sábado, 27 de abril de 2013

"EFECTOS SECUNDARIOS": ARRITMIA Y DESORIENTACIÓN


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Side Effects DIRECCIÓN: Steven Soderbergh GUIÓN: Scott Z. Burns MÚSICA: Thomas Newman FOTOGRAFÍA: Peter Andrews MONTAJE: Mary Ann Bernard REPARTO: Jude Law, Rooney Mara, Catherine Zeta-Jones, Channing Tatum, Vinessa Shaw


   No es fácil buscar un adjetivo para catalogar la obra de un artista, sobre todo cuando ésta aún puede aumentar y el desarrollo de la misma ocupa varias décadas, puesto que, aunque puedan encontrarse elementos comunes o rasgos diferenciadores, siempre pecaremos de injustos, restrictivos o generalizadores por mucho que acertemos con los calificativos empleados; esto se acentúa cuando el creador, consciente o inconscientemente, trazando con astucia su evolución, aceptando cualquier propuesta, dejándose llevar, queriendo explorar nuevos territorios, vaya uno realmente a saber la auténtica causa, ha seguido una línea discontinua, ha jugado al despiste, ha logrado ser inclasificable por más que podamos rastrear su personalidad en cualquiera de sus diferentes expresiones artísticas. Sin duda, Steven Soderbergh es un claro ejemplo de director inquieto, muy personal, sin miedo a nada, capaz de la película más hermética y particular como de utilizar las armas del cine más puramente comercial en beneficio propio, muy preocupado por su sello, por lo puramente estético y visual, tal y como señala el hecho de que se ha ocupado de la fotografía y el montaje de gran parte de sus títulos, a ratos ampuloso, a ratos banal, habitualmente efectivo, haciendo muy pocas concesiones excepto a sí mismo; ahora que ha anunciado que abandona la dirección, parece buen momento para resumir su carrera, pero poco amigo de desvelar sus auténticas intenciones, Soderbergh tiene todavía una cinta pendiente de estreno el próximo mes de mayo –Behind the Candelabra, centrada en el romance que Liberace mantuvo con Scott Thorson-, lo que hace prever que las sorpresas aún no han terminado y que sus intenciones deben ser puestas en cuarentena.

   Desde su sorprendente debut con Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989), merecedora de la Palma de Oro en Cannes, (una de esas películas que da miedo revisar por lo mal que pueda haber sido tratada con el tiempo, aunque es de suponer que la fuerza de sus interpretaciones permanezca intacta), el nombre de Soderbergh se recubrió de una aureola de intelectualidad, de autor sólo para iniciados, de realizador críptico más preocupado del subtexto que de la propia narración, visión a la que especialmente contribuyó su segundo filme, Kafka, la verdad oculta (1991), batiburrillo confuso, muy pretencioso y en absoluto cercano al universo del autor de Praga. Tras algunos títulos si no olvidables poco dignos de recuerdo, la trayectoria del cineasta alcanza su cima más alta cuando estrena en el mismo año (2000) dos cintas tan diferentes como Traffic y Erin Brockovich, que le supusieron la hazaña de ser candidato al Oscar por ambas -algo que no sucedía desde que Michael Curtiz lo había logrado con Ángeles con caras sucias (1938) y Four Daughters (1938)-, de obtenerlo por la primera y romper las taquillas con la segunda, que además permitió a Julia Roberts (ganadora de casi todos los premios que se dieron esa temporada, Oscar incluido) volver a probar las mieles del éxito como no las bebía desde Pretty Woman (1990) y tapar muchas de las bocas que le negaban el reconocimiento como actriz; queda para los anales de la historia su manera vigorosa, medida, nada engolada ni tremendista, de narrar una película tan compleja como Traffic, dosificando, no ahorrando nada pero sin disparatar, sin irse por las ramas, sin confundir al espectador. Desde ese momento fue alternando proyectos muy personales y experimentales con otros de gran presupuesto a los que intentaba dar un toque personal, mientras iba y venía a lo que terminó convirtiéndose en una trilogía, a pesar de que la primera parte ya era indigna de su talento (le fue posible descender a la mediocridad más absoluta en las dos siguientes), juerga privada de unos amigotes que en pantalla no tienen ninguna química y resultan patéticos en sus esfuerzos por provocar carcajadas, aunque tanto rostro bello junto provocó que muchas personas en todo el mundo pasasen por taquilla; hablamos, por supuesto, de Ocean´s Eleven (2001), triste remedo de aquel divertimento fresco y simpático con que Lewis Milestone rindió tributo al Rat Pack (y que algún critiquillo, siempre rendido a las producciones de los grandes estudios y más cuando proceden de la Warner, insultó y menospreció para alabar la nueva versión, llegando a citar el nombre de Frank Sinatra en vano). De este modo, fueron llegando la plúmbea Solaris (2002), la excesivamente fría El buen alemán (2006), su desmesurado e irregular díptico (la segunda parte intenta ser, pero ni se aproxima, La delgada línea roja (1998), perdiéndose en arabescos y vaguedades) sobre Che Guevara con producción española, la convencional Indomable (2011) o la errática y a ratos brillante Contagio (2011).

   Como gusta de hacer, en pocos meses nos ha ofrecido dos filmes muy diferentes: Magic Mike (2012) y Efectos secundarios, aunque tienen más puntos en común de lo que pudiera parecer a simple vista, sobre todo en los resultados, en el regusto amargo que dejan en el espectador por lo que hubieran podido ser de haber encontrado al cineasta en plena efervescencia. El título que realmente nos ocupa hoy, tiene un arranque muy poderoso, con una atmósfera enrarecida, con la sombra de una o varias amenazas planeando sobre los personajes, clavando al público en la butaca, perturbándolo, inquietándolo, reconociendo al mejor Soderbergh, al incisivo, al que denuncia, al juez inmisericorde que pone contra las cuerdas -eso fue lo que, precisamente, echamos de menos en algún momento de Contagio, cuyo guión es, al igual que éste, obra de Scott Z. Burns-; pero, de repente, lo que parecía anunciarse como película polémica, incómoda, centrada en los oscuros negocios de las farmacéuticas, en médicos sólo preocupados en engordar sus cuentas corrientes, en la mala praxis de la profesión, deviene en un thriller de lo más anodino, previsible en su afán por dar varios giros a cual más rocambolesco, que sabe no dejar ningún fleco pero que no satisface porque juega la peor baza posible, desperdiciando las posibilidades de la historia. Es, como decíamos, la misma sensación que provocaba Magic Mike: tal vez por huir de la espléndida Boogie Nights (1997), no explotaba ni lo puramente sexual ni las oscuridades de los personajes y se quedaba en una tierra de nadie plagada de convencionalismos que, a pesar de estar inspirada en la experiencia del actor protagonista, le restaban credibilidad.

   Efectos secundarios se sustenta (es una de las características más destacadas de Soderbergh) en el trabajo de los actores, es un combate entre personalidades, una lucha sin cuartel entre estafadores emocionales, un duelo del que nadie puede salir indemne, pero el desarrollo de la cinta anula la fuerza que éste podría (y debería) tener, al margen de incurrir en uno de esos errores de casting que tiran por tierra las mejores intenciones: Rooney Mara, que parece mentira que alguien recuerde por su breve intervención en La red social (2010) cuando el torrente imparable de palabras que Aaron Sorkin trenza ahoga todo lo demás (y fatiga e irrita al que mira y escucha), no posee ni la fuerza ni la riqueza expresiva ni la sutileza que su rol requiere, limitándose a caminar como una autómata, sin sembrar el desconcierto ni las sospechas que deberían inquietarnos, recurriendo continuamente a un tono monocorde o entrecortado, enervante e histérico a veces, como único recurso para intentar reflejar la amplia gama de matices que conforman la inexplicable personalidad que asume. Channing Tatum va demostrando poco a poco que se puede sacar bastante partido de él, si se sabe conducirle y aprovechar su físico como la mejor manera de definir su personaje, limando cierta tendencia a la gesticulación desaforada y trabajando su tono bajo con el que es capaz de transmitir ingenuidad y vulnerabilidad. Los más perjudicados por el modo en que Efectos secundarios da un viraje tan brusco y decepcionante son Jude Law y Catherine Zeta-Jones, quienes a pesar de todo consiguen dos secuencias vibrantes, impactantes, combinando la ambigüedad y encanto -mezcla explosiva que hechiza sin remisión- que él destila con suma naturalidad (no hay más que recordarle en El talento de Mr. Ripley (1999), merendándoselo todo y encandilando a la audiencia) con la contundencia de una intérprete a la que Soderbergh supo entender y aprovechar como pocos (de nuevo hablamos de Traffic), pero a la que aquí arrincona y obliga a defender la parte más endeble del guión.

