TÍTULO
ORIGINAL: The Hunger Games: Mockingjay –Part 2 DIRECCIÓN: Francis Lawrence
GUIÓN: Peter Craig, Danny Strong, Suzanne Collins (basado en la novela Mockingjay de la tercera) MÚSICA: James
Newton Howard FOTOGRAFÍA: Jo Willems MONTAJE: Allan Edward Bell, Michael
Yoshikawa REPARTO: Jennifer Lawrence, Josh Hutcherson, Liam Hemsworth, Woody
Harrelson, Julianne Moore, Philip Seymour Hoffman, Donald Sutherland
Analizar una película que cierra una serie
de cuatro es un tanto complejo porque obliga, necesariamente, a hablar de sus
antecesoras ya que, por mucho que se quiera, ésta no es una obra aislada, no
puede explicarse en sí misma, no se trata de una nueva aventura con personajes
ya conocidos (al modo de, por ejemplo, las de James Bond –aunque hemos de
hablar pronto sobre la nueva entrega, Spectre,
y será el momento de hablar de uno de los cambios más notorios de la etapa con
Daniel Craig como protagonista: la continuidad, la seriación de argumentos-);
por mucho que Los juegos del hambre (2012)
y Los juegos del hambre: En llamas (2013)
puedan considerarse cintas acabadas, ambas reclamaban una continuidad, otra
conclusión, un cierre que se percibiese como definitivo (más allá de las posibles
resurrecciones con claro afán recaudatorio), un punto y final indudable. Siguiendo
la estela de lo que en general resulta una fórmula de éxito (las trilogías),
Suzanne Collins presentó una distopía que necesitaba tres volúmenes para
desarrollarse por completo, una especie de videojuego literario en que el que
seguir superando pantallas (páginas) y subir de nivel hasta el clímax final y
del mismo modo (libro a libro) se planificaron las adaptaciones
cinematográficas, dividiendo el último capítulo a su vez en dos partes (fórmula
que empieza a ser demasiado habitual) para de ese modo estirar un poco más el
chicle (los productores de la saga inspirada en los fantásticos –en todos los
sentidos- libros sobre Harry Potter que pergeñó una muy inspirada J. K. Rowling
alegaron que lo hacían para poder ser fieles a lo narrado, para respetar lo más
posible el original, ese que tantas veces habían boicoteado, tergiversado e
infantilizado, un esfuerzo inútil que no insufló ni un ápice de vitalidad a lo
que resultaba mortecino y en aquella octava entrega aún se agudizó más, esa
pesadilla para los lectores que se llamó Harry
Potter y las Reliquias de la Muerte –Parte 2 (2011), estrambote incapaz de
enderezar la deriva perdida desde el primer título –es el sentir de un fan
absoluto del modo en que la autora británica supo crear un mundo propio y
hacerlo evolucionar sin traicionar sus intenciones ni plegarse a las presiones
del mercado-). Por lo tanto, puesto que, por así decirlo, comienza en tercer
acto (o en un segundo muy avanzado), Los
juegos del hambre: Sinsajo. Parte 2 no puede juzgarse como independiente,
necesita a su antecesora incluso para ser comprendida por el público (sí, es cierto
que no es una trama excesivamente compleja -es uno de los aciertos de la saga,
no andarse por las ramas, no ponerse estupenda, que los posibles paralelismos
con la actualidad, que las segundas lecturas las haga quien quiera sin
subrayados ni acotaciones, personajes arquetípicos fácilmente identificables,
emociones elementales, escasas sorpresas más allá de lo meramente formal, del
punto de partida, de los añadidos y retoques que le impriman su propio sello y
la hagan identificable-, pero se antoja complicado llegar sin saber nada y
querer tener las cosas claras en pocos minutos, al margen de que la historia no
puede detenerse ni repetirse para esos que se empeñan en comenzar la casa por
el tejado) y en esa misma necesidad muestra su mayor debilidad: es
prescindible, se va agotando, pierde fuelle y fuerza a demasiada velocidad,
hubiese sido preferible alargar la anterior y haber cerrado la historia sin
darle tantas vueltas o, sobre todo, prometiendo tanto para quedarse en tan
poco.
