Si nos ponemos
muy estrictos, hablando con trascendencia, dando cuenta de lo que ya se ha
convertido en inmortal, de lo que ha de ser calificado con toda justicia como histórico,
como título referencial e ineludible a la hora del estudio de un arte, a la
hora de retratar una época, en el momento de cerrar el capítulo vital de un
creador, Miguel Picazo sólo dirigió una película (en realidad, apenas cinco),
pero La tía Tula justifica por sí
sola todos los parabienes, la categoría de maestro, homenajes inacabables. Una
ópera prima rodada a las 37 años que deja en pañales filmografías completas de
otros que ocupan un lugar de privilegio en la memoria colectiva y, sobre todo,
en los tratados de los sancionados como expertos, una excelencia sin adornos ni
afectación que continúa resultando revolucionaria, explosiva, sorprendente,
innovadora, un huracán que socava los cimientos de un Régimen sin que éste se
dé cuenta, un grito que sigue sobrecogiendo y que aún debemos elevarse, una
obra con múltiples virtudes que no pierden vigencia ni brillo y que se ponen en
valor con cada revisión. Por eso, en el momento de despedirnos de Miguel
Picazo, regresemos a La tía Tula, a
ese filme que siempre hablará en presente, que mantendrá vivo al cineasta, que
atrapa al espectador sin darle tregua, una absoluta joya que, ya en el primer
listado que tantas variaciones sufrió durante la preparación y redacción del
libro, Pablo Vilaboy y un servidor siempre tuvimos claro debía formar parte de
lo que fue Madres de película, un
análisis del modo en que la maternidad ha ocupado un lugar central en la
historia del cine, un estudio que hubiese quedado cojo de haber dejado fuera a
Tula, aquella que, desde las páginas de Miguel de Unamuno, Miguel Picazo convirtió
en personaje inolvidable. Lo que sigue es una transcripción literal del
capítulo que dedicamos a La tía Tula,
la madre sustituta:
“Al fin,
Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al padre Álvarez,
su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido
siempre ser dirigida y menos por un hombre. Sus normas de conducta moral, sus
convicciones y creencias religiosas se las había formado ella con lo que oía a
su alrededor, y con lo que leía, pero las interpretaba a su modo. Su pobre tío,
don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y
les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana, explicado según el Mazo,
sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la
que admiraba. “Si te hicieses monja –solía decirle- llegarías a ser otra Santa
Teresa… ¡Qué cosas se te ocurren, hija”…” Y otras veces: “Me parece que eso que
dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé… no lo sé… porque no es
posible que te lo inspire el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a…
¡qué sé yo!...” Y ella le contestaba riendo: “Sí, tío, son tonterías que se me
ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar”. Pero,
¿quién pone barreras al pensamiento?
Gertrudis se
sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar
ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos.
Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas
flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón
empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería
su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la
maternidad, no sentía la filialidad. “¿No es esto orgullo?”, se preguntaba”.
Los párrafos
anteriores, salidos de la pluma de Miguel de Unamuno, son el introito más
adecuado para acercarnos a la figura cinematográfica de la tía Tula que, aunque
se aleja mucho de la literaria en intenciones y destino, sí toma de su referente
ese orgullo por ser la madre perfecta, la única posible, su empeño en usurpar
el papel de su hermana sin que lo parezca, su manera de manipular y encauzar
como a ella mejor le conviene los sentimientos de los demás, su predilección
por mantener un continuo tira y afloja con sus pasiones para demostrarse y
demostrar que es capaz de contenerlas, su coqueteo con las tentaciones para
regodearse en su triunfo sin ser consciente (o siéndolo, pero obviando los
resultados) de la devastación que provoca en ella y en los que la rodean,
apareciendo ante sus vecinos como una mujer abnegada, entregada, pía, modelo de
perfección. Al situar en la actualidad del momento del rodaje la historia que
Unamuno publicó en 1921, Miguel Picazo pudo, con toda la sutileza necesaria
para sortear los embates de la censura (que, ciega a todo lo que no resultase
obvio, declaró la cinta “de especial interés”), radiografiar y criticar lo que
era común en España, especialmente en ciudades pequeñas –aunque tampoco las
grandes se libraban de esta lacra- y pueblos: el miedo permanente al qué dirán
que cercenaba de raíz cualquier comportamiento que colisionase con la moral
dominante, un estado confesional en el cual la religión actuaba como vara de
medir, como elemento represivo, condicionando la cotidianidad y la privacidad
de cada hogar, el papel secundario otorgado a la mujer, relegada a las tareas
de casa y condenada a la soltería si no aceptaba los requiebros del primero que
se fijase en ella. Tula (Aurora Bautista) prometió a su hermana en la cabecera
de su lecho de muerte que atendería a su marido, Ramiro (Carlos Estrada), y sus
dos hijos, Ramirín (Carlos S. Jiménez) y Tulita (Mari Loli Cobo) y así lo
cumple acogiendo a los tres en su casa, volcándose desde el primer día para que
los niños apenas noten la ausencia de su madre, haciéndose necesaria, dejándose
querer, imponiendo su criterio, apareciendo ante los ojos de su cuñado como una
santa que, además, es la única mujer cercana.
