Acepto que voy predispuesto, es cierto, que no soy capaz de refrenar mi
imaginación, mi cosquilleo, mi pasión y que cuando entro a un teatro (a lo que
todavía es digno de ese nombre, no a ciertos lugares en los se ofrece una
representación –que a veces tampoco merece tal distinción y otras es un trabajo
dignísimo y merecedor de aplausos y parabienes-), cuando asomo la nariz al
patio de butacas buscando la mía, me dejo llevar y siento un vendaval en mi
interior, parece que escucho voces, que me comunico con los grandes actores que
han pasado por allí, que los recuerdos propios y ajenos se me agolpan (siempre
he espoleado en ese sentido mi sensibilidad, también en los lugares históricos,
y no digo nada si la ocasión me permite estar entre cajas, pisar el escenario,
conocer la trastienda teatral –y he tenido la fortuna de que mi profesión lo haya
propiciado, auspiciado y fomentado-); este cúmulo de sensaciones tan gratas se
multiplicaban por mil (bueno, en realidad debería decirlo en presente) cuando
el coliseo visitado es el Alcázar (sí, ya lo sé, también tiene otro nombre, pero
a mi edad resultaba complicado cambiar rutinas) y, más que nunca, lo he
experimentado hace unas horas: entrar allí era hacerlo en el imperio de una de
las actrices más enormes, dúctiles, elegantes, inteligentes, magistrales que
verán los tiempos, su nombre en la marquesina era lo habitual, lo que el
público esperaba, allí la ovacioné un montón de veces, allí la entrevisté, allí
tuve la inmensa fortuna de poder tratarla, allí me envolvió con su sentido del
humor, su bondad, su llaneza, su grandeza de alma, si digo teatro Alcázar, por
fuerza tengo que decir Amparo Rivelles.
Y no he podido menos que ir a su capilla ardiente, que reencontrarme con
ella en su feudo por última vez, que sentir más que nunca cómo su espíritu
jocoso, su pundonor en el trabajo, su inmensidad sobre las tablas va a seguir
percibiéndose en el edificio de la calle Alcalá, cómo los ecos de esa voz
clara, agua fresca en ocasiones, tormentosa cuando el personaje lo requería, de
dicción exquisita y naturalidad pasmosa van a seguir resonando en cada rincón
de ese lugar que ella iluminó con su presencia; y viendo algunas de las
secuencias de sus películas que se proyectaban en las pantallas del vestíbulo,
contemplando el cuadro colocado en un lateral del escenario (en el que se la
veía en la plenitud de su belleza, aunque en realidad ha sido una hermosura
hasta el final –al menos hasta aquel merecidísimo homenaje que le tributó el
Instituto Cervantes en 2011-), cerca de su féretro, rodeado de coronas, familiares,
gentes del mundillo, otros espectadores que también querían rendirle respeto, he
hecho mi propia proyección de imágenes, mi propia selección de recuerdos, mi
propio recorrido por la trayectoria de aquella que de ser Amparito pasó con
toda justicia a ser considerada doña Amparo, aunque su mejor título, como suele
ocurrir en el mundo del espectáculo, es haberse convertido en categoría propia
y ser llamada LA Rivelles, sobran explicaciones (por cierto, permítanme uno de
mis incisos: al cruzarme con Julia Gutiérrez Caba, Concha Velasco, Nuria
Espert, al ver en los informativos de televisión a otras muchas de las que han
pasado por allí, sin menospreciar a nadie –menudos señores, por cierto: Bódalo,
Closas, López Vázquez, Marín, Casal, Sacristán, Rodero, Lemos,…-, he vuelto a
confirmar lo afortunados y prolíficos que hemos sido en grandes actrices, en
damas de la escena, en apellidos que lo dicen todo si les ponemos el artículo
delante: Ponte, Paso, Mistral, Merlo, Soler Leal, Carrillo, Bautista, Montes,
Riaza, Chico, Aparicio, Roy, Prendes, Redondo, Penella, Mariscal, una lista
casi interminable y, por desgracia, sin remplazo posible).