   Si ésta es la despedida que Soderbergh ha planificado (aunque en realidad, ya lo señalábamos antes, le queda un estreno), abunda en la percepción que hemos ido teniendo estos últimos años: sabe elegir proyectos, no tiene reparos en cambiar de estilo, tono o género, pero parece que acomete las tareas como si fueran obligaciones y, de una forma u otra, en un momento dado, pierde el impulso inicial, va ralentizando y no logra el acabado que puede intuirse en el armazón, ese toque particular que en otras ocasiones nos ha cautivado y provocado un aplauso.       

jueves, 25 de abril de 2013

"ON THE ROAD (EN LA CARRETERA)": VIVIR (DEPRISA) PARA CONTARLA (SIN FRENO)


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: On the Road DIRECCIÓN: Walter Salles GUIÓN: Jose Rivera (basado en el libro homónimo de Jack Kerouac) MÚSICA: Gustavo Santaolalla FOTOGRAFÍA: Eric Gautier MONTAJE: François Gédigier REPARTO: Sam Riley, Garrett Hedlund, Kristen Stewart, Tom Sturridge, Danny Morgan, Elisabeth Moss, Kirsten Dunst, Amy Adams, Alice Braga, Viggo Mortensen


   “La pureza de moverse y de llegar a algún sitio, no importaba adónde, tan rápido como fuera posible y con el máximo entusiasmo y la máxima comprensión de cuantas cosas nos topábamos”; en estas pocas líneas puede, de alguna manera, resumirse el torbellino, el torrente imparable, la erupción incontrolable de palabras que es On the Road de Jack Kerouac (siempre editada en España como En el camino, aunque la última traducción, la que se ha hecho sobre el auténtico texto original, sin cortes ni cambios en los nombres de los personajes, ha aparecido como En la carretera). Un libro escrito en un estado febril, sin pausa ni descanso, en apenas veinte días, reuniendo los cuadernillos y papeles volanderos en los que el escritor anotaba compulsivamente todo lo que le sucedía en sus diferentes periplos por Estados Unidos, añadiendo lo que le brotaba al rememorar esas experiencias, sin sosiego ni calma, tal y como fue vivido, tal y como se gestó, sin hacerse preguntas, dejándose llevar por los impulsos propios y, especialmente, por ese catalizador, por esa fuerza de la naturaleza conocida como Neal Cassady, “el autor sin obra” tal y como se llama en algún sitio y es estudiado en las universidades, ya que su influencia puede rastrearse en la obra de autores como Allen Ginsberg, Ken Kesey, Hunter S. Thompson, Tom Wolfe o Charles Bukowski, además, por supuesto, de Kerouac, máximo responsable de que su figura haya llegado hasta nuestros días rodeada de un halo mítico y transformado en una creación comparable a la de Heathcliff de Cumbres Borrascosas, aunque se tenga constancia de que hay poca (o ninguna) exageración en las páginas de lo que se sigue considerando “la Biblia beat”.

   El porqué de esa acepción y la intencionalidad con la que gustaban ser llamados los adscritos a esta corriente daría para muchas reflexiones y especulaciones, sobre todo teniendo en cuenta que el propio Kerouac la fue matizando a lo largo del tiempo, pero precisamente esa indefinición es uno de los rasgos más característicos de los beat, al menos tal y como desfilan ante nuestros ojos en la trepidante narración que es On the Road: sólo quieren vivir lo que sea, atravesando todos los límites, sin refrenar sus pulsiones, sin pensar en las consecuencias de sus actos, ser ellos mismos su materia literaria, sin pensar en etiquetas, tratados o decálogos, enamorados y contagiados del ritmo frenético del jazz, de su espontaneidad, de cómo la improvisación se transforma en arte cuando uno se funde con los estímulos que recibe, dejándose atrapar por el frenesí, perdiendo la conciencia, recuperándola sólo para destilar una escritura alocada, desmadrada, por momentos alucinada, que rompe la puntuación clásica y consensuada, que fluye vertiginosamente, caudal irrefrenable en el que cada palabra suda, palpita, huele, estalla, provoca, conmueve, divierte, duele, una catarsis que nos arrebata e inunda, un único párrafo de más de 400 páginas (es lo que se conoce como “el rollo mecanografiado original”, el que Kerouac armó para no perder tiempo cambiando de página y poder teclear compulsivamente).

   Es fácil colegir que difícilmente un texto de este calibre puede encontrar su justa correspondencia en la pantalla, puesto que, al margen de la profusión de personajes y escenarios, hay un algo inaprensible que sólo puede lograr la letra impresa, pero sí puede decirse que Walter Salles (con la ayuda inestimable del guionista Jose Rivera, quien se ha ocupado de cribar el original intentando ser fiel a sus esencias) ha llevado a cabo un trabajo muy meritorio, denostado por aquellos que tal vez sólo recuerdan lo que escribió Kerouac porque lo leyeron en su juventud o con el convencimiento previo de que esa era la filosofía de vida que querían seguir o a través de traducciones o ediciones inadecuadas, puesto que era demasiado honesto, excesivamente brutal y descarnado (sobre todo por la manera un tanto ingenua y prístina, sin procesar, en la que el autor da cuenta de lo sucedido). Como decíamos antes, ellos no eran conscientes de estar haciendo historia y, en realidad, ni se lo planteaban: “Con el frenético Neal yo atravesaba a la carrera el mundo sin la menor oportunidad de contemplarlo” escribe Jack en un momento dado, mientras se convierte en el notario de calles, garitos, gasolineras, suburbios, pequeñas poblaciones y grandes ciudades y, sobre todo, infinidad de vehículos y espacios abiertos, “el torbellino de la carretera, y de un modo más arrollador de lo que mi imaginación más desatada hubiera osado vislumbrar”; al igual que ya hiciese con Ernesto Guevara en Diarios de motocicleta (2004), Salles nos muestra al mito (en este caso, más de uno) antes de ser tal, antes de que la obra se publique y comience el culto alrededor de la misma: si Kerouac no lo hubiese contado, podría decirse que el movimiento beat hubiese quedado en agua de borrajas o muy desdibujado o convertido en otra cosa o cuando menos sin su verdadera, definitiva y definitoria carta de naturaleza.

   Resulta muy complicado decidir, de entre la amplia plétora que ofrece el libro, qué episodios son imprescindibles y cuáles pueden quedar fuera para ofrecer una buena aproximación a lo que Kerouac narra, aunque tampoco él lo tiene claro porque, sencillamente, lo cuenta todo, con exceso de detalles, deteniéndose aunque sólo sea unas líneas en miles de personajes episódicos (alguno de los cuales vuelve a citar muchas páginas después provocando cierto caos u obligando a volver atrás), dedicando espacio a los episodios más intrascendentes o reiterativos (aunque, de eso no hay duda, hipnotizando al lector, arrastrándole en su vorágine, no dándole tregua), y, a pesar de la buena escritura de Rivera, eso se traduce en momentos de arritmia, en aparentes idas y venidas que (paradójicamente) frenan el perfecto fluir del resto, transmitiendo una cierta indecisión en la cámara de Salles (autor con querencia y gusto por el permanente movimiento: recuérdese, al margen de la ya citada Diarios de motocicleta, su obra maestra, su magnífica Estación central de Brasil (1998),con aquella inolvidable Fernanda Montenegro). Pero el máximo acierto del filme lo encontramos en la adjudicación del desarmante, imprevisible, exaltado, vigoroso, Neal Cassady a Garrett Hedlund, quien ofrece una interpretación visceral, embriagadora, carismática, irrefrenable, sexual, a la altura de lo que Kerouac cuenta sobre su compañero de viaje (en realidad, habría que decirlo en plural porque fueron varios); eso empalidece a Sam Riley, aunque el propio narrador queda oscurecido (porque así lo decide él) por la arrolladora personalidad de Neal, y por lo tanto el actor se ajusta al original, cediendo foco a la auténtica columna vertebral de la historia. Kristen Stewart presta su característico gesto a la primera esposa de Cassady, a la que el propio Kerouac no retrata demasiado favorablemente, pero a pesar de esta adecuación su presencia transforma a su rol en un a modo de niñata caprichosa y tontorrona; Tom Sturridge, quien da vida a Allen Ginsberg, se revela como un actor a ser tenido en cuenta por la forma en que alterna tonos, emociones y transmite la callada desolación ante la imposibilidad de ser amado por Neal; algunos rostros muy conocidos hacen apariciones que saben a poco (en algún caso muy similares a las que hacen sus personajes en el orginal), con una salvedad: Viggo Mortensen. Él es el encargado de dar vida a otro de los iconos que aparecen en la cinta, William Burroughs, y su tendencia al sobreesfuerzo, a forzar la voz, a enfatizar cada gesto, convierte en una caricatura al autor de El almuerzo desnudo (teniendo en cuenta que Kerouac habla de alguien que aún no ha publicado ninguno de los títulos que le convertirán en legendario y que su aparición ocupa unas pocas páginas, su figura hubiese merecido otro tratamiento).

