TÍTULO ORIGINAL: Brooklyn
DIRECCIÓN: John Crowley GUIÓN: Nick Hornby (basado en la novela homónima de
Colm Tóibín) MÚSICA: Michael Brook FOTOGRAFÍA: Yves Bélanger MONTAJE: Jake
Roberts REPARTO: Saoirse Ronan, Emory Cohen, Domhall Gleeson, Jane Brennan,
Fiona Glascott, Jim Broadbent, Julie Walters
Hay palabras que, de repente, adquieren un
tono peyorativo, insultante, muy despectivo, términos que pierden su significado
primigenio y dejan de ser un adjetivo o sustantivo que se limita a definir algo
objetivo, sucede que un vocablo que resalta una virtud o señala una facultad o
cualidad, algo en principio bien valorado, empieza a cargarse de tintes
negativos y se pronuncia entrecomillando, con sonsonete, con displicencia,
jactándose de estar muy lejos en gustos y maneras de esa obra que es condenada sin
remisión porque, como en el caso que nos ocupa, no tiene reparos en presentarse
como “clásica” o bajo los auspicios del “clasicismo”, debida a los buenos
oficios de aquel al que puede que se reconozca su condición de “artesano” pero
rebajando lo que de positivo hay en ser alguien que imprime a los objetos que
fabrica “un sello personal, a diferencia del obrero fabril” (tal y como
reconoce el DRAE) para hacer hincapié en el hecho de que “ejercita un arte u
oficio meramente mecánico” (acepción que también sanciona el diccionario). Y el
caso es que todos los que guardan las distancias con aquello que no dudan en
calificar como “antigualla”, “arqueología artística”, “pasado de moda”, “de
otra época”, esos que continuamente se definen como “modernos” (algo, por
cierto, que rápidamente se queda desfasado porque responde “al tiempo de quien
habla o de una época reciente”), esos que se pirran por todo lo que les huela a
“transgresor”, “novedoso”, “inédito”, “original”, “rompedor”, debido a su más
que notoria ignorancia o desconocimiento tildan con esos epítetos a lo que no
es más que una evolución, un desarrollo, una vuelta de tuerca, una reescritura
(cuando no una copia poco o nada disimulada -los llamados “creadores” tienen en
cuenta que sus receptores objetivos, esos que los van a elevar a los altares,
carecen de referentes y actúan y dictaminan como si el cine hubiese nacido ayer-),
una invención nacida de aquello que permanece (por eso se le llama clásico en
toda la extensión del término y sin las comillas del menosprecio), que sigue
interesando, motivando, provocando, inspirando, siendo revisitado, versionado,
revertido, cuestionado, rebatido, mejorado y tal vez innovado, nadie está
diciendo que lo uno sea mejor que lo otro por el mero hecho del tiempo en que
su fuente comenzó a manar, pero que aún lo siga haciendo (aunque sea para
alejarse después de ella, para tomar otro rumbo) deja patente que ha conseguido
superar su momento y, sólo por eso, merece cierta consideración (sin la espléndida
novela de Jane Austen que la alienta -y cuya peripecia se hurta aunque no se
niegue la inspiración (algo más en realidad: se va “fusilando” a la Austen todo
el rato para hacer constantes guiños a sus lectores y conocedores)-, la
aburrida –se hace referencia a la adaptación cinematográfica, porque el
original literario no se ha leído- Orgullo
+ prejuicio + zombis, a punto de estrenarse en España, sería un título más que
tal vez hubiese ido destinado directamente al consumo doméstico, algo que
también puede decirse de la novela que Seth Grahame-Smith tuvo el buen gusto y
la decencia de firmar junto a la autora británica, bajo cuyo paraguas destacó
entre las novedades que atiborran las librerías cada semana).
Y es el caso que Colm Tóibín, autor de la
novela en que se basa Brooklyn, suele
ser presentado con la etiqueta de escritor escandaloso, transgresor e innovador
que le propició una de sus obras más populares (una de las pocas traducidas al
español gracias al magnífico olfato que selecciona el catálogo de la editorial
Lumen -la misma que publicó Brooklyn hace
unos años-), un monólogo que aún puede aplaudirse en castellano porque está
girando por España desde hace casi dos años (leerse, como digo, puede hacerse
desde varios meses antes, cuando aún no se había anunciado el montaje dirigido
por Agustí Villaronga) y que es habitado por una esplendorosa y divina (nunca
mejor dicho aunque se trata, precisamente, de dejar expresarse a la mujer
oculta tras el velo de santidad y de esclava del Señor que acepta que obre
sobre ella según su Palabra, sin quejas ni reproches), una soberbia Blanca
Portillo (merecedora de un Max por su estremecedora interpretación). El testamento de María es un texto
vibrante y apasionante, el dolor de una madre hecho verbo, la palabra de una
mujer sencilla que sólo quiere llorar a su hijo tal y como le nace, tal y como
lo siente, sin que sus lágrimas sean adornadas, tergiversadas, asumidas,
robadas, reinterpretadas y contadas por otros, un lamento que indignó a los
inmovilistas, a los que no aceptan más que lo que han sancionado y heredado
como “la” verdad revelada, la única posible, esos que para socavar las voces
opuestas recurren al insulto, a los descalificativos, a hablar de la vida
privada (no sólo de la del escritor, también de la de Fiona Shaw, la actriz que
estrenó el monólogo en Broadway), esos que no leen ni se molestan en
conocer primero (o al menos informarse
más allá de soflamas, críticas aceradas e interesadas, fanatismos y
sectarismos) pero atacan sin misericordia (¡Quién lo pensaría!) lo que otros
antes que ellos (sin pasar de una sinopsis, un titular o una interpretación
torticera y sesgada) han considerado anatema, pecado, sacrilegio, algo a lo que
dan más publicidad y difusión al emprender una campaña de desprestigio contra
lo que, más allá de consideraciones religiosas que quedan fuera de la intención
del autor (porque, repetimos, lo que le importa es la mujer, la madre del
llamado Jesús, del considerado Mesías, del que era esperado para redimir a la
humanidad), es todo un canto de amor y respeto hacia una figura a la que se
aporta entidad, sentimientos, personalidad, se cree en María, se preocupa e
interesa por ella, es decir, no se la niega, sencillamente se va más allá de lo
aceptado (pero ya sabemos que a los purpurados, a los poderosos, a los
coronados, a unos pocos no les interesa que el resto reflexione, piense, sepa).