No soy capaz de poner fecha a mi primer recuerdo de Amparo Rivelles,
pero sin duda es una presencia que se impone a mis ojos, una actriz que me
llama la atención, una mujer a la que empiezo a adorar cuando TVE emite ese
absoluto prodigio llamado Los gozos y las
sombras (1982), esa serie perfecta se la mire por donde se la mire, ese
descubrimiento en todos los sentidos (la narrativa de Torrente, Charo López –quien
ya andaba en nuestro corazoncito por su Mauricia La Dura de otro serial inolvidable, Fortunata y Jacinta (1980)- confirmándose como gran dramática,
Eusebio Poncela, Carlos Larrañaga –el hermano de la Rivelles en el que, sin
duda, es su mejor trabajo-, Rosalía Dans). Ella era doña Mariana, un personaje
que cualquiera diría se escribió tomándola como modelo, elegante hasta
durmiendo, con una manera amplia de mirar y entender la vida, marcando las
distancias justas por su rango y posición, acortándolas a las primeras de
cambio, cuidando de los suyos, dando a todo el mundo entidad de persona,
enemiga de los caciques; aún tengo muy vívida cómo me impresionó el capítulo en
que muere (con la única secuencia en la que Carlos y ella coincidían… ¡Dios mío,
qué momento, uno de los históricos de la ficción española!), el coraje que
sentí por dejar de verla (aunque la serie, la trilogía original, mantiene el
tono y su muerte es necesaria para que la historia se desarrolle como debe), lo
mucho que me lamenté por su desaparición (de hecho, años después, guardé uno de
los pétalos del primer ramo de rosas que me regaló en Pablo en la página de Donde da la vuelta el aire –sugerente título
del segundo tomo de Los gozos y las
sombras- en que doña Mariana se despide del lector). Y, desde ahí, sin
solución de continuidad, aparece la emisión en TVE de El caso de la mujer asesinadita, un Mihura irrepetible (en el que
coincidía con Ismael Merlo, otro que tal, padre de la que fue su cuñada, María
Luisa –aunque ellas siempre se han considerado así, a pesar del divorcio entre
ésta y Larrañaga-), o la presentación de aquel programa titulado La voz humana, precisamente con la obra
homónima de Cocteau y con una Rivelles en plenitud de facultades (en realidad,
no las perdió nunca: sólo las físicas), recreando lo que ya había ofrecido
sobre las tablas, aferrada al teléfono, temblorosa, desquiciada, desesperada,
anegada por el pavor ante la ausencia, vencida ante el silencio, descompuesta
cuando alguien habla al otro lado, una lección de interpretación para
licenciarse cum laude. Y gracias a ese espléndido ciclo que dirigió Fernando
Méndez Leite, La noche del cine español
–ya podían tomar nota y transformar en algo similar Cine de barrio-, pude tomar contacto con Amparo cuando se la
llamaba en diminutivo, cuando era muy joven, tan bella como siempre, pero ya
tenía ese empaque, ese señorío, ese saber estar y decir marca de la casa, y así
me deleité con esa inolvidable Malvaloca (1942),
ese éxito rotundo, esa estupenda cinta que sigue siendo El clavo (1944), su tronío en La
duquesa de Benamejí (1949), su porte en La
leona de Castilla (1951). Y años después se despojaría de su elegancia, de
su distinción, para encarnar a una contundente doña Paula, la madre del Magistral,
en la impecable adaptación de La Regenta (1995)
que Méndez Leite dirigió para TVE, la última gran serie que este canal nos ha
dado.
Y, claro, llegó el momento de disfrutarla en teatro, aunque por esas
cosas de la vida tardé bastante en poder hacerlo y así fue como me perdí Hay que deshacer la casa, montaje
antológico que la reunió con otra que para qué, Lola Cardona, y que por esas burlas
del destino tampoco pude ver en su pase por TVE (la película posterior, por
mucho que la hizo merecedora del primer Goya a la mejor actriz, no hizo
justicia al texto) o su La Celestina (dirigida
nada menos que por Marsillach y con versión de Torrente Ballester), pero era
muy difícil conseguir entradas y el bolsillo del estudiante no daba para todo. Pero
sí la vi en Rosas de otoño junto a
Alberto Closas, montaje elegante como pocos (el último que dirigió el colosal
José Luis Alonso), o en la versión que firmó la que también fue su cuñada, Ana
Diosdado, de El abanico de Lady
Windermere (subtitulada …O la
importancia de llamarse Wilde), donde dejaba en pañales a Carmen Conesa y
se imponía a Margot Cottens y Maruchi Fresno (quienes, por otro lado, estaban
deliciosas); y también me maravilló en Los
árboles mueren de pie, obra de Alejandro Casona por la que siempre he
tenido mucha querencia ya que supuso mi debut como actor (en un papelito muy
breve, el del ladrón de ladrones) colaborando con el grupo amateur de teatro en
el que participaba mi hermana (les hacía falta un crío y se dio la carambola de
que la acompañé a uno de los primeros ensayos), puesto que el día que fui al
teatro fue el último en que pudo actuar durante una semana o así, al padecer
una fuerte gripe, cuyos síntomas ya eran perceptibles en su voz, pero que ella
supo arrinconar para dar vida con toda la hondura que merece a la abuela
protagonista. Y me regaló (y al resto del público, pero lo considero algo
personal) una velada inolvidable con ese prodigio de espectáculo llamado Una noche con los clásicos en el que
compartía calidad, reinado y capacidad para hipnotizar con María Jesús Valdés y
Adolfo Marsillach: su forma de recitar a Santa Teresa provocó un rapto místico,
su aparente facilidad para pasearse por el verso sin que se notase dejaba sin
aliento (igual que la de sus compañeros), su ductilidad para alternar textos de
amor con momentos de profundo dramatismo y con otros tremendamente cómicos no
tiene parangón (el momento en que los tres se repartían el soneto A una nariz de Quevedo debería
proyectarse en cualquier escuela de interpretación).
