TÍTULO ORIGINAL: A Most Wanted Man DIRECCIÓN:
Anton Corbijn GUIÓN: Andrew Bovell (basado en la novela homónima de John le
Carré) MÚSICA: Herbert Grönemeyer FOTOGRAFÍA: Benoît Delhomme MONTAJE: Claire
Simpson REPARTO: Philip Seymour Hoffman, Rachel McAdams, Grigoriy Dobrygin,
Willem Dafoe, Nina Hoss, Robin Wright
Es la
eterna dicotomía, la discusión que en realidad termina casi antes de empezar, puesto
que es fácil entender que una obra literaria, por naturaleza, es muy diferente
de una cinematográfica y, por lo tanto, necesariamente han de recorrer caminos distintos
a la hora de desarrollarse y presentarse ante el lector/espectador; pero, por
otro lado, es inevitable tender a la comparación cuando una película bebe,
parte, toma impulso, se inspira en una novela, obra de teatro o cualquier otro
texto previo, se coloca bajo los auspicios de un éxito editorial, del prestigio
de un autor, busca a los lectores (normalmente numerosos, de ahí la elección)
como potenciales espectadores. Y no se trata de reproducir todas las páginas,
sino de captar el espíritu, de no traicionar la historia (a veces son los
propios autores los que lo hacen sin recato, tal vez con el ojo puesto en un
Oscar como fue el caso de John Irving con Las
normas de la casa de la sidra (1999), como acaba de sucederle a Gilian
Flynn al desmontar el ingenioso aunque endeble artefacto literario orquestado
para Perdida, transformado en algo
convencional, muy previsible y lleno de agujeros en el filme homónimo dirigido
por David Fincher –del que hablaremos próximamente-), de aportar, de
enriquecer, incluso de hacer algo propio, muy personal, pero manteniendo la
base, la inspiración, que se reconozca el origen –aunque es tarea imposible la
de contentar a todos, como sucede en cualquier aspecto de la vida, mucho más en
este caso en que cada lector ha imaginado su propia adaptación, ha puesto
rostro a los personajes, ha dirigido su película-; hay mil ejemplos de
espléndidas adaptaciones en las que los cambios, los inevitables recortes, lo
eliminado, todo se mide con tiento, con gusto, con inteligencia, con talento,
llegando en ocasiones a superar al original (Clint Eastwood transformó en filme
emocionante y arrebatador lo que era trivial, plañidero y tramposo en la
novelita de Robert James Waller –Los
puentes de Madison (1995)-; aunque fue acusada de medrosa y de camuflar lo
que en la novela se mostraba abiertamente, en realidad Fannie Flagg dotó a su
texto en pantalla de mayor verdad, de comicidad, de una atmósfera grata y
envolvente, ayudada por un fantástico reparto que puso las intenciones
necesarias, sutilezas fácilmente legibles, emociones que Jon Avnet supo
convocar y dosificar con brío –Tomates
verdes fritos (1991)-; ni se sabe cuántas alteraciones de guión sufrió
antes y durante el rodaje, cuántos cambios en la sala de montaje, cuántos
directores participaron, el caos que fue su pre, post y producción en sí, pero
ningún lector de la impresionante novela de Margaret Mitchell se siente
defraudado ante una de las películas más colosales, en todos los sentidos, que
verán los tiempos –Lo que el viento se
llevó (1939)-), podríamos asimismo enumerar un montón de licencias,
heterodoxias o reinvenciones que ni ofenden ni horripilan al lector previo (la
Miss Marple de Margaret Rutherford, cómo Curtis Hanson reescribió –con la ayuda
de Brian Helgeland- lo que ya impactante en palabras de James Ellroy –L. A. Confidencial (1997)-), antes al
contrario, le convierten en cómplice satisfecho.