Gary Ross, responsable de la muy interesante
Pleasantville (1998) y de la a ratos
vibrante pero lastrada por un excesivo metraje Seabiscuit (2003), demostró encontrarse bastante perdido en la
primera cinta, la que sólo se llama Los
juegos del hambre, dejando su lugar tras las cámaras en la que añadió En llamas a su título a Francis
Lawrence, quien se ha hecho cargo de la saga hasta su conclusión, a la que
apenas ha aportado personalidad, puesto que lo importante era reproducir el
universo creado por Suzanne Collins, aunque tampoco puede decirse que la tenga
muy definida si atendemos a sus trabajos anteriores: aquel despropósito
conocido como Constantine (2005), el
destrozo cometido con Soy leyenda (2007),
una de las obras cumbre del gran Richard Matheson, y la anodina Agua para elefantes (2011). Pero lo
cierto es que supo insuflar brío y una limitada pero efectiva concepción del
espectáculo, consiguiendo algunas secuencias de acción muy meritorias y que
hicieron las delicias de muchos aficionados y de los seguidores de la Collins;
aquí, sin embargo, tropieza con un guión que se limita a recoger lo sembrado y
que exprime demasiado pronto sus escasas posibilidades de apuntalar una
película que sobrepasa las dos horas de duración y cuyos escasos aciertos se
concentran en el primer tramo, cuando la acción está bien manejada (sobre todo
después de un prólogo excesivamente prolijo y desarrollado), cuando hay tensión
bien jugada y dosificada (los primeros avatares del grupo de rebeldes), hasta que se empiezan a desperdiciar posibilidades,
escenarios (lo que debería ser claustrofóbico, asfixiante, inquietante –los subterráneos-,
sólo resulta confuso, mal resuelto, desaprovechado), hurtando una apoteosis
acorde con lo visto, optando por una elipsis ciertamente frustrante (incluso
para el que, sin haberse convertido en fan, esperaba un espectáculo de
pirotecnia a la altura de los anteriores), pareciendo que se pisa el acelerador
a deshora y con precipitación, sin tener demasiado claro por qué justo cuando
más deseable sería que los creadores se explayasen.
El carisma (supuesto) de Jennifer Lawrence
sigue siendo un misterio sin resolver para el que esto escribe, su gesto entre
compungido y atormentado es agotador e inmutable, sus ojos no expresan ninguna
emoción (seamos ecuánimes: en un par de momentos, por primera, vez, pueden
apreciarse algunos cambios aunque prácticamente imperceptibles), actores muy
limitados por sus roles como Josh Hutcherson y Liam Hemsworth no necesitan
esforzarse demasiado para atraer la atención del público, algo que sabe hacer
con facilidad una magnética Natalie Dormer, experta en cautivar al espectador
más allá de lo que su personaje permita. Queda mucho más diluida que en la
entrega anterior la presencia de actores que se aplicaban con pundonor y oficio
para presentar interpretaciones por encima de la media (hay tantos que llegan a
un título así sólo para embolsarse un cheque y no les importa demostrar su
apatía en pantalla), en parte debido a que el trágico fallecimiento de Philip
Seymour Hoffman obligó a reescribir algunas secuencias en las que hubiese
debido intervenir, aunque Julianne Morre consigue salir bastante airosa del
envite, mientras que se echa de menos que el siempre estupendo Donald
Sutherland participase en un clímax a su altura; sin destripar nada, esa es la
mayor carencia de la cinta: un desenlace que entronque con lo visto hasta
ahora, mayores dosis de acción y nervio en ese tramo final, un tanto osado para
un producto de este tipo pero que tampoco sabe justificar la elección tomada,
quedando como un pastiche que, por un lado, termina demasiado tarde (debería
haberse ahorrado este cuarto título) y por otro, en lo que es en sí rubricar
esta cinta en concreto, no deja de parecer atolondrado, poco meditado, como si
hubiese sonado una sirena indicando que el tiempo de rodaje ya estaba consumido,
sin colmar todas las expectativas (pero, honestamente, tampoco hace falta que
alguien piense que es necesaria una quinta entrega: estamos bien como estamos).