Y, por supuesto, la entrevisté: para mi regocijo, varias veces; recuerdo
una en su camerino del Alcázar, con Juanjo Seoane (ese gran productor que tanto
la entendió, que tanto ama el teatro, que tantas páginas de oro ha firmado)
tumbado en una chaise longue, después
del ensayo general de lo de Wilde, sonriente, acogedora, humilde, preocupada
porque, para que el encuadre fuese bueno y ella estuviese más cómoda frente al
tocador (plano de estrella, no merecía menos), yo tenía que estar de rodillas
sosteniendo el micrófono (pero se lo dejé claro: “¿dónde voy a estar mejor que
arrodillado frente a ti?” y ella sonrió coqueta y arrobada). Pero, por encima
de todo, tengo que referirme a lo que siempre consideraré uno de mis hitos como
periodista, uno de esos momentos por los que vale la pena dedicarse a este
oficio, una epifanía para un espectador tan entregado como un servidor: tras no
sé cuántas nominaciones, Amparo obtuvo por fin el Premio Mayte por Los padres terribles de Jean Cocteau y,
aunque en esa época trabajaba en una agencia especializada en temas de corazón,
como la directora, Zoila, era de la vieja escuela y una gran aficionada al
teatro, me sugirió que hiciéramos un reportaje en torno a esta noticia. Fue muy
sencillo, como siempre, quedar con ella y la conversación entre los tres fue
larga, divertida, apasionante: nos contó que lo de morirse en el escenario era
una desconsideración para el público pero que mientras interesase (“porque
muchas veces eso de decir “me retiro” esconde que te retiran, ya que la gente
deja de ir a verte”) o su salud se lo permitiese (fueron sus problemas de
movilidad los que le hicieron abandonar su último montaje, La duda, versión de El abuelo
de Galdós, recogiendo el testigo, precisamente, Nati Mistral, con la que
compartía cartel en Los padres terribles),
ella iba a seguir dando guerra; dijo sin rubor que pensaba que le habían dado
el Mayte “por pesada, ya eran muchas veces y han debido pensar “dáselo y que
nos deje tranquilos”” y aunque lo acompañaba de una carcajada parecía decirlo
totalmente en serio; confirmó que había elegido cuál de los dos papeles
femeninos principales quería hacer (¡Menudo ojo! El de la tía Leo es un
bombón), pero bajó la voz para asegurarnos que no quería molestar a nadie “pero
es que me lo ofrecieron primero a mí y me dieron la posibilidad de escoger”; no
tuvo dudas en decir que tal vez su personaje favorito era el de Hay que deshacer la casa “porque me
permitió salir en zapatillas, borracha, despeinada, ¡una liberación!” y que se
había quedado con ganas de interpretar a Margarita Gautier “pero con este
cuerpo, con lo grandota que soy, ¿quién iba a creerse que moría de
tuberculosis?” y ante nuestras quejas (“Eres capaz de todo”) respondió con un
pícaro mohín “¡ya me gustaría, ya!” (fue en esta ocasión cuando viví el
momentazo que Pablo recoge y dibuja con mano maestra en 24 horas de un periodista desesperado junto a Nati Mistral y que
por eso no voy a repetir). El caso es que ese día no pudimos hacer las fotos
que queríamos en el escenario (aunque sí vimos la función, nada menos que en “el
palco del señor Seoane”, en el que al principio no sabíamos colocarnos bien –Zoila,
el fotógrafo y yo- hasta que nos dimos cuenta de que todo el patio de butacas
prefería mirarnos a contemplar el telón y nos sentamos lo mejor que supimos –o sea,
fatal-, hacia el que Amparo hizo un asentimiento de agradecimiento en los
saludos finales –y aplaudíamos de verdad, porque nos encantó-) y volvimos al
