TÍTULO ORIGINAL: The Trip
DIRECCIÓN: Michael Winterbottom GUIÓN: No consta MÚSICA: Steve Brown
FOTOGRAFÍA: Ben Smithard MONTAJE: Mags Arnold, Paul Monaghan REPARTO: Steve
Coogan, Rob Brydon, Paul Poppelwell, Margo Stilley, Clare Keelan
Volvemos al eterno asunto de la versatilidad, cualidad deseada en
aquellos artistas que admiramos, aunque no imprescindible, sobre todo cuando su
búsqueda por parte del creador va denotando todo lo contrario, es decir, que no
se posee y, además, subraya una manifiesta falta de personalidad, hecho
significativo y diríase necesario a la hora de cautivar al público y lograr su
aquiescencia y entrega. Por no repetir un discurso ya enarbolado en otras
ocasiones, sólo diremos someramente que nadie exigió a Hitchcock que rodase un
musical o un western (y, reconociendo su magisterio, su estilo, su manera de
narrar, qué diferentes son entre sí Encadenados
(1946), Psicosis (1960) o Pero… ¿quién mató a Harry? (1955)) o
nadie esperó otra cosa de John Ford, más que algunas de las mejores películas
de todos los tiempos, sin tener en cuenta a qué género se adscribían (y, por
otro lado, sigue siendo el cineasta más premiado en la historia de los Oscar por
cuatro títulos tan diversos como El
delator (1935), Las uvas de la ira (1940),
¡Qué verde era mi valle! (1941) y El hombre tranquilo (1952)); por
supuesto que es muy decepcionante caer en la cuenta de alguien se repite hasta
la saciedad o vive de rentas pasadas o se convierte en un triste remedo de sí
mismo o, por encima de todo, ha perdido la inspiración, la magia, la capacidad
de fascinación, pero es aún peor cuando nos enfrentamos a un autor
imprevisible, pero sólo en los primeros compases, en el inicio, en la sinopsis,
en el primer movimiento, y todo lo que sigue es la misma sucesión de errores,
de levedades, de engolamientos disfrazados de naturalismo de que adolece gran
parte del resto de su obra.
Michael Winterbottom es uno de esos cineastas que goza de un general
beneplácito, sobre todo entre la crítica, por una filmografía a contracorriente,
mezclando e innovando géneros, aportando una mirada personal a asuntos
cotidianos y concretos y a los grandes temas universales, por rodar en cada
momento lo que apetece y en la manera en que considera idónea sin tener en
cuenta la taquilla o las voces opositoras; sobre el papel, sus ideas provocan
ese apetecible cosquilleo que de niño se apoderaba de tu estómago ante los
anuncios de los próximos estrenos y abren las ganas de ir a la sala de
proyección, pero nuestras expectativas se han estrellado demasiadas veces
contra una realización anodina, inconsistente, más pendiente de la forma que
del contenido, más preocupada por sí misma y por forzar la reacción del público
que por conseguirla de manera natural, cayendo sin recato en truculencias,
desfases, provocaciones ramplonas, recursos trasnochados que aún funcionan en
determinados ámbitos (lo cual, en realidad, parece señalar que atiende más de
lo que se piensa al rédito que a veces produce un escándalo bien dirigido y
amplificado por los que se escandalizan). Sus filmes suelen pecar de un
aparataje excesivo, incluso aunque sean muy sencillas en el ámbito visual o
escenográfico, aunque estén rodadas como si se tratase de una grabación casera
o amateur, porque se percibe en cada plano ese empeño por resultar fresco,
diferente, original, rompedor, agarrotando la narración y abigarrando las
emociones, las implicaciones, los sucesos, barroquizando la secuencia venga o
no a cuento, tocando muchos palos, introduciendo mil connotaciones, acumulando
situaciones y personajes (y esto sirve igual para cintas como 24 Hour Party People (2002) o Wonderland (1999), en las que es evidente
a primera vista, como para El perdón (2000),
9 Songs (2004) o Camino a Guantánamo (2006) –su premio de dirección en el Festival
de Berlín, compartido con Mat Whitecross con quien firmaba la película-).