   El tono medio de la cinta responde a lo que el On the Road literario cuenta y, sobre todo, a cómo lo cuenta y Salles da una lección a todos esos cineastas que piensan que el ritmo, el vértigo, el frenesí, tienen que venir dados por un montaje convulso en el que apenas se distingue a los actores, permitiéndonos que sigamos las peripecias y emociones de los personajes y a buen seguro su película supondrá un buen prólogo, un adecuado impulso, para que muchos busquen la obra de Kerouac y conozcan lo que pasó, sin filtros, sin falsas interpretaciones, sin mitificaciones irreales con pedestales poco firmes. Nada mejor que dejar al mismísimo Neal Cassady poner el punto y final a esta crónica: “Dios existe, sin el menor asomo de duda. Mientras avanzo por esta carretera estoy absolutamente convencido de que todo nos va a ir bien… (…) Además, conocemos Norteamérica, estamos en casa; en este país puedo ir donde me dé la gana y conseguir lo que me dé la gana, porque es lo mismo en todas las esquinas, y conozco a la gente, y sé lo que hace. Damos y tomamos y vamos zigzagueando de un lado a otro en esta dulzura increíblemente complicada”.   

domingo, 21 de abril de 2013

"LOS ÚLTIMOS DÍAS": FALTA REALISMO






DIRECCIÓN: Àlex y David Pastor GUIÓN: Àlex y David Pastor MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Daniel Aranyó MONTAJE: Martí Roca REPARTO: Quim Gutiérrez, José Coronado, Marta Etura, Leticia Dolera, Lluís Villanueva, Mikel Iglesias


   En muchas ocasiones, la historia se escribe al revés o de manera diferente a como suele desarrollarse la mayoría de las veces; últimamente, además, hemos tenido varios ejemplos similares al que abordamos hoy: Guillermo del Toro confió en Andrés Muschietti tras visionar un cortometraje de tres minutos y le puso bajo su égida para que filmase Mamá (2013), Sam Raimi consideró a Fede Álvarez su heredero y, de este modo, la ópera prima del uruguayo ha sido el remake de la mítica Posesión infernal; tras tres películas cortas, el dúo formado por los hermanos Pastor debutó en la dirección de largometrajes con Infectados (2009), una cinta apocalíptica rodada en EEUU con escenarios y situaciones muy tributarios de la forma en que se acerca la meca del cine a este particular subgénero que mezcla el final del mundo con extrañas epidemias (en realidad, pandemias) que pueden transformar a los afectados en zombis voraces, despiadados y muy difíciles de matar. Se diga lo que se diga, la tierra siempre tira (o así queremos pensarlo al menos) y Àlex y David, sin reproches ni malestar por aquello de haberse tenido que ir fuera para ser reconocidos, optaron por situar su nueva historia, la nueva hecatombe, los últimos días de la humanidad, en Barcelona, su ciudad natal. Un punto de partida muy refrescante, puesto que supone ver calles, lugares, monumentos, localizaciones que a uno le son familiares por su cercanía, convertidos en el continente, en el verdadero protagonista de lo que en la película recibe el nombre de “el pánico”, un miedo irracional y visceral a abandonar la seguridad del edificio en que alguien se encuentra cuando empieza a experimentar los síntomas, una extraña enfermedad sin aparentes causas exógenas que puede terminar con la vida del que la sufre en cuestión de segundos si éste es obligado a salir al aire libre; desde el comienzo, Los últimos días sabe jugar la que es su mejor baza: un apocalipsis que nos resulta cotidiano, terriblemente cercano, no sucede lejos y lo que vemos en pantalla es extensivo a otras latitudes, directamente está ocurriendo al ladito de casa.

   Los hermanos Pastor demuestran su amplio conocimiento en este tipo de historias, puesto que entran directamente en el asunto, dosificando con oficio y tino algunos flashbacks en los que conocemos las realidades de los personajes antes de que lo ominoso y claustrofóbico de la situación (muy bien insertado este segundo elemento: ya que es el espacio abierto el que oprime y literalmente aplasta a las personas) les obligase a buscar una vía de escape subterránea para intentar reencontrarse con sus seres queridos. Esa es la columna vertebral de la cinta: el anhelo de unas personas por reunirse con sus íntimos, una carrera contrarreloj para localizarlos, todo ello sin poder salir a la superficie, sin pisar el asfalto letal. Sin embargo, a lo largo del desarrollo, determinados insertos y la necesidad de no querer dejar cabos sueltos (no tanto en lo relativo a la causa de la pandemia como en buscar una solución, una posible “cura” –dejémoslo ahí para no desvelar el desenlace), hacen que el espectador se distancie un tanto de los acontecimientos y el diseño de producción, con un acabado visual demasiado digitalizado, podría decirse demasiado bien hecho, excesivamente tratado, muy retocado, provoca que algo resulte irreal y la empatía e implicación del público vayan decayendo (es algo similar a lo que no hace demasiado comentábamos sobre La matanza de Texas (2003), con una fotografía espléndida, pero un tanto inadecuada para el tono del filme). Y, por otro lado, la facilidad con que los protagonistas saben moverse por los túneles, llegando siempre al destino deseado, no acaba de funcionar como convención del género, precisamente porque el realismo conseguido en el planteamiento se diluye y uno no puede evitar preguntarse cómo lo han hecho.

   Es curioso que, como ya sucediese en Celda 211 (2009) –a pesar de que sus compañeros la recompensasen con el Goya que, según la profesión, pedía a gritos desde su debut-, la participación de Marta Etura, aunque constituye el epicentro del drama personal que vertebra la historia, resulte totalmente prescindible, fundamentalmente porque la actriz vuelve a revelar su incapacidad para despertar simpatía, siempre rozando lo irritante, lo molesto, lo exasperante (o llegando a serlo). Por fortuna, es un Quim Gutiérrez muy alejado del envaramiento y soniquete de cintas como Todo es silencio (2012) o Una hora más en Canarias (2010) el que ocupa gran parte del metraje, haciendo un meritorio trabajo físico, aunque nos le presenten ya antes de que empiecen a sentirse los efectos de “el pánico” como un hombre desaseado, con un look que no va a sufrir alteraciones a lo largo de su camino en busca del amor. Junto a él un José Coronado que parece haberse convertido en presencia necesaria en cualquier título policiaco o de terror que se ruede en España, haciéndonos olvidar el bochornoso papel que desempeñó en El cuerpo (2012), pero sin lograr quitarse de encima ese tono Santos Trinidad que se le ha quedado después de No habrá paz para los malvados (2011) –un vulgar remedo y exageración de su estupenda composición, también a las órdenes de Enrique Urbizu en La caja 507 (2002)-; es el que más se beneficia de los flashbacks puesto que le sirven para trazar un arco interpretativo, un antes y un después, pero sale perjudicado (en el sentido de agotar al espectador) por cómo el guión le hace entrar y salir de escena más veces de las debidas.

   Los últimos días es muy estimable, especialmente por aportar un nuevo escenario, por sacar adelante un proyecto de esta envergadura como película netamente española y por no recurrir a lo puramente gráfico ni a lo sanguinolento o escabroso, despertando interés y creando tensión sin truculencias ni trampas (ese centro comercial aparentemente vacío, esa estación de metro en la que se hacinan cuerpos, miasmas y podredumbre); es una lástima que los hermanos Pastor no eviten la tentación de precipitar el montaje, de enloquecer la cámara, de recurrir a trucos manidos pensando que eso enriquece los logros conseguidos con prudencia y buen gusto.  

sábado, 20 de abril de 2013

"GRANDES ESPERANZAS": POCOS RESULTADOS




 
TÍTULO ORIGINAL: Great Expectations DIRECCIÓN: Mike Newell GUIÓN: David Nicholls (basado en la novela homónima de Charles Dickens) MÚSICA: Richard Hartley FOTOGRAFÍA: John Mathieson MONTAJE: Tariq Anwar REPARTO: Jeremy Irvine, Holliday Grainger, Ralph Fiennes, Helena Bonham Carter, Jason Flemyng, Robbie Coltrane, Sally Hawkins, Ewen Bremmer


   En alguna ocasión se ha escrito que el mejor guionista que Hollywood pudo y supo encontrar fue William Shakespeare (aunque no ha dejado de ser profeta en su tierra porque ni le olvidan ni dejan de representarlo); rara es la temporada en que no hay al menos un título en cartel basado en alguna de las obras del bardo de Stanford-on-Avon. Precisamente el estreno de la cinta que hoy nos ocupa se produjo muy poco después de que pudiésemos disfrutar del debut detrás de las cámaras de un actor que conoce gran parte de los secretos del autor de Romeo y Julieta por haberlo interpretado durante mucho tiempo, quien también participa en Grandes esperanzas: con la ayuda del inteligente guión de John Logan, Ralph Fiennes ha filmado con Coriolanus (2011) una de las mejores actualizaciones de la letra y el espíritu shakesperianos que se recuerdan, respetando ambos (un logro comparable al que otro de los grandes en este terreno, Ian McKellen, alcanzó con su Ricardo III (1995), dejando en pañales a tanto pretencioso con ínfulas que desbarra sobre las tablas –o en la pantalla- poniendo al autor a su servicio y no al revés –desde la horripilante versión de La tempestad (2010) que perpetró Julie Taymor tras haber asombrado a propios y extraños con la poderosa Titus (1999) al feo espectáculo en que Deborah Warner naufragó estrepitosamente cuando adaptó Julio César, a pesar de que el mismo posibilitó que pudiésemos ver precisamente a Ralph Fiennes en un escenario español-). Las palabras relativas a la relación entre Shakespeare y el séptimo arte pueden hacerse extensivas a la que existe entre este último y las creaciones de Charles Dickens, universo recurrente a la hora de planificar nuevas producciones, acentuándose la tendencia de cara al pasado año en que se conmemoraba el bicentenario de su nacimiento; y aunque apenas si quedan algunas páginas vírgenes en su amplia y maravillosa producción, resulta curioso (dejémoslo ahí) el hecho de que tanto la BBC como unos productores cinematográficos hayan elegido la misma novela para sumarse a las celebraciones por estos primeros doscientos años de vida (él, como todos los clásicos, es inmortal) y, sin apenas solución de continuidad, hayamos visionado en poco tiempo dos Grandes esperanzas muy diferentes.