Las
tramas que John le Carré desarrolla en sus novelas son por lo general muy
complejas, muy extensas, con muchos personajes, con muchas localizaciones, con
mucha información que sólo puede suministrarse con párrafos largos y prolijos,
con meandros y ramificaciones que enriquecen, explicitan o diversifican la
corriente principal, análisis políticos y sociales que dotan de entidad y de
poso a la historia, sustrato imprescindible para captar sus intenciones,
contexto y realidad que influyen, que condicionan, que obligan a determinados comportamientos
de los personajes, normalmente enfrentados a dilemas morales, arrastrando traumas
del pasado, cuentas pendientes, interrogantes, un mapa humano que el autor
británico sabe presentar con brío, con solvencia, con astucia, con genialidad,
pero que no resulta sencillo reducir al metraje más o menos convencional de un
filme que pueda ser considerado “comercial” (aunque ni los que ponen esas
etiquetas tengan realmente claro a qué se refiere con ella o cuando debe
emplearse con tono peyorativo). El topo (2011)
supuso una gratísima sorpresa, un auténtico regalo para los admiradores de le
Carré, un deleite para los que gustan del género de espionaje, un disfrute para
los amantes del cine por su esmerada y portentosa fotografía, por su magnífica
y perfecta evocación de la atmósfera de los años 70 del siglo XX, por un guión
milimetrado que ayudaba al no iniciado y no resultaba redundante o trivial para
el conocedor de la época y/o del original, una adaptación memorable, sobre todo
porque tenía que luchar contra el recuerdo (ya que no se animan a editarla en
formato doméstico, no queda otra que vivir del mismo o buscar otras opciones –o
hablar un inglés perfecto y comprarla en Reino Unido-) de la mítica serie Calderero, sastre, soldado, espía (1979)
con un insuperable Alec Guiness como George Smiley (aunque Gary Oldman no se
quedaba corto, sino todo lo contrario –incluso consiguió lo que parecía que
nunca iban a concederle: una candidatura al Oscar-); El jardinero fiel (2005) se benefició de una historia más lineal y
fácil de concretar (a pesar de sus aristas, de su denuncia), de una deslumbrante
Rachel Weisz, de la inspiración de un Fernando Meirelles en plenitud de
facultades, de un le Carré soberbio, convertido en clásico, ampliando su
registro, escribiendo con el vigor de siempre y una madurez apabullante, en la
que tal vez sea su última gran novela (aunque alguien de su trayectoria y
solvencia siempre puede dar en la diana una vez más –o varias-), un título a la
altura de El espía que surgió del frío,
La casa Rusia, El sastre de Panamá y el conocido como “ciclo Smiley” (El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley).
El hombre más buscado conserva el
aliento del mejor le Carré, un creador que todavía se reinventa, busca nuevas
vías de expresión, incorpora rasgos de humor que, en realidad, son propios y
tributarios de la edad, hay una ironía más patente, una burla y sorna menos
sutiles, una causticidad expresa, la mirada nada complaciente de alguien que
lleva años advirtiendo de las diferentes derivas que han llevado a la situación
que da origen y centra la historia que narra; sin embargo, la adaptación que
firma Andrew Bovell deja de lado esos aspectos para tomar tan sólo parte de la
trama y rediseñarla, alterarla, incluso reescribirla, dejándose en el camino
las mejores bazas, por un lado complicándose la vida un tanto innecesariamente
(restando emoción, interés, incógnitas, humanidad), por otro simplificando
excesivamente relaciones, condicionantes, intereses, difuminando personajes,
desaprovechando otros, no teniendo muy claro hacia dónde quiere dirigirse o
cuál es el tono que aspira a alcanzar. El reputado fotógrafo y director de
videoclips Anton Corbijn, aunque menos pagado de sí mismo y de su aureola
intelectual que en la abigarrada y cansina El
americano (2010), una película de intriga y/o espionaje acomplejada de
serlo y por ello discursiva, morosa, pretenciosa en su desnudez, en su
frialdad, prisionera de su envoltorio artístico (como tal se vendía), vuelve a
marcar distancias con el género escogido y conduce la cinta de modo errático,
acertando en el hecho de que lo importante son los actores, es decir, las
personas, pero descuidándolos, dejándolos al albur de lo que cada uno pueda
lograr por sí mismo; en ese sentido, Willem Dafoe es un clamoroso error de
casting (no es idóneo ni para el personaje tal y como se describe en la novela
ni para el modo en que queda retratado en panatalla), Robin Wright poco puede
hacer con ese estrambote escrito para la ocasión (en el original no existe, no
al menos como se desarrolla ante nuestros ojos, y es una lástima porque hubiese
estado soberbia –bueno, con un guión más atinado- encarnando a la compañera del
rol encomendado a Philip Seymour Hoffman, cometido en el que intenta no naufragar Nina Hoss, uno de los más graves desperdicios que comete el adaptador), Rachel McAdams no parece tener claro
qué tiene que hacer (ni al que haya leído la novela tampoco), Grigoriy Dobrygin
resulta estereotipado, un tópico andante, absurdo por momentos (y es una de las
mejores creaciones de le Carré) y Philip Seymour Hoffman puede dejar aquí y
allá algunos destellos de su grandeza interpretativa, de su capacidad para
mimetizarse con el personaje, por momentos duele, inquieta y sobrecoge, sin que eso sea suficiente para cubrir las
carencias del libreto (y eso que pudiera decirse que le Carré tenía en mente al
malogrado actor cuando escribía por el modo en que le da entidad, frases,
movimientos, acota sus parlamentos, le imprime carácter –aunque se da el caso
de que también hubiese podido encarnar al banquero al que da vida Dafoe con una
mínima caracterización para aproximarse a la edad que se menciona en la
novela-). No cabe duda: el hombre más buscado (y esperado) en pantalla es el
propio le Carré (aunque, y no es destripar nada, el último plano de Seymour
Hoffman resulta estremecedor porque, al ser él el que sale de foco, el que se
aleja, parece que se está despidiendo del público premonitoriamente –por mucho
que aún nos queden juegos del hambre por sufrir-).