Con The Trip, Winterbottom
quiere ofrecer una obra en proceso, es decir, la que va gestándose sobre la
marcha a partir de una mínima idea: para ello recurre a dos viejos conocidos
suyos (y del público británico), Steve Coogan y Rob Brydon, los mete en un
coche y los envía a recorrer la campiña inglesa para que el primero elabore la
crítica de algunos restaurantes de la zona. Los créditos del filme no
identifican a nadie como guionista, dando a entender que los diálogos han
surgido tal cual, espontáneamente, que la cámara se ha limitado a captar lo
sucedido cuando se ha reunido a dos personalidades tan opuestas y estrambóticas
(de hecho, The Trip se ha emitido en
Gran Bretaña como miniserie de seis capítulos, los cuales suman un total de
tres horas, es decir, con más de setenta minutos adicionales a la versión
estrenada), a dos amigos que no parecen serlo tanto, dos cómicos que, aunque no
niegan que interpretan unos caracteres muy someramente dibujados y definidos,
prestan sus nombres a los mismos (e incluso su trayectoria, su fama, su vida
real), en aras de la credibilidad de la propuesta. Pero la buena dirección, la
forma de recrearse en los paisajes, la calidad de imagen, el cuidado montaje,
la precisión en los encuadres (es decir, todo lo que, las cosas como son, demuestra
el buen gusto y la ausencia de ciertos tics de Winterbottom), impiden que el
espectador pueda creer que no hay ensayos previos, que las réplicas no están
pensadas de antemano o que los actores no sabían a qué iban a enfrentarse o qué
iba a pasar a continuación; en realidad, el conjunto se percibe forzado,
envarado, sin respirar verdad, basado en las aparentes ocurrencias de los
protagonistas, recurriendo a chistes muy personales y propios que sólo deben
entender (y tal vez refrendar –mala cosa sería la contraria-) los seguidores de
ambos, reincidiendo mil veces (en realidad, basando gran parte del metraje) en
las mismas gracietas, en la incapacidad de Brydon para imitar a Michael Caine u
otras celebridades, en bromas sexuales propias de niños de colegio (cuando
tantas veces se alaba, y con razón, el humor británico, debería recordarse que
éste llega desde Oscar Wilde o Chesterton hasta Los Roper (1976-1979) o Benny Hill, y que cada uno en su terreno y
momento, bien jugado y empleado, resulta hilarante y refrescante, pero sacado
del contexto adecuado, mal dosificado, deviene en zafiedad y se hace
intragable).
El aire de diversión entre amigotes que posee The Trip desde el comienzo, de manejar un código restringido sólo
accesible a los conocedores de Coogan y Brydon, a los que poseen un mismo
sentido del humor (o, mejor dicho, a los que creen poseerlo), distancia a la
platea que, aunque en algunos momentos lanza una carcajada o sonríe ante una
situación identificable, ante una broma, perplejidad, confusión o tontería
trasladable a su propia experiencia, ve cómo pasan los minutos sin que la
película llegue a ninguna parte, más allá de la lógica y previsible (tampoco
uno exige ninguna sorpresa en ese aspecto, ya que resultaría totalmente
inadecuada), sin haber sido más que rozada por lo que ha visto en pantalla,
algo más de hora y media que podría reducirse a unos pocos minutos, una
película sin auténtica vida, un regodeo para unos camaradas, ningún aporte para
el espectador (pero como la cinta es de hace tres años, Winterbottom ya tiene
otras cuatro estrenadas y, aunque sea con cuentagotas, seguro que terminan por llegar
a España, tal vez para invalidar algunos de los argumentos de esta crítica y,
por fin, traspasar su propia barrera, esa que a uno le provoca indiferencia y
hastío).