DIRECCIÓN: Pedro Rivero, Alberto Vázquez
GUIÓN: Pedro Rivero, Alberto Vázquez (basado en el cómic homónimo del segundo)
MÚSICA: Aránzazu Calleja DIRECCIÓN ARTÍSTICA: Alberto Vázquez MONTAJE: Iván
Miñambres REPARTO (VOCES): Andrea Alzuri, Eva Ojanguren, Josu Cubero, Félix
Arcarazo, Maribel Legarreta, Juan Carlos Loriz, Pedro Rivero
Cuentan que Walt Disney tuvo claro que lo que muchos llamaban “la última
tontería de Disney” (tanto por lo que parecía un proyecto destinado al fracaso como
porque las pérdidas se pronosticaban millonarias y, tal vez, hiciesen imposible
su continuidad en el mundo del cine) iba a ser un éxito cuando escuchó las
lágrimas de personas adultas en una de las primeras proyecciones de Blancanieves y los siete enanitos (1937);
visionario y genial como pocos (por mucho que se lleve demasiados años
queriendo quitarle méritos artísticos), desde el principio comprendió que tenía
que contentar a público de todas las edades, que los niños eran espectadores
fieles que arrastraban a sus padres a las salas, pero que si estos se aburrían
se lo pensarían dos veces antes de comprar una entrada y acudir tan encantados
(o más) que los pequeños (e incluso sin pequeños). Y, así, por ejemplo, nació
ese capricho llamado Fantasía (1940),
esa mágica combinación de animación y música clásica, ese deleite, ese hito,
esa joya a la que costó mucho tiempo encontrar el lugar merecido en la
consideración del público (y de los llamados expertos), fue una adelantada a su
tiempo (como la propia Blancanieves,
como algunos títulos que llegarían después), no pudo ablandar la rigidez de ciertos
esquemas mentales que, por desgracia, siguen muy vigentes en la actualidad y
condicionan sobremanera (a través del prejuicio y el estereotipo), más o menos
inconscientemente, el modo en que se recibe cualquier “película de dibujos”,
dicho con soniquete, que se relega a una categoría menor porque se piensa dirigida
en exclusiva a los chavales (aunque desde hace ya un tiempo, coincidiendo con
la aparición de Pixar, se da también el fenómeno contrario: el de elevar
algunas cintas más allá de sus pretensiones y contenido o poniendo en valor el
hecho de que no son infantiles, es decir, son abstrusas, aburridas y carentes
de encanto -con honrosísimas excepciones de las que, tal vez, hablemos a
continuación-).
Hay
quien parece olvidar la larga tradición de una animación que ha sabido mezclar
diferentes códigos para comunicarse a la perfección con todo tipo de
espectadores, del mismo modo que diríase que resultar meramente divertido,
jocoso, intrascendente en el sentido de relajar y entretener sin más (como si
eso fuese sencillo de conseguir), es un crimen de lesa majestad; por fortuna,
más allá de lo que algunos intentan decretar (entre la crítica y entre el
público que quiere presentarse como elitista y exigente, por encima de lo
generalista, de lo que consideran convencional cuando no elemental, fácil,
repetitivo u otros términos directamente insultantes), ahí permanecen y lo
seguirán haciendo Betty Boop, Carlitos y Snoopy, los Picapiedra, el Coyote y
Silvestre sufriendo torturas, desmembrándose, quedando aplastados (y su único
anhelo es merendarse al Correcaminos o Piolín -y hay quien querría que esto
sucediese, sobre todo en el segundo caso-), Cruella de Vil (como representante
de malvados fascinantes salidos de la factoría Disney, esa tan denostada por
vender un mundo color de rosa edulcorado y envuelto en algodones -aunque en sus
programas para televisión un mágico mundo de colores, no le neguemos al menos toda
la paleta de tonos pastel-), Shrek, WALL.E y tantos otros que reverdecen
laureles con cada nueva generación de espectadores y que gustan por igual a los
de seis que a los de setenta años (y eso por no meternos en los vericuetos del
tebeo español, en tantas ocasiones trivializado e infantilizado en el peor
sentido a la hora de adaptarlo a la gran pantalla). Y hay quien ha celebrado
como novedoso el catálogo de chistes obvios reunidos en La fiesta de las salchichas (2016), volviendo a hablar de “comedia
gamberra adulta”, oxímoron que no tiene ningún sentido porque si se es gamberro
se es precisamente para todo lo contrario, práctica habitual de un subgénero
que se remonta muy atrás y lo único que ha hecho es subir la edad de sus
protagonistas, celebrando que se haga animación que los niños no pueden (o
deben, que cada cual decida) ver cuando en televisión han hecho historia Los Simpson, South Park o Padre de familia, eso por no recordar (o sí) aquellos
que llamábamos Teleñecos, o sea, los Muppets (sí, eran marionetas, pero se
emitían en horario infantil y tenían unos dobles sentidos, una retranca, unos
guiños, unas parodias, unos invitados que eran muy del agrado de los mayores
-de ahí su éxito-); del mismo modo, no se llega a comprender a qué se refieren
algunos cuando califican como novedosa una película (la susodicha) que llega
después de, por ejemplo, Persépolis (2007)
o Vals con Bashir (2008), cuando no
hace mucho se ha estrenado en España La
tortuga roja (2016) -y también la celebraban como distinta-, cuando
podríamos remontarnos a El Gato Fritz (1972),
eso por ir mencionar sólo algunos títulos y nombres.
