Carmen Maura es también uno de esos rostros que se hicieron familiares,
cotidianos, necesarios, gracias a la televisión y muy especialmente a aquel
espléndido programa escrito y dirigido por el añorado Fernando García Tola, Esta noche, en el que ella ejercía como
maestra de ceremonias, dejando muy claras sus múltiples facetas, su enormidad
de recursos, su facilidad para la comedia, convirtiéndose a veces en la gemela
de sí misma, uno de los múltiples personajes que demostraban emisión tras
emisión que la nena valía realmente mucho. Poco a poco, como uno iba creciendo,
empezó a poder disfrutarla en el cine, especialmente en esa gloriosa unión
profesional con Pedro Almodóvar, al que tanto debe y al que tanto entregó;
Carmen será siempre un rostro, un icono, un referente para explicar qué fue la
Movida, la transformación de la mujer española durante esos años, ha logrado
entrar en la Historia, en la leyenda, por méritos propios, con el concurso de
Colomo, Trueba, el manchego citado y alguno más. Y nos dejó sin aliento,
cogiéndonos por sorpresa, con su cambio de registro en Extramuros (1985) –por mucho que se adore también a la gran
Mercedes Sampietro, su premio como actriz en San Sebastián le venía un tanto
grande, sobre todo al no obtenerlo junto a su compañera de reparto, verdadera
columna vertebral del filme-, y nunca podremos olvidarla a las órdenes de Saura
en una de sus mayores creaciones -¡Ay,
Carmela! (1990)- o aportando verdad, sangre, pasión a un ejercicio excesivamente
intelectual más preocupado por lo filosófico que por lo humano –Entre el cielo y la tierra (1992)- o
desgarrándonos el alma, doliéndolos hasta límites sobrehumanos, en uno de los
Camus más magistrales que puedan encontrarse –Sombras en una batalla (1993)- o moviéndose como pez en el agua en
el gran guiñol orquestado por Álex de la Iglesia en la que, a la espera de ver
en qué ha quedado su reencuentro con él y la estupenda Terele Pávez en Las brujas de Zugarramurdi (2013), pasa
por ser su verdadero acierto, su única obra digna de encomio y recuerdo –La comunidad (2000)- o, sin duda, en los
varios títulos que ella y Almodóvar han convertido en legendarios –poniendo el
acento en alardes interpretativos de primer orden como La ley del deseo (1987), Mujeres
al borde de un ataque de nervios (1988) y Volver (2006)-. Y aunque, como suele ocurrir, no siempre puede
demostrar su enorme talento, jamás va a dejar de ser una de mis actrices
favoritas y es por eso que ese Premio Donostia que va a adornar su casa se
convierte en un galardón ansiado, merecidísimo y que sus estanterías estaban
pidiendo a gritos y que uno lo aplaude con entusiasmo y adoración; para
homenajearla, y algún ojo avizor habrá echado de menos esta película en la
enumeración anterior, aquí tenéis el capítulo que, dentro de Madres de película, dedicamos a una de
sus cumbres, a una de sus creaciones más imperecederas, más impactantes, más
completas y perfectas: la Gloria de ¿Qué
he hecho yo para merecer esto!! (1984):
“Un acercamiento a la manera
en que los cineastas han reflejado el rol maternal obliga a detenerse sin
prisas en la obra de Pedro Almodóvar, uno de los creadores que más lo ha
estudiado y que más ha hecho notoria la influencia de su progenitora casi en
cada uno de los planos que ha rodado. Porque no conviene olvidar que Francisca
Caballero, su madre, la de verdad, hizo apariciones al más puro estilo
hichtcockiano en gran parte de los títulos filmados por su hijo, convirtiéndose
en un personaje cercano, un ingrediente fundamental del llamado universo
almodovariano (aunque éste se haya expandido con coqueteos huecos y
pretenciosos, llenos de ínfulas autorales, tal vez sin asumir o creer que fue
un autor desde la desopilante Pepi, Luci,
Bom y otras chicas del montón (1980) o, muy especialmente, queriendo
contentar y lograr el aplauso de aquellos que sólo ven el cine desde una
perspectiva intelectual, cargada de dobles sentidos y análisis hermenéuticos),
una presencia que motivaba la carcajada y la alegría por el mero hecho de
estar, reencuentro que el público esperaba y recibía gozoso, seña de identidad
del manchego; en la cinta que hemos elegido, la madre de Almodóvar –así será
conocida para siempre- es una paisana de la abuela (Chus Lampreave) y habla con
Gloria (Carmen Maura) en la consulta del dentista, además de ser compañera de
viaje de la anciana y de su nieto mayor camino al pueblo que vio nacer a ambas.