   No se descubre nada nuevo al ponderar y ovacionar la calidad siempre implícita (y explícita) en cualquiera de los proyectos que lleva a cabo la BBC, especialmente en lo que a adaptaciones literarias se refiere (sólo la reciente Parade´s End (2012) ha dejado un cierto amargor, primero porque Tom Stoppard no ha sabido encontrar el tono y el ritmo precisos para trasladar la monumental obra de Ford Madox Ford, segundo porque nació como respuesta a la esplendorosa Downton Abbey –cuya cuarta temporada se espera como agua de mayo para el próximo otoño- y se notaba más pendiente de superarla que de tener entidad propia). En tres episodios, Brian Kirk supo plasmar la riqueza expresionista, la importancia de los escenarios, la profundidad de los personajes de Dickens en un regalo visual que entroncaba directamente con lo conseguido por Justin Chadwick y Susanna White (quien, sin embargo, poco supo hacer por sacar a Parade´s End de lo mortecino –a pesar de un fabuloso Benedict Cumberbatch y una sorprendente Rebecca Hall) en la que, posiblemente, sea hasta el momento el mejor acercamiento al universo del autor nacido en Portsmouth: la miniserie Bleak House (2005). Con semejante antecedente, y con la extensión que posibilita la pequeña pantalla a la hora de narrar subtramas y dar el lugar debido a la importante nómina de personajes secundarios que suele acompañar a los protagonistas (y en contra de lo que alguien podría pensar, difícilmente prescindibles), el filme de Mike Newell se presentaba ante el público con bastantes papeletas para naufragar, algo que sucede casi desde la primera secuencia y para lo que no necesita ser comparado con sus predecesores (no olvidemos que el enorme David Lean, dickensiano como pocos, firmó lo que aquí conocemos como Cadenas rotas (1946), espléndida versión de la misma novela que ahora nos ocupa).

   Mike Newell goza de un cierto prestigio atribuible a una película valiente y descarnada –Bailar con un extraño (1985)-, a una pequeña delicia sin pretensiones –Un abril encantado (1991)- y a un insólito éxito de taquilla, divertido a ratos, ñoño en otros muchos y bastante torpe en su desarrollo –Cuatro bodas y un funeral (1994)-; el resto de su filmografía nos habla de un cineasta sin personalidad –de ahí la sorpresa que supuso Donnie Brasco (1997), aunque los actores y el guión aportaban la energía y vigor de que la cinta puede presumir-, perfectamente intercambiable con otros –uno de los muchos que pasó por la saga de Harry Potter, con algo más de fortuna que otros, pero sin dejar huella-, anodino e incluso incapaz, muy desmañado, con escaso gusto a la hora de componer la escena. Y eso precisamente se nota mucho y para mal a la hora de introducir al espectador en los diferentes ambientes que influyen, malean y construyen el carácter de Pip, el protagonista, alguien que provoca rechazo, incomprensión, que no cae bien (es el reverso de lo que despiertan Oliver Twsit, la pequeña Dorrit o David Copperfield), ambigüedad que no saben transmitir ni las imágenes ni Jeremy Irvine, quien tras constituir toda una sorpresa por su prodigiosa interpretación en la inolvidable War Horse (2011) pasea aquí un permanente gesto de no estar comprendiendo nada, máscara hierática y gélida que, en lugar de conseguir las intenciones del autor con respecto a este rol, provoca hastío. A su lado, un Ralph Fiennes desubicado e inadecuado para el cometido que desempeña y una Helena Bonham Carter que repite por enésima vez su caracterización burtoniana, trivializando su patético, doloroso y estrambótico personaje (porque sin duda lo es, pero sabiendo equilibrar), desperdiciando como por desgracia viene siendo habitual desde ya hace demasiado su enorme talento, sin llegar ni a la décima parte de lo alcanzado por la estremecedora Gillian Anderson en la versión televisiva.

   La riqueza expresiva de Charles Dickens, su facilidad para dibujar ambientes, su gusto por los pequeños detalles que terminan por tener su importancia y que son definitorios de la época retratada y de los personajes que cobran vida en sus páginas, se convierten en esta ocasión en arquetipos, en obviedades, en trazos desdibujados, en una película plana, sin emoción, sin ritmo, incluso se diría que rodada sin ganas, por inercia. ¡Flaco favor hacemos a uno de los más grandes escritores que jamás verán los siglos si pretendemos que a través de adaptaciones como ésta los jóvenes lo descubran y se interesen por él!  

martes, 16 de abril de 2013

"THE HOST (LA HUÉSPED)": SOBREDOSIS DE AZÚCAR


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Host DIRECCIÓN: Andrew Niccol GUIÓN: Andrew Niccol (basado en la novela homónima de Stephenie Meyer) MÚSICA: Antonio Pinto FOTOGRAFÍA: Roberto Schaefer MONTAJE: Thomas J. Nordberg REPARTO: Saoirse Ronan, Diane Kruger, Max Irons, Jake Abel, William Hurt, Frances Fisher


   En alguna ocasión ya hemos hablado de la fórmula del éxito, esa más misteriosa que la de la Coca Cola, la que sólo puede analizarse e intentar entenderse a posteriori, cuando el producto está dando réditos, esa que funciona una, mil, innumerables veces hasta que de buenas a primeras deja su lugar a otra y así sucesivamente; es cierto que hay determinados cócteles que siempre dan resultado, que mantienen su vigencia a lo largo de los años, pero no conviene vivir sólo de lo ya conseguido porque los vientos del favor del público son muy tornadizos. Ya desde los primeros compases de Crepúsculo (2008) –y hablaremos de la versión cinematográfica, por no alejarnos del verdadero objeto de estudio de este blog- podía intuirse que Stephenie Meyer no iba a salirse de un esquema que podía alargarse interminablemente, aunque al menos tuvimos la fortuna de que decidiese parar en el cuarto volumen –sin embargo en cine fueron necesarias cinco películas- (lo que no fue óbice para que publicase un a modo de secuela que retomaba la historia de un personaje secundario de Eclipse, el tercer tomo, y planificase uno más para dar voz a Edward Cullen, el protagonista masculino, ya que la saga está narrada por Bella, al que dio carpetazo tras filtrarse en la red parte del contenido) y buscase nuevos horizontes, en realidad muy similares a los anteriores, volviendo a descubrir la pólvora (es decir, dando más de lo mismo revistiéndolo de un carácter novedoso que sólo los más jóvenes pueden considerar como tal), repitiéndose y dejando patente su escasa originalidad y falta de ambición literaria.

   A priori, La huésped se anunció como un libro para adultos, como un giro de timón en su trayectoria tras conseguir que adolescentes de todo el mundo suspirasen por vampiros y hombres lobo o se enamorasen de Bella, la heroína dispuesta a todo por amor; pero sin perder de vista el continuo crecimiento de su cuenta corriente, Meyer optó por cambiar aquellas criaturas por otras llamadas “almas” y mezclando de aquí y de allá, tomando prestado de la ciencia ficción, del subgénero apocalíptico, e incluso plagiándose sin recato (al fin y al cabo, mucho de lo escrito por ella está “inspirado” por otros) pergeñó -¡otra vez!- una historia sobre un amor imposible, un triángulo (aunque, las cosas como son, un tanto peculiar; en seguida abundamos en ello), unos protagonistas jóvenes que puedan empatizar con sus millones de lectores en anhelos, deseos, pulsiones, testosterona, hormonas e instintos, es decir, buscando a su público cautivo, el que esperaba anhelante una nueva saga a la que engancharse. No es baladí comparar a esta autora con J. K. Rowling y eso ayuda a dejar aún más claros los muchos puntos flacos de Stephenie Meyer (y en este caso sí nos centraremos en lo que escriben, puesto que las ocho películas en que han transformado las novelas de Harry Potter no hacen justicia a su autora, echando por tierra su cuidada planificación de la serie): la autora británica tuvo muy claro que su personaje principal iba cumpliendo años, iba creciendo, madurando, al tiempo que lo hacían los lectores y por eso fue enriqueciendo su prosa, oscureciéndola, pasando del encanto e incluso candor de los primeros volúmenes a la complejidad argumental y emocional de los finales (y tras poner, como anunció tiempo antes, el colofón con el séptimo título, sí que ha decidido probar fortuna en la ficción para adultos –aunque del cuarto tomo en adelante no puede afirmarse, al menos con rotundidad, que Harry Potter sea una lectura apropiada para los más pequeños-); sin embargo, la estadounidense sigue creando para los chavales que se deleitaron con el romance entre el vampiro y la humana, no tiene en cuenta que los años van pasando y que habrá quien se abochorne ahora por haber bebido los vientos y babeado con lo que, visto desde otra edad, le resultará ñoño, simplón o calificativos un poco más gruesos (esa prueba del algodón, enfrentar al adulto de hoy a sus gustos infantiles, que muy pocos logran superar –para eso hay que llamarse Enid Blyton, Julio Verne, Robert Louis Stevenson y por ahí-).