Aunque Unamuno
emparentaba a su heroína con don Quijote y Santa Teresa (en la novela lo
espiritual, lo que señalan las Escrituras, la religiosidad de la mujer están
presentes casi en cada página), la tía Tula de Miguel Picazo es mucho más
terrenal, más carnal, más femenina, aunque su modo de entender la fe, lo que
ella vive como un permanente sacrificio, defina sus comportamientos: es una
mujer prisionera de lo que considera correcto, que encuentra sucios sus propios
anhelos, aunque no los reconoce para reprochárselos a Ramiro (“Me molestas
andando por la casa sin ponerte la chaqueta del pijama”), negándose a contraer
matrimonio con él (“No me caso para no tener que aguantar a un hombre”, “¡Mi
hermana!”, exclama ante una de las varias proposiciones que de él recibe), ignorando
el honesto cariño que le ofrece un pretendiente (al que critica por seguirla a
distancia y del que hacen burla sus amigas), acudiendo al padre Álvarez (José
María Prada), sólo para reforzar sus pensamientos, otorgándose ella misma el
perdón: tras un forcejeo bastante violento con Ramiro, que la besa y manosea
hasta que ella logra escapar, el confesor piensa que la mejor solución es el
matrimonio, para evitar habladurías y pecados, pero Tula se mantiene en sus
trece y cuando el sacerdote le advierte que “no querer es soberbia”, ella
replica que es “respeto de mí misma”. Si bien es cierto que todo lo hace por
sus sobrinos (aunque mima mucho más a la niña que al niño), se percibe que, en
realidad, nada sería igual de no poder exhibir esta entrega y de no tener que
mantener a raya la atracción latente entre ella y Ramiro que otorga a toda la
película un sentimiento de opresión, de ahogo, de pugna interior que enrarece y
perturba la relación de los dos personajes, enriqueciendo el material original
(en el que Unamuno deja claro que Ramiro se casó con Rosa, sólo porque Tula se
lo impuso, ignorando la atracción que él sentía por ella).
Aurora Bautista,
alejada de sus habituales histrionismo y exhibición exagerada de su vena
dramática –que no le impidieron demostrar su magisterio en cintas como Locura de amor (1948) o Pequeñeces (1950) y que demostraría una
espléndida madurez en Extramuros (1985),
de nuevo a las órdenes de Picazo, y Divinas
palabras (1987)-, logra la mejor interpretación de su carrera por su forma
de alternar sofocos, enfurruñamientos y lágrimas con miradas cargadas de
intención (sus ojos clavados en la nuca de Ramiro cuentan el infierno cuyas
llamas ella misma alienta), con desasosiegos inesperados (busca el encuentro
con el cuerpo de su cuñado pero si él se acerca más de lo debido y la roza,
ella corre a lavarse las manos para borrar la huella del pecado), con un amor
desaforado y doloroso por sus sobrinos a los que reprende en demasía, mima sin
contención y abraza excesivamente, trasladando sus contradicciones y bruscos
cambios de humor a las criaturas; el mísero universo de una mujer como Tula
queda perfectamente reflejado en la fiesta en la que despiden a una amiga del
pueblo que se marcha a Venezuela tras contraer matrimonio por poderes: la inocente
jovialidad de Laly Soldevila, la frescura de Margarita Calahorra y la lucidez
etílica de Irene Gutiérrez Caba (su “nosotras no nos casamos” explica todo sin
necesidad de decir nada más) resumen a la perfección lo que era moneda
corriente en ese momento.
Pero Ramiro deja
embarazada a una joven pariente, Paquita (Enriqueta Carballeira), y tendrá que
cumplir casándose con ella; cuando Tula sepa la noticia se avergonzará (“Con
una niña…”), no querrá mirarle a los ojos y no asumirá sus culpas (“¡Qué me vas
a querer! ¡Vete!”), aferrándose a los niños como su único tesoro (“No te los
llevarás”), teniendo que dar su brazo a torcer porque, al fin y al cabo, ella
es tan sólo la tía. Al despedir a la familia en la estación del tren, da
instrucciones precisas de lo que Ramirín y Tulita deben comer durante el viaje,
cuando Paquita va a besarla ella aparta la cara en un gesto espontáneo que
demuestra a quién condena por lo sucedido; mientras los críos lloran
desconsolados, Tula (que, en realidad, apenas los mira) exige a su cuñado que
los lleve cada año el día de los Santos para que “los niños vengan a ver a su
madre” (frase que más parece dedicada a ella que a su hermana) y, mientras el
tren se aleja, queda en el andén, un tanto hiposa, como una cariátide,
replegada en su orgullo, doliéndose lo justo, para terminar musitando “Ramiro”.
Ésa es la tía Tula, demasiado perfecta para ser humana.