Por otro lado, el reconocido como retratista del alma femenina nunca ha olvidado
la faceta maternal de sus personajes; antes bien, la ha explorado, analizado y
convertido en el centro de sus motivaciones y comportamientos: la rivalidad
materno-filial motivada por la necesidad de protagonismo y divismo de una mujer
(una Marisa Paredes en absoluto estado de gracia) y los celos patológicos de
una hija que se siente minusvalorada y permanentemente juzgada y vive esta
relación como si de una competición se tratase (una Victoria Abril
impresionante) en Tacones lejanos
(1991); el desgarro, el lacerante dolor, la orfandad que se adueña de la mujer
que pierde a un hijo (una Cecilia Roth escalofriante) en Todo sobre mi madre (1999); una madre que opta por convertirse en
fantasma (una Carmen Maura inolvidable), en ángel de la guarda, capaz de llegar
al crimen por amor y respeto a sus hijas (una Penélope Cruz de matrícula de
honor y una Lola Dueñas deslumbrante) en Volver
(2006); una madre trastornada por el adulterio de su marido que no duda en
empuñar una pistola y utilizarla, despótica y cruel con su hijo al que
considera una mera prolongación de su marido (una Julieta Serrano convertida,
con toda justicia, en un icono) en Mujeres
al borde de un ataque de nervios (1987). Y aunque podríamos encontrar
algunos ejemplos más si seguimos rastreando la filmografía de Almodóvar,
conviene detenerse por el momento en la que es su primera madre protagonista,
el personaje en torno al cual orbita el cuarto título de su producción, el que
fija una manera particular de ver y entender el mundo, el mejor heredero del
esperpento, el absurdo más cotidiano e identificable, una obra que se mantiene
fresca más de veinte años después de su estreno: ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (con esta grafía se presenta
el título en los créditos).
El día a día de Gloria es un
auténtico infierno: siempre fregando, limpiando, planchando, tanto en su casa
como fuera de ella, intentando engordar el escaso presupuesto familiar que sale
del taxi que conduce su marido, Antonio (Ángel de Andrés López),
permanentemente insatisfecho con lo que le rodea, añorando lo que él proclama
como un glorioso pasado en Alemania, convencido de que merece mejor suerte. El
matrimonio comparte un pequeño piso de habitaciones estrechas con sus dos
hijos, Toni (Juan Martínez), que mercadea con droga, y Miguel (Miguel Ángel
Herranz), que se acuesta con todo hombre que se lo pida (y, asumiendo lo
inevitable, Gloria le dirá que, al menos, le den de cenar después del sexo) y
la madre de él, personaje que, de una forma u otra, variando alguna
característica o incorporando nuevos matices, seguirá asomándose a cintas
posteriores del director, interpretado siempre por Chus Lampreave (no es
difícil encontrar las similitudes con el rol asumido en La flor de mi secreto (1995) ni con la maravillosa tía Paula de Volver que, con apenas unos minutos en
pantalla, mereció un galardón en Cannes, compartido con sus cinco compañeras de
reparto): anciana un tanto descentrada, desabrida si la ocasión o el
interlocutor lo merecen, con un enorme corazón, con la ingenuidad intacta a
pesar de lo vivido, espontánea e inesperada. El oído certero de Almodóvar para
crear diálogos creíbles y reconocibles a pesar del disparate suele
complementarse con unos actores (actrices, muy especialmente) con enorme
facilidad en el decir que transforman un texto anodino o a priori poco lucido
en digno de recuerdo: así, Chus Lampreave permanece indeleble en nuestra
memoria porque el olor de los pies de su hijo es igual que el de su padre y le
impide respirar, porque se come dos magdalenas cuando su nieto rechaza la que
le ofrece, porque distingue entre escritores realistas y románticos sin
titubear, porque las burbujas la ponen y guarda bajo llave un arsenal de
botellas de agua de Vichy o porque le gustan los entierros y el dinero.
Y, en medio de esta barahúnda,
Carmen Maura (en un papel que, según se cuenta, estaba destinado a Esperanza
Roy) puede demostrar su amplio abanico de registros, su enorme talento para la
comedia (sobre todo porque ella no trabajó el personaje pensando en hacer reír
e incluso se sobresaltó durante la proyección en el Festival de Berlín al
escuchar las risas del público desde el primer minuto –fue Almodóvar el que la
tranquilizó porque confirmó que había logrado su auténtico objetivo: conmover
desde la carcajada, desde el guiño cómplice-), su capacidad para llegar hasta
el límite (y superarlo) sin que se le note el esfuerzo, su agilidad para
cambiar el tono incluso dentro de la misma frase. Un ama de casa aparentemente
abnegada, con un hartazgo de años que ha ido sepultando como ha podido, que, en
un momento dado, no puede más (sin vida sexual –y, para colmo, en la única cana
al aire que se permite topa con un impotente-, sin cariño, sin apoyos) y
estalla, dejando a su marido seco sobre el suelo de la cocina al golpearle con
una pata de jamón que le servirá para preparar un caldito muy apetitoso
mientras que la policía elucubra sobre cuál habrá sido el arma del crimen. Sin
nada que le ate a una ciudad en la que siempre se ha sentido extraña, la abuela
decide regresar a su pueblo y se lleva al nieto mayor, su cómplice, al que tapa
todos sus trapicheos, el único que conoce sus secretos; y, aunque parece
apenada por la soledad que se le viene encima y por la añoranza que ya empieza
a sentir, Gloria despide a ambos con alivio, con ganas por dar un golpe de
timón. Ése es el momento en que reaparece Miguel, al que entregó al dentista
(Javier Gurruchaga) a cambio de una buena cantidad de dinero, en una “adopción”
bastante extraña e insólita, especialmente por la naturalidad con la que la madre
incita al crío a que acepte (sólo el talento de Pedro Almodóvar puede convertir
esa escena en motivo para la algazara), y a Gloria le parece el único compañero
de viaje posible hacia dónde sea, siempre que sea lejos de la sensación de
impotencia y frustración en la que ha malvivido tanto tiempo”. (fin de la cita,
pero no de lo que aún queremos gozar con ella. ¡Bravo, Carmen! ¡Brava, Maura!)