   Con estas premisas, The Host (La huésped) es una cinta plagada de diálogos sonrojantes y ridículos, que podría tener más mordiente (perdón por el chiste fácil) que la saga que la precede (y que a pesar de todo es más fácil de ver, menos cansina y torpe, mejor realizada que cualquiera de los filmes que componen Crepúsculo) si realmente a la autora le preocupase llegar a otro tipo de público (sin excluir a ninguno, es decir, si supiese trabajar diferentes tonos). La historia de amor (como, por otro lado, ya sucedía con la vivida por Natalie Portman y Hayden Christensen en Star Wars: Episodio II – El ataque de los clones (2002), que podría pasar a la historia como la más cursi jamás vista en pantalla) se sustenta sobre los tópicos más trillados, obligando a los actores a pronunciar frases que destilan melaza, absolutamente empalagosas, aforismos que aspiran a convertirse en lemas, a llenar camisetas, pegatinas, tazas, todo el merchandising posible, obviando cualquier elemento que pueda desviar la atención, que pueda aportar una necesaria complejidad a lo narrado. Cualquier interpretación política, cualquier traslación que pueda hacerse al mundo actual (premisa que, de una forma u otra, es base de la ciencia ficción, incluso de la más escapista), queda diluida o directamente dinamitada porque el guión ni se asoma a esos detalles, ni profundiza en cómo y por qué esas “almas” invaden otros planetas, se apoderan de sus habitantes, los ocupan y sustituyen, enarbolando la bandera de la no violencia; pero, como apuntábamos antes, la trivialización más palmaria la encontramos en el hecho de que el personaje central (el asumido por Saoirse Ronan) vive una dicotomía, tiene un “alma” dentro pero conserva su identidad, lo que provoca que sea recibida con frialdad, desconcierto, odio o resquemor por su familia, por sus amigos, por su amante, pero que la nueva personalidad (o sea, no la chica que era antes, sino el aporte, el ocupante) enamore al mejor amigo de éste, dándose la paradoja de que el cuerpo de ambas es el mismo, deviniendo este elemento casi en algo cómico que a la larga resulta irritante.

   Y eso que Saoirse Ronan trabaja con inteligencia las dos voces, las dos personalidades, la lucha y el progresivo entendimiento entre ambas, la necesaria amistad que se ven obligadas a trabar si quieren sobrevivir, pero no es suficiente para que la película levante el vuelo (es una lástima cómo, desde su descubrimiento en la excepcional Expiación (2007), la joven actriz no ha encontrado un personaje y/o cinta que la merezca –podría haber sido The Lovely Bones (2009), si hubiese encontrado inspirado a Peter Jackson, aunque poco podía hacerse con semejante material, otro de esos best sellers que abochornan por la obscenidad con que apelan a los sentimientos más básicos-). Del mismo modo, Diane Kruger (actriz que poco a poco va consiguiendo interpretaciones meritorias e incluso destacables –Copying Beethoven (2006) o Adiós a la reina (2012), donde aporta frescura frente al envaramiento y los mohines de Léa Seydoux-) ve reducidas las posibilidades de su rol a la mínima expresión, pudiendo sólo lucirse en sus primeras apariciones. Stephenie Meyer ha anunciado dos entregas para continuar la historia; miedo –pero no del bueno- da imaginar lo que puede venir, teniendo en cuenta cómo se remata esta cinta (y, a pesar de todo, no destriparemos el desenlace, para que cada cual satisfaga o no su curiosidad).   

domingo, 14 de abril de 2013

"POSESIÓN INFERNAL": DÉJÀ VU, PERO MENOS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Evil Dead DIRECCIÓN: Fede Alvarez GUIÓN: Fede Alvarez, Rodo Sayagues (basado en el guión original de Sam Raimi) MÚSICA: Roque Baños FOTOGRAFÍA: Aaron Morton MONTAJE: Bryan Shaw REPARTO: Jane Levy, Shiloh Fernandez, Lou Taylor Pucci, Jessica Lucas, Elizabeth Blackmore


   Cada generación tiene sus ídolos, sus mitos, los necesita, los busca, los fabrica, esos nombres (tanto de personajes ficticios como reales) que, de alguna manera, servirán para definirla, para explicarla, para reconocerla dentro de un tiempo (o sea, cuando otra generación esté creando su identidad o ya la tenga –o así lo crea- y se compare con las que la precedieron). Sin embargo, esta afirmación choca frontalmente con lo que viene haciéndose en el cine hace ya unos años, especialmente con el de terror, en el que continuamente se regresa a lo de antes, a los hitos, a los nombres imperecederos; pero como parece que no es posible heredar y compartir admiraciones, se prefiere copiar, hurtar, tomar prestado, inspirarse, cuando no plagiar descaradamente, repetir lo que ya se hizo pero dándole el toque del momento, reconvertir los títulos más o menos legendarios en cintas del siglo XXI (que, como sólo lleva poco más de doce años de andadura, vaya usted a saber cómo será recordado cuando los androides sueñen con ovejas eléctricas –por cierto, en el cuento de Philip K. Dick esto sucedía en 1992-); así, y con la pujanza que la ficción televisiva sigue poseyendo, acaban de estrenarse dos series que pican muy alto, ya que una narra la adolescencia de Norman Bates (pero haciéndola transcurrir en el presente, por lo que no sabe uno cómo van a hacerla enganchar con Psicosis (1960), aunque no parece que eso, por el momento, preocupe demasiado a los creadores de la misma) y la otra las andanzas del doctor Lecter antes de ser encarcelado (tras un primer capítulo carente de emoción, con un estilo alambicado, y la transmutación del psiquiatra caníbal en un detective algo peculiar, uno se teme lo peor, a no ser que la gran Gillian Anderson aporte vigor y mordiente –nunca mejor dicho-).

   Centrándonos en el séptimo arte, a pesar de buscar nuevas fórmulas de éxito, la imaginación no parece ser el fuerte de los que diseñan películas de terror, ya que se repiten hasta la saciedad esquemas, situaciones, supuestas sorpresas, muertes, escalofríos; sin duda, parte de este yermo panorama es responsabilidad del público más fanático que sólo acepta aquello que considera pertinente, desconociendo en muchas ocasiones la tradición, los antecedentes, los referentes, los filmes homenajeados o literalmente copiados (o conociéndolos, pero hablando de ellos como si hubiesen vivido el momento del estreno, hubiesen sido parte activa en la creación del mito), tratando con displicencia e incluso poco o nulo respeto a espectadores con más experiencia, considerándose la única voz autorizada, concediendo y negando calificativos positivos según los cineastas respondan a las expectativas alimentadas por ellos mismos (y así, como ejemplo reciente, han glorificado hasta la extenuación una cinta tan convencional como The Cabin in the Woods (2011), que tras un espectacular arranque pliega velas y parece un episodio más de la saga de Viernes 13, tal vez temerosa de ser rechazada por demasiada originalidad o voz propia). Si hemos ido volviendo con profusión (y con redundancia) a Elm Street, a la noche de Halloween, a Texas o al campamento Crystal Lake, parecía lógico que en algún momento alguien volviese la vista hacia una película que, alternado ciertos parámetros y haciendo de la necesidad virtud, rompió moldes, impulsó la carrera de un director y atesoró (y mantiene) una legión de fans: Posesión infernal (1981) de Sam Raimi.

   Revisado hoy día, aquel título parece haber perdido fuerza o al menos la atmósfera enrarecida, el malestar, el pánico que iba instilando en el ánimo del espectador de aquellos años, y aparecen potenciados los elementos que la convirtieron en una rara avis: los toques guiñolescos, no siempre con la pretensión de resultar humorísticos, a que obligó el magro presupuesto, las rupturas de la tensión con frases aparentemente fuera de lugar, el efectismo desaforado, señas de identidad que el propio Raimi exacerbó en las otras dos cintas que dedicó al personaje encarnado por Bruce Campbell -Terroríficamente muertos (1987) y El ejército de las tinieblas (1992)-, cayendo en ocasiones en el ridículo más sonrojante pero contentando a los seguidores de la saga. A la hora de volver a rodar Posesión infernal, Fede Alvarez (en el que es su primer largometraje) ha optado por un terror que apenas se despega de parámetros utilizados hasta la saciedad, dosificando las bromas, sin caer en lo chusco, intentando que las secuencias más gore sean las más hilarantes, lo que sólo logra en un par de fogonazos, dejando patente lo poco que ha aprendido de señores como David Lynch, Peter Jackson o David Cronenberg e incluso el primer Quentin Tarantino, capaces de provocar una mueca de asco (o el tener que apartar la vista de la pantalla) y una carcajada en el mismo plano.