Y así
llegamos a Psiconautas, los niños olvidados,
una película de animación para adultos que ha tardado diez años en poder
llevarse a cabo, tal vez por haber sido pensada por dos españoles en España (decimos
esta frase un tanto de Perogrullo para recordar que son unos cuantos los
españoles que trabajan en animación para los grandes estudios estadounidenses),
título muy bien recibido y recompensado en diferentes certámenes de todo el
mundo, con nominación incluida a los Premios del Cine Europeo (compitiendo, por
cierto, con la ya mencionada La tortuga
roja y La vida de Calabacín (2016),
candidatas ambas al Oscar -galardón al que, por cierto, podría concurrir Psiconautas el próximo año, una vez se
estrene en EEUU), flamante Goya en la última (y aún reciente) edición, a pesar
de todo distribuida minoritariamente porque a los exhibidores les resulta
difícil encajar un film de este tipo (y parece que al público aún más, aunque
en parte estamos en una pescadilla que se muerde la cola: pocos espectadores
puede cosechar una cinta que se proyecta en pocos lugares y de la que se
programan pocas sesiones). Cuando Pedro Rivero conoció el cómic de Alberto
Vázquez en 2006, año de su publicación, contactó inmediatamente con él para
adaptarlo a la gran pantalla, pero como se dieron cuenta de que su empeño era
un tanto suicida, optaron por elegir a uno de sus personajes para que
protagonizase un corto, Birdboy (2011),
galardonado con el Goya y preseleccionado para el Oscar, lo que les motivó para
continuar peleando por sacar adelante el proyecto que los reunió. Psiconautas parece ingenua en un primer
vistazo, si se quiere un tanto elemental (Alberto Vázquez recuerda que la creó
cuando era joven, que por eso le interesaban los temas que trata -y que
mantienen vigencia, al fin y al cabo se habla de la adolescencia, de sus
inquietudes, de cómo no se sienten comprendidos, de cómo buscan su lugar en el
mundo, de cómo rechazan a sus padres, de cómo no se entienden con ellos, de sus
carencias, de sus vacíos, de cómo se enfrentan entre ellos, de las drogas que
les prometen una vida mejor, de sus amores, de un apocalipsis que, de una forma u otra, siempre hay que afrontar, aún más cuando se está en ese territorio difuso, en esa tierra de nadie en que no se quiere ser niño pero los adultos te siguen tratando como tal-), pero haber conservado ese
carácter primigenio, ese no haber hecho ni dejado evolucionar ni el continente
ni el contenido, haber respetado cómo fue concebida y no haber sucumbido a la
tentación de perderse por vericuetos a los que ahora tanto se tiende, es decir,
primar lo meramente técnico, pretender que cada título haga evolucionar el
mundo de la animación, constituya una revolución (parece que seguir la
tradición, abundar en ella, afianzarla, reconocer los referentes y homenajear a
los maestros está mal visto -sólo por esa falta de novedad se arrinconan muchos
títulos que merecerían mayor atención-), ese carácter de obra primaria (aunque
llegue tras otros trabajos, incluido Decorado,
cortometraje con el que Alberto Vázquez levantó un segundo Goya en la misma
noche -al más puro estilo Emma Suárez-) hace que Psiconautas llegue muy directamente al corazón del espectador, que
a ratos se sobrecoge (especialmente en la secuencia de la araña), se asusta, se
inquieta, se perturba, pero no puede evitar sentir empatía con esos personajes
que, simplemente, quieren algo tan difícil (pero deseable) como ser felices,
consiguiendo transmitir mucho con unos cuantos trazos, con pequeños detalles,
con verdad y corazón. Ojalá Psiconautas cree
escuela y, al margen de lo que puedan hacer Pedro Rivero y Alberto Vázquez
juntos o por separado, haya otros valientes, otros artistas que continúen por
la misma senda.