las que bebe, de dónde viene su inspiración, a qué o
a quién quiere homenajear, incluso plagiar, con qué se mimetiza, reconociendo y
gustando de todo el cine que ha visto, buceando en los géneros más populares,
rescatando del olvido estilos, títulos, actores que en un momento dado llenaron
las salas de un público enfervorecido y cómplice, el mismo que ahora le secunda
y jalea aunque en muchos casos ni comprenda ni asuma ni conozca los códigos de
los que él se apodera y reinventa, llegando a pensar que todo es fruto de la
imaginación tarantiniana (¿Lo ven? Teníamos que llegar a este punto).
Los fans que gustan de sentirse y definirse con el apellido de su
director reciben sus trabajos con alharaca, con ruido, con adrenalina
disparada, con todo lo que Tarantino derrocha y exige, pensándose en un estatus
que no todo el mundo puede ni merece alcanzar, cuando en realidad suelen
quedarse en lo más superficial, en lo obvio, haciendo una lectura ramplona de
lo que el director de una cinta tan compacta y radiante como Jackie Brown (1997) pone en juego,
carcajeándose con sonoridad hueca, ignorando la sutileza y riqueza de matices
que se esconde detrás de la escritura tarantiniana, desconociendo el origen,
callando ante guiños y chanzas que exigen un conocimiento previo. Los que hace
cuatro días aguantaban las risas cuando se les hablaba de las excelencias (dentro
del mínimo presupuesto que manejaban) de las películas de serie B (e inferiores)
que nos han alegrado tantas tardes de televisión y de programas dobles en el
cine, del verdadero y honesto derroche de imaginación, de la absoluta falta de
pretensiones, del mero espectáculo y entretenimiento, aquellos que las tildaban de antiguallas y epítetos aún más
despectivos, los mismos que negaban el pan y la sal a artesanos con facilidad
para la narración, los que tan sólo aplaudían títulos concretos de alguno de
los impulsores de esa forma de hacer cine, unos y otros ahora parecen haberse
transformados en adoradores y expertos en el spaghetti western, como antes lo fueron de determinados filmes
bélicos o de artes marciales o de los inscritos en la corriente blaxpoitation,
según lo señale la brújula evocadora de Tarantino (y, sin embargo, fueron
bastantes los que ovacionaron a Robert Rodríguez por la parte que le tocaba en
aquel experimento llamado Grindhouse
y rebajaron la aportación de Tarantino, cuando, en realidad, el primero siguió
demostrando su vano anhelo por ser autor con sello y universo propio mientras
que el segundo hizo lo que tocaba, o sea, ir a lo más elemental, ser
descacharrante sin ínfulas).
Como ha hecho en sus obras anteriores, Tarantino busca su propio camino,
su relectura de un género (o subgénero), siendo fiel a sí mismo, a lo que se
espera de él, exacerbando aquellos elementos que ya estaban presentes en el
original, aportando su propia imaginería visual, su rimbombancia, si bien es
cierto que matizada y asimilada a lo que está contando, rememorando a Sergio
Leone, Enzo Barboni, Sergio Corbucci o, ¿por qué no?, Eugenio Martín o Joaquín
Luis Romero Marchent y ahí es donde él mismo se enreda en el tejido de Django desencadenado, demasiado
tributaria de sus excesos, de su verborrea, de su gusto por el esperpento, por
el manierismo, por el disparate, conformando una película cercana a las tres
horas cuando debería ser un producto que poder consumir en poco tiempo (y que
nadie, aunque pocos podrán hacerlo, traiga a colación El bueno, el feo y el malo (1966) o Hasta que llegó su hora (1968) porque el ritmo buscado por Sergio
Leone no tiene nada que ver con el de otros títulos de esta corriente). Es
cierto que no se pueden negar, y siempre es un alivio, la agilidad y rapidez con
que Tarantino filma, lo enérgico de su estilo, pero, al igual que ya le
sucediese en Malditos bastardos (2009),
su anterior y exageradamente glorificada cinta, no logra desprenderse del
regodeo propio, del trazo grueso, de subrayar lo que ya había subrayado antes,
de abundar en lo innecesario, si bien es cierto que en aquella podía olfatearse
un tufillo pretencioso y en ésta sólo encontramos el deseo de divertirse
salvajemente, sin freno ni medida.
En un
rol que, en realidad, es la mera excusa en torno a la que gira lo
verdaderamente importante, Jamie Foxx aporta a Django su fatuidad, su
egolatría, su manera de caminar sin pisar, como flotando, rasgo que define su
personaje ya en la primera secuencia, seña de identidad de este actor,
convencido de su importancia y talento; es un placer y un lujo comprobar como
Samuel L. Jackson (inolvidable para siempre gracias a Pulp Fiction) se lo merienda con clase, robando la atención del
público en todas sus apariciones, despojándose de su potencia física y
alterando el característico timbre de su voz. En la pugna que parece haberse
establecido sobre quién merece los galardones por Django desencadenado, diremos que Leonardo DiCaprio está todo lo
exagerado y grotesco que el director le exige, a ratos incontroladamente
estomagante, absurdamente guiñolesco, pero que ni por esas la Academia le va a
recompensar (por otro lado, si le ignoraron por su magnificencia en Revolutionary Road (2008) o su
brillantez en Infiltrados (2006),
mejor es que también le olviden por su participación aquí, que en Hollywood son
muy de premiar las peores interpretaciones de grandes actores); por su parte,
Christoph Waltz, el descubrimiento de Malditos
bastardos, el protagonista junto a la estupenda Mélanie Laurent de las dos
secuencias verdaderamente memorables del filme, actúa aquí con el piloto
automático, repitiendo lo que fue tan celebrado y sorpresivo antes, resultando
simpático, logrando empatía pero deviniendo en previsible en su creación en
demasiados momentos y considerando que un segundo Oscar tan sólo constituiría
una repetición del que en su día festejamos.
Sería deseable que Tarantino se olvidase un poco de lo ya logrado para
refrescarse y despertar a su cine de la autocomplacencia, de la mera
ocurrencia, de los destellos de ingenio, recuperando su capacidad para
entretener, para atrapar, para seguir ampliando el concepto, la realidad, el
universo que podemos resumir en un único adjetivo: tarantiniano.