   Una de las mayores sorpresas del remake de La matanza de Texas (2003) –hablemos del que puede ser considerado como tal y olvidemos el innecesario viaje a los orígenes o ese engendro en 3D que se ha estrenado en enero de EEUU- fue la elección del mismo director de fotografía de la cinta de 1974 con la que Tobe Hooper clavó en la butaca a tantos espectadores; si en la por derecho propio mítica cinta se jugaba con la sugerencia, con la elipsis, mostrando poco, adoptando un estilo documental y disparando el terror en un espacio abierto con un sol deslumbrante y abrasador, Daniel Pearl optó esta vez por crear atmósfera desde lo estético, permitiéndose todos los caprichos que no pudo concederse treinta años atrás, filmando con gusto, conformando una película que no resulta vano calificar de bella, distanciando demasiado al espectador en cuanto al miedo, pero dando una interesante vuelta de tuerca. Aquí, sin llegar a esas cotas de perfección visual, podríamos señalar algo similar: se ha mantenido con acierto un estilo sencillo, directo, básico, reconocible, pero se ha cuidado el ambiente, lo que rodea a los personajes, se prescinde de efectismos torpes o de estrambóticos movimientos de cámara que en realidad intentar suplir o camuflar carencias, aceptando sin rubor que se está rodando un filme de género que no quiere descubrir nada (en todo caso, remitir al original) pero que tampoco va a jugar con deshonestidad la baza de la nostalgia o el querer congraciarse con aquellos que, al menos en sueños, han trazado su propio storyboard de esta nueva versión. Y, por supuesto, hay sótano y Libro de los Muertos y un protagonista que, sin pretenderlo, sin imitar, recoge con empaque el testigo de Bruce Campbell (y que tiene más carisma que Robert Pattinson -aunque eso puede decirse hasta de una pintura al óleo-, aunque éste se llevase el personaje de la saga Crepúsculo por el que ambos pujaron).

sábado, 13 de abril de 2013

"LA COCINERA DEL PRESIDENTE": LOS FOGONES DEL PODER


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Les saveurs du Palais DIRECCIÓN: Christian Vincent GUIÓN: Etienne Comar, Christian Vincent (basado en las memorias de Danièle Mazet-Delpeuch) MÚSICA: Gabriel Yared FOTOGRAFÍA: Laurent Dailland MONTAJE: Monica Coleman REPARTO: Catherine Frot, Arthur Dupont, Jean d´Ormesson, Hippolyte Girardot, Jean-Marc Roulot, Philippe Uchan, Laurent Poitrenaux


   El género histórico ha gozado de un lugar privilegiado en las artes, sobre todo en lo relativo al cine: ya en la época muda hubo creadores (los que inventaron el negocio, los que lo convirtieron en algo digno, los que lo cimentaron, los que desterraron el calificativo peyorativo de “atracción de feria”) que decidieron echar la vista atrás y plasmar en imágenes lo que pudo ser el pasado, bien utilizando la Historia como elemento propagandístico, bien dando carta de naturaleza a leyendas, bien intentando ser un complemento (o un sustitutivo) de libros poco atractivos (siempre resultan así los que uno debe leer como parte del estudio), bien reescribiendo e inventando en beneficio propio (o de los que se quería apoyar); nombres como los de Cecil B. DeMille o Fritz Lang rompieron todas las barreas del momento y, al mismo tiempo, fueron imprimiendo en los fotogramas un aliento épico, espectacular, sin importar el metraje total. Como cualquier asunto, la manera de reflejar hechos históricos en la pantalla ha ido cambiando con el paso del tiempo, dando paso a, podríamos decir, diferentes subgéneros: uno de los más exitosos es sin duda el narrar la intimidad de los personajes, su vida cotidiana, convertirlos en personas con las mismas pasiones, inquietudes, virtudes y defectos que los sentados en la platea; al fin y al cabo, al margen de un espléndido fresco de la época y de un ajustado resumen de la política del momento, uno de los máximos atractivos de El león en invierno (la obra de James Goldman transformada en una poderosa cinta en 1968 por Anthony Harvey gracias al concurso de dos inconmensurables Katharine Hepburn y Peter O´Toole) es retratar el convulso puzle de la Europa del siglo XII como un drama familiar. En los últimos años se ha ido agudizando la tendencia a fijarse en sucesos muy recientes, a hablar de gentes que aún están vivas, a querer llegar más allá de lo que cuentan los medios de comunicación; tal vez la cinta canónica en este sentido (al menos por el momento) sea The Queen (2006) donde, gracias a un brillante guión de Peter Morgan, a una cuidadosa dirección de Stephen Frears y a una prodigiosa encarnación no sólo de la con todo merecimiento laureada Helen Mirren sino del resto del reparto (poniendo el acento, con toda justicia, en Michael Sheen y James Cromwell), se transformó lo que a priori pudiera pensarse como un capítulo de Spitting Image con actores en lugar de con marionetas en una historia apasionante y reveladora (por lo que cuentan las críticas, Morgan ha vuelto a lograrlo –y otra vez con la ya imprescindible Mirren- con la obra The Audience, en la que pasa revista a las reuniones privadas entre Isabel II y los, por el momento, doce Primeros Ministros que ha conocido). A partir de ahí, llegaron otras como El discurso del rey (2010) o La dama de hierro (2011) –sin olvidar, claro, las influencias de una serie capital como El ala oeste de La Casa Blanca (1999-2006)- e incluso el cine francés se atrevió a contar el ascenso al poder del que en esos momentos aún era presidente en la meritoria De Nicolas a Sarkozy (2011).

   En un país que ha dado, querámoslo o no, tantos nombres para la Historia resulta lógico que se continúe explotando el filón de desentrañar las personalidades que han ocupado el Palacio del Elíseo desde un punto de vista doméstico, intentando comprenderlas mejor (lo que no significa justificarlas o dedicarles hagiografías encendidas), conocerlas en los pequeños detalles, en sus rutinas, en su realidad cuando abandonan el despacho. De este modo, parecía muy interesante adentrarse en los recuerdos de la que fue cocinera personal de François Mitterrand durante dos años puesto que, ya que tanto se afirma de un tiempo a esta parte “somos lo que comemos” y que la frase se repite como un mantra y como si fuese la solución a cualquier problema, podía resultar muy elocuente conocer qué platos prefería el presidente, si se preocupaba mucho o poco de los menús, con qué agasajaba a sus invitados, en definitiva, detalles en apariencia nimios que servirían para perfilar su retrato, para añadir facetas, para completar nuestra visión. Sin duda, el resultado es una película agradable, simpática, sin ínfulas, sin tremendismo ni sensacionalismo, más centrada en la figura de esa mujer que, tal vez sin ser consciente de ello, trabajaba en la verdadera cocina del poder y siendo una metáfora de cómo chocan y compiten diferentes facciones por gozar del beneplácito y confianza del máximo dirigente.

   Por utilizar las metáforas culinarias, podría decirse que el filme que nos ocupa está cocinado con atención y mimo, vigilando las dosis, sin excederse en las cantidades, quedando tal vez un poco soso, pero conformando un plato que satisface y sacia lo suficiente, sin provocar digestiones pesadas. Lo más sorprendente, tal vez por el culto que hay en torno a su figura, es que Mitterrand no aparezca como tal, es decir, jamás se le nombre y que el seleccionado para encarnarlo sea el prestigioso escritor Jean d´Ormesson, quien no tiene ningún parecido físico con el personaje original, como si se hubiese querido respetar su figura, no ir más allá, no hacer un editorial y sí una cinta de “ficción”, en el sentido de que tampoco la protagonista aparece con su nombre real, camuflando un tanto lo que se narra, aunque, por otro lado, eso ayuda a que la historia sea fácil de digerir, sin referencias excesivamente locales, evitando enredarse en discursos o soflamas y, al mismo tiempo, agrandando el carácter metafórico de lo que sucede, nunca mejor dicho, en los fogones del poder.