día siguiente, momento en el que pude cumplir uno de mis sueños, posando con
los cinco intérpretes de la función (los otros eran Vicente Parra, Juan Carlos
Rubio y Ángeles Martín), con la mano de Nati sobre uno de mis hombros, sin
caber en mí de gozo; como ya parecíamos parte de la compañía y Ángeles y yo hemos
mantenido una amistad itinerante y guadianesca (ahora llevamos años sin
comunicarnos, sólo los “me gusta” de Facebook) desde 1992, puesto que al día
siguiente, sábado, iba a celebrar su cumpleaños en el intervalo entre las dos
funciones del día nos invitó a que fuésemos a comer, beber y brindar. ¡No tengo
palabras para describirlo! Lola Hisado, entonces gerente del Alcázar, cantó
precioso, la Mistral se marcó un bolero que nos dejó sin aliento (y Amparo me
dijo al oído “es cuando mejor cantan los que saben: cuando están entre amigos”),
como luego pidió una guitarra (que no había) la Rivelles exclamó “¿también
tocas la guitarra, Nati?” y buscó mi complicidad “con esta mujer no puedo, todo
lo hace bien”, como se recordó lo magníficamente que cantó La regadera en La coquito (1977)
nos dijo muy seria “yo ahora, como mucho, puedo hacer lo del chimpún que canta
Marujita”… ¡y lo hizo! Cuando ya no podíamos más, y apenas quedaban unos
minutos para la función de noche, Nati se empeñó en que deberían saltarse el
libreto y hacer una versión operística: “Como yo empiezo en la cama, hago así
unos gorgoritos, lalalala, y si alguien protesta le digo “Ah, ¿pero no tocaba
esta noche La Boheme?”, luego tú entras,
Amparo, con tu tono grave, marcando territorio, en soprano, después Vicente que
dé a las frases un toque abaritonado y ya vamos pensando qué hacen los chicos”;
era para ver a esa Mistral moviendo los brazos, dando órdenes, todos la miraban
desconcertados pero tronchados (“Es que no para nunca”, decía Ángeles), y
cogiendo del ganchete a Amparo ambas fueron caminando hacia el escenario,
Vicente cerca para colocarse en su marca, y yo detrás como un perrillo, “venga,
Amparo, lo hacemos”, “Nati, por favor, no me mires al empezar, no me hagas
esto, que no puedo”, “mujer, tú puedes”, “Nati, que me da la risa”, el caso es
que la Mistral fue hacia la cama en la que ya estaba cuando se alzaba el telón,
Amparo se quedó entre cajas para hacer su aparición, yo era un testigo
privilegiado en uno de los laterales, se dio la orden para comenzar, Nati
empezó con sus lamentos (los que correspondía, nada de irse por Puccini),
Amparo tomó aire, empujó la puerta y… ¡se hizo la magia!
Siempre lamentaré que La brisa de
la vida de David Hare nunca llegase a Madrid (hay quien cuenta que no
quisieron hacerlo en La Latina –donde Amparo ya había representado Paseando a Miss Daisy y doy fe de que
alguna señora público suyo fiel arrugó la nariz: “Hummmm, la Rivelles allí no
pega nada”-), sea como sea fue una lástima que ningún empresario quisiera para
su teatro este montaje del que Pablo (que lo vio en Coruña) siempre me ha
hablado maravillas y que, además, la reunía con Nuria Espert. En fin, soñaré
con él, lo imaginaré, lo recrearé con todo lo que Pablo me ha dicho, y no me
será difícil pensar en cómo Amparo Rivelles hablaba, paseaba, estaba, sentía,
vivía, habitaba un escenario. Grande, no; lo siguiente, tampoco: para definir a
esta actriz, para calificar a esta mujer, hay que ampliar nuestro vocabulario.
Doña Amparo, sé que nos seguiremos encontrando por los teatros, sé que la
sentiré por allí, sé que la seguiré admirando, sé que no dejaré de quererla.
¡Gracias!