Pero leído sin más, dejándonos arrastrar por el poder de la palabra, dialogando
con el texto, el monólogo que nos presenta Tóibín se inscribe dentro de una
tradición, provoca toda una revolución en el fondo, en lo que uno extrae, en lo
que se va depositando en el ánimo del lector (quien, por cierto, si no conoce
-o ha olvidado- las Escrituras a las que hace referencia no comprenderá el
porqué del escándalo y sacará conclusiones muy distintas), pero formalmente se
ajusta a cánones clásicos, no recurre a aspavientos, no experimenta ni
deconstruye, destila poesía con facilidad y la extrae de lo más mundano, no se
anda por las ramas y su prosa es un manantial de agua clara que fluye con
mesura y eficacia, dando aire y libertad al lector para que, si lo desea, se
quede en el entrelineado, en lo que no se cuenta pero se percibe (es uno de sus
artes, tal vez su seña de identidad más notoria, así vuelve a hacerla patente
en su por el momento última novela, la que Lumen ha tardado, por fortuna, poco
tiempo en publicar traducida: Nora
Webster, plagada de elipsis que la brillantez del autor llena de contenido
con un par de frases o detalles que hacen avanzar la acción, sobre todo la
interior, lo que sucede en el interior de los corazones, sin abandonar los
mimbres clásicos sobre los que construye la historia).
Y, de ese modo, la novela que ahora nos
ocupa, Brooklyn, es muy revolucionaria aunque en apariencia sea una más de las
muchas que han abordado el asunto de la inmigración (en este caso la de una
joven irlandesa a comienzos de la década de los 50 del pasado siglo): Tóibín
utiliza un estilo muy directo, incluso seco, con abundancia de frases cortas, a
ratos meramente descriptivo, pero van aflorando la nostalgia, la pena, los
dilemas morales y sentimentales, sin aparentes perturbaciones, la prosa del
irlandés se va cargando de penumbras, incomodidades, opresiones, desengaños,
consigue abatir la aparente frialdad sin traicionar su escritura, mantiene la
distancia con un asunto que no le es ajeno pero le imprime verosimilitud y
emociones sin recurrir a sentimentalismos (estos sí) trasnochados o
esquemáticos. Nick Hornby ha sabido respetar ese estilo pausado en que una situación
lleva a la siguiente, sin precipitación pero sin morosidad, con la naturalidad
con que se suceden los acontecimientos cotidianos, captando la atmósfera que
John Crowley ha sabido dotar de vida con maestría, apoyándose en la cuidada y
nada ostentosa dirección artística de Robert Parle e Irene O´Brien, mecido por
la partitura de Michael Brook, recreándose lo justo en la esplendorosa
fotografía de Yves Bélanger, consiguiendo un producto de enorme calidad en el que
cada pieza encaja con las demás para que el mecanismo funcione a la perfección
(así es como trabajan los británicos, así lo demuestra su industria audiovisual,
da igual a qué formato vaya destinada). También, por desgracia, sigue siendo
revolucionario que la protagonista sea una mujer, una heroína, pero aún más lo
es que, sin querer abandonar el terreno de lo romántico (porque Tóibín así lo
elige y, si se quiere, reivindica), se dé cauce a una personalidad muy rica,
con matices, con aristas, con recovecos, un personaje al que no siempre se
comprende, con el que puede no estarse de acuerdo, una joven que se ve obligada
a madurar a marchas forzadas, que no siempre tiene tiempo para reflexionar, que
descubre sentimientos una vez los ha experimentado, es decir, como todos a los
veinte años. Saoirse Ronan, la actriz neoyorkina más británica (aunque nació
allí, con sólo tres años llegó a Irlanda, país de origen de su madre -su padre,
el actor Paul Ronan, procede de Manchester-), ofrece una interpretación
delicada, guardando las formas como debe hacer su personaje, dejando asomar su
tormenta (y tormento) interior a través de una mirada llena de significados,
expresando intenciones con apenas un parpadeo, con titubeos de la voz, con
sonrisas (su repertorio en este terreno es muy variado), resultando frágil,
adorable, inspirando ternura, enturbiando esta percepción cuando el drama lo
requiere, inquietando al espectador cuando cree tenerlo todo claro (otra de las
revoluciones de Tóibín: nada es tan sencillo como aparenta). Jim Broadbent y
Julie Walters aportan su habitual categoría para dibujar sus personajes en unas
pocas apariciones, Domhall Gleeson sigue dando muestras de su apabullante
versatilidad (el pasado 2015 apareció, además de aquí, en Star Wars: El despertar de la fuerza, El renacido y Ex machina)
y anotamos un descubrimiento, un prodigio de naturalidad llamado Emory Cohen,
un tipo que recuerda al Marlon Brando de La
ley del silencio (1954) sin pretenderlo ni imitarlo, un señor al que seguir
la pista (tiene seis películas en fase de posproducción, por lo que no será
difícil).