   Hortense Laborie (el trasunto cinematográfico de Danièle Mazet-Delpeuch) es nombrada cocinera personal del presidente para atenderle directamente, sin pasar por el control del chef del Elíseo, tiene su propio ayudante y lugar de trabajo diferenciado y alejado de la cocina central que atiende al resto de trabajadores y habitantes del Palacio. El deseo del mandatario de recuperar los sabores de su infancia se traducirá en la total libertad con que Hortense busca ingredientes y se salta la férrea disciplina en lo que a proveedores se refiere para localizar los mejores productos, sin importar el precio, puesto que están destinados a la mesa personal de la máxima autoridad del país y de sus invitados. Por supuesto, la aparición de esta mujer en el Elíseo y la estimación que va ganando en el ánimo del presidente se traducirá en una guerra intestina, como lo son todas las que hacen referencia a los egos y deseos de medrar de los mediocres de alma, de los que no aceptan el papel que les corresponde, de los que cualquier elogio o galardón siempre les parece poco. Son hilarantes las secuencias en las que Hortense debe enfrentarse o sortear a los funcionarios mimetizados con su poltrona, a los que hablan de ellos mismos en tercera persona, a los que se piensan más necesarios que el propio presidente, a los que tienen más agarraderas y recursos porque nunca juegan limpio, es desternillante cómo el sentido común desarma a los que sólo se rigen por lo que está escrito, por lo que debe hacerse, por lo que ellos sancionan como tradición.

   El máximo acierto de la película es entregar el rol principal a Catherine Frot y convertirla en el eje de la misma: es una actriz muy completa que carga de contenido cada mínimo gesto, capaz de expresar comicidad, dolor, pesadumbre, enfado, con un fruncimiento de labios, aparentemente hierática porque no precisa de grandilocuencia ni énfasis para hacer creíbles sus personajes (recuérdese cómo evitó el ridículo en Odette, una comedia sobre la felicidad (2006) donde, ayudada por el cuidado que puso tanto en la escritura como en la dirección Eric-Emmanuel Schmitt, supo convertir en real el mundo imaginario de esta mujer, haciéndola adorable, querible, inolvidable). Formando un simpático dúo con el muy acertado Arthur Dupont, Frot vuelve a demostrar su dominio de la escena, orillando la parodia, apuntando lo chistoso, pero sin despeñarse por lo grotesco (lo que no evita que a veces echemos de menos un poquito más de azúcar, o sea de diversión, de chanza, en lo narrado). Sin duda, un buen plato de cocina tradicional, con la esencia que el cine nunca debería perder (que, además, nos hace creer que es muy fácil meterse en la cocina a crear y que abre el apetito hasta lograr que las tripas hagan ruido -mejor, véanla bien comidos, lo que no significa que deban llevar provisiones a la sala... ¡Coman antes!-).  

viernes, 12 de abril de 2013

"EL CHICO DEL PERIÓDICO": MALAS NOTICIAS


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Paperboy DIRECCIÓN: Lee Daniels GUIÓN: Lee Daniels, Pete Dexter (basado en la novela homónima del segundo) MÚSICA: Mario Grigorov FOTOGRAFÍA: Roberto Schaefer MONTAJE: Joe Klotz REPARTO: Zac Efron, Matthew McConaughey, Nicole Kidman, John Cusack, David Oyelowo, Scott Glenn


   Pete Dexter tiene un bien ganado prestigio que en nuestro país se reducía a su novela Paris Trout, que él mismo se encargó de adaptar a la gran pantalla en 1991 para que fuese interpretada por Dennis Hopper, Barbara Hershey y Ed Harris, hasta que Pedro Almodóvar empezó a hablar de otra novela, también publicada en español, en términos muy elogiosos, afirmando que le encantaría dirigirla y que estaba pensando en adquirir los derechos; la cosa quedó ahí, aunque él volvía a expresar sus deseos siempre que encontraba la ocasión y avanzaba algunas características de lo que a priori iba a ser su primera experiencia en EEUU. Tras varios años sin que la situación cambiase, se anunció que Paul Verhoeven iba a hacerse cargo del proyecto, el cual quedó un tiempo parado hasta que se reactivó y llegó a su conclusión cuando Lee Daniels ocupó el lugar detrás de la cámara que tanto anhelaba el manchego, aunque se afirmó que ejercería como productor y coguionista, tareas que no le aparecen atribuidas en los créditos y que Pedro no parece interesado en atribuirse. Imaginar la película que Almodóvar hubiese rodado puede ser un ejercicio sin solución, puesto que las ocasiones anteriores en que ha partido de un texto ajeno ha hecho de su capa un sayo (como es su norma), pero con motivaciones muy diferentes: él mismo reconoció que sólo tomó el título y algunas situaciones de la novela de Ruth Rendell para Carne trémula (1997), uno de sus mayores fiascos donde sólo el hilarante prólogo y las interpretaciones de Pepe Sancho, Ángela Molina y Javier Bardem aportaban aire fresco; por otro lado, siendo más fiel a lo escrito por Thierry Jonquet en su novela Tarántula, no pudo evitar salirse un tanto por la tangente perdiendo lo inquietante, ominoso y claustrofóbico del texto original, revelándose incapaz de jugar con la abracadabrante vuelta de tuerca que dejaba al lector paralizado, reduciendo el personaje de Antonio Banderas a una especie de robot, fallando palmariamente en la elección de la actriz protagonista (esa Elena Anaya a la que no se citaba en las críticas ni para bien ni para mal, más anodina que nunca, quien sin embargo obtuvo el Goya como mejor actriz del año), dejando su La piel que habito (2011) en una extraña tierra de nadie, sin brío ni emoción.

   Centrándonos en lo que podemos juzgar, o sea en el resultado final, El chico del periódico llega hasta nosotros después de que Lee Daniels fuese bendecido por Precious (2009), cinta que dinamitaba las múltiples virtudes de la novela Push de Sapphire, tanto por el absurdo y recargado guión de Geoffrey Flecther (¡Galardonado con el Oscar!) que obviaba el sentido del humor, la sencillez y espontaneidad del original como por el abigarramiento del estilo de Daniels, nada interesado en el dibujo de personajes (aunque las actrices salvasen su parte), sólo preocupado por dejar su sello en cada secuencia, ralentizando movimientos, forzando otros, pretendiendo aportar nervio, tensión, velocidad, a lo que no lo necesitaba, cayendo en la estética feísta sin sentido, exagerando y perdiendo todas las esencias del texto, desconociendo el estilo documental o el naturalista para quedarse en el rococó. Pero como ya sabemos los riesgos de que alguien se crea autor (y para colmo así le aplaudan), cuando en realidad copia mal a verdaderos creadores, Daniels sigue por el mismo camino para transformar lo que debería ser una atmósfera opresiva, abrasadora, canicular, sudorosa, de pesadilla, brumosa, a ratos onírica, deviene en algo grotesco e irreal por culpa de una fotografía de grano grueso que distorsiona la visión, por exacerbar con la cámara lo risible de determinadas situaciones que al no asentarse en lo real resultan estrambóticas, desatinadas y repetitivas (si no hay sentido de la medida, si no se trabajan sensaciones contrarias, todo es lo mismo y pierde su mordiente y la ruptura que debe ocasionar en el ánimo del espectador).

   Como en el anterior filme de Daniels, los actores siguen su propio camino y salvan los muebles, aunque el ímprobo esfuerzo que realizan no sea suficiente para solventar las carencias de dirección. Matthew McConaughey parece estar viviendo una resurrección (eran muchos los que vaticinaban su candidatura al Oscar, bien por Magic Mike (2012), bien por Bernie (2011), títulos que le han hecho merecedor de galardones y candidaturas), encontrándose cómodo en roles en los que puede dar rienda suelta a su histrionismo, sabiendo jugar sus bazas con soltura (aunque recordar que, en el inicio de su carrera, hubo quien le comparó con Paul Newman sigue provocando escalofríos); John Cusack vuelve a demostrar su efectividad a la hora de cruzar ciertos límites, refrenando cuando conviene, dosificando con tiento; Scott Glenn sigue siendo ese secundario espléndido al que parece cuesta reconocer (siempre que se habla de la obra maestra conocida como El silencio de los corderos (1991) es el gran olvidado); David Oyelowo demuestra su inteligencia a la hora de esquivar todos los escollos que presenta su personaje y equilibrar lo chocante para desterrar la zafiedad; Nicole Kidman, experta en alardes interpretativos, capaz de romper su imagen distante o fría cuando la ocasión lo requiere, se entrega como una leona, obviando la vulgaridad y evitando el ridículo aunque la cámara de Daniels quiera explotar ambos elementos, alternando tonos, yendo de lo más agudo a lo sensual sin caer en lo caricaturesco; Zac Efron es la auténtica sorpresa de la película, utilizando su cuerpo a la perfección para hacer creíble el personaje, aportando las dosis necesarias de ingenuidad, es un joven que descubre el mundo sin tiempo para procesar los sentimientos, centro de una vorágine que arrastra sin remisión a propios y extraños, una verdadera lástima que este paso de gigante en su carrera llegue en este filme.

   Uno de los estrenos más esperados en EEUU el próximo otoño es The Butler, basada en la experiencia de Eugene Allen como mayordomo de la Casa Blanca durante 34 años (atendió a ocho presidentes); el reparto incluye a Forest Whitaker, John Cusack, James Marsden, Robin Williams, Oprah Winfrey, Alex Pettyfer, Alan Rickman, Melissa Leo, Liev Schreiber, Terrence Howard, Jesse Williams, Lenny Kravitz, Mariah Carey y las maravillosas Jane Fonda y Vanessa Redgrave. Desde luego, es para que la boca se haga agua y más, pero saber que la dirección y el guión corren a cargo de Lee Daniels nos hace presagiar lo peor. ¡Ojalá tengamos que rectificar dentro de unos meses!  

miércoles, 10 de abril de 2013

SARA MONTIEL: ATRÉVETE Y VERÁS


 




   No siempre recuerdas cuándo, cómo, en qué momento te sentiste deslumbrado por alguien, cuándo decidiste rendirle pleitesía, adoración eterna, cuál fue ese instante en que te reconociste presa de su embrujo, magnetizado por su presencia, nuevo acólito de su culto; en mi caso, llegué tarde a Sara Montiel: claro que la recuerdo desde antes de tener verdadera conciencia de quién era, presencia constante en la televisión de mi infancia, uno de los ídolos de la tía Carmen, sus películas se reponían cada dos por tres, al abandonar el cine en 1973 comenzó con sus espectáculos y las revistas daban cuenta de los mismos, pero le prestaba poca atención, y eso que, por familia y gusto, mi música de cabecera, incluso mis nanas, fueron piezas de la copla, el bolero, el flamenco, el cuplé, es decir, todas las que pertenecían a mis ascendientes, a otras generaciones (y así, absorbiendo como una esponja, sin hacerme preguntas, entendí que aquello que merece, por méritos y calidad, el calificativo de clásico es siempre lo más moderno), pero no sé muy bien por qué el caso es que la Montiel se me resistía. Dándole vueltas al asunto en estos momentos en que hemos de acostumbrarnos a hablar de ella en pasado (aunque los genios, los mitos, los grandes viven en un eterno presente), creo que mi aversión o mejor dicho –tampoco era para tanto- mi rechazo, mi indiferencia, vino a raíz de aquel esplendoroso ciclo que TVE dedicó al melodrama en el que pude conocer y empezar a paladear de verdad (tenía trece años) la magna obra de directores legendarios, fue cuándo -¡Ese mágico instante!- me arrodillé para siempre ante la espectacular Silvana Mangano, me convertí en fanático del desmelene vital de Susan Hayward, consolidé mi eterno enamoramiento de Ingrid Bergman (tampoco recuerdo desde cuándo, pero su imagen acompaña mis sueños más felices hace ya mucho), cimenté mi adoración por Bette Davis, tantos y tantos nombres, sobre todo tantas y tantas señoras, reales hembras, rostros hipnóticos, fueron conformando mi imaginario más íntimo, el que sigue intacto, bien alimentado, e incorporando nuevos componentes día a día. Pues bien, resulta que en ese ciclo emitieron unos cuantos títulos de Saritísima –de hecho, la película que la unió a Anthony Mann, Serenade (1956), conocida en España como Dos pasiones y un amor, fue la encargada de cerrar las emisiones del mismo en enero de 1984- y, a pesar como digo de su veneración por ella, la tía Carmen siempre protestaba porque no le gustaban, le parecían muy poca cosa frente a los que se habían rodado Hollywood, e influenciado por ella yo tampoco disfrutaba esas noches (aunque en aquellos tiempos de televisión única, cumplíamos con la casi obligada cita con “lo que echasen” y, no hay mal que por bien, eso fue dejando un poso).

   Desde el principio, la tía había marcado unas diferencias notorias, ya que se lamentaba de que no programasen El último cuplé (1957) o La violetera (1958) –“eso sí son películas”- y sí otras muchas en las que el argumento no importaba, incluso rozaba o se zambullía en el ridículo, y cualquier excusa era buena (o inexistente) para que la Montiel atacase alguna canción. El caso es que este anhelo por ver las piezas clave de la filmografía de la manchega fue haciendo madurar en mi corazoncito el interés por su figura: quería comprender por qué provocaba esa fascinación, por qué su nombre se pronunciaba con aureola mítica, cómo era posible que hubiese trabajado junto a Burt Lancaster y Gary Cooper (recuerdo que cuando tuve noticia de la existencia de Veracruz (1954) dudé de su veracidad y pregunté a cualquiera que pudiera responderme que me confirmase el dato y me explicase la historia, si es que la conocía). Cuando tuve ocasión de visionar ambas cintas, algo empezó a cambiar: aquella mujer que hasta el momento me parecía simplona, con poca gracia, guapísima pero poco más, cuya voz me resultaba incluso molesta, pobretona, emergió ante mis ojos como una diosa absoluta, un imán para la cámara que se derretía ante sus encantos y su absoluta fotogenia, toda sensualidad y coqueteo, un cañón de señora que sabía jugar sus bazas con un perfecto dominio de la situación, que paladeaba las canciones, que las transformaba en algo propio y único, que creaba estilo, que se convertía en LA Montiel, con ese artículo que sólo merecen las enormes, las inconmensurables, las que agotan los epítetos, las que son conocidas en cualquier lugar sólo por su apellido. Y, así, mientras maduraba (se supone al menos, ¿no?) e iba perfilando, concretando y definiendo mis querencias, mi mitomanía, Sara pasó a ocupar uno de los puestos más altos dentro del escalafón de mis adoradas.

   Poco a poco, fui compartiendo y disfrutando su personaje, su manera de hablar, sus modos, sus gestos, su sentido del humor, su forma de reírse de todos empezando por ella misma, el mundo por peineta que lleva permanentemente puesto cuando ejercía de Sara; en realidad, fue su mejor imitadora, la que más se parodiaba, convirtiendo la palabra o frase más anodina en algo digno de recordar: cuando llegó la noticia del fallecimiento de Antonio el bailarín, la redactora jefe de la agencia en la que entonces trabajaba fue al archivo y buscó buenas fotos de personajes populares que le hubieran conocido o compartido escenario con él para hacerles una llamada y recabar su reacción ante el luctuoso hecho; tuve el honor de llamar a Sara y me atendió una voz juvenil, casi infantil, un poco chillona, la cual, al identificarme como periodista y contar el motivo por el que solicitaba hablar con la estrella, se transformó sin solución de continuidad en ese susurro meloso y zumbón con el que la protagonista de La reina del Chantecler (1962) enamoraba, con lo cual pensé que era mejor actriz de lo que muchos reconocían, y al decirle que me dijese lo primero que le venía a la cabeza al pensar en Antonio su respuesta me taladró y viví una epifanía: “Me tenía a-no-na-da-da”, separando las sílabas como sólo ella sabía hacer, haciendo repicar las “des”, moviendo su lengua (aunque no la veía, podía imaginarla) con sabiduría… ¿Cómo no jurarle amor eterno?

   En más de una ocasión, cuando tuve cerca un micrófono, la defendí incluso de ella, de su manera de arrastrar el mito, de su afán por aparecer en los medios por los motivos más peregrinos y decadentes, le censuré su afán de protagonismo cuando jamás lo perdió, la distorsión de su imagen y su legado, la critiqué por semejarse a otras que no tienen ni la mitad de su talento; por fortuna, supo reconvertir esa mala prensa en nuevos cimientos para su pedestal, el ganado a lo largo de tantos años, porque salió indemne de los episodios más oscuros gracias a su intuición de estrella, a su pericia para dar la vuelta a la tortilla y transformar lo patético, lo ridículo, lo esperpéntico, en otro de sus aditamentos: sus fantasías narradas como si fuesen verdad, sus contradicciones a la hora de contar su vida según a qué fuente acudamos, sus idas de olla ante la pregunta más inocente, sus rectificaciones cuando era pillada en falta, a todo sabía sacar partido para seguir siendo inolvidable. Así, por ejemplo, su “pero, ¿qué invento es esto?” (frase digna de una discípula –dejémoslo ahí- de Mihura), sus declaraciones categóricas como “estuve malísima, un año entero sin piernas”, sus peleas pactadas con Marujita Díaz a la que siempre gana por goleada (“Sara, ¿qué le pasa a Maruja contigo?”, “No lo sé” y el público rompía a aplaudir), su rueda de prensa tras la muerte de Pepe Tous en la que provocó situaciones dignas de Valle Inclán al contar cómo Zeus se había despedido de su padre, su osadía al cantar temas de Berlanga y Canut (Dinarama en ese momento), José María Cano o Joaquín Sabina, sus dúos con Gurruchaga o Montserrat Caballé, todo nos habla de una personalidad multifacética, inabarcable, a la que sólo haremos justicia si contemplamos sin prejuicios ni ideas preconcebidas.

   En estos días llenos de recordatorios y homenajes, hay que detenerse en Locura de amor (1948), uno de sus primeros éxitos (ella recordaba que el público decía “la que está bien buena es la mala”), y lamentarse porque tanto ella como Aurora Bautista se han marchado sin un Goya de Honor, ese con el que la Academia se muestra tan cicatera cuando se trata de premiar a alguien que hiciese cine durante el franquismo, tomando la parte por el todo, no valorando los logros personales, no dando a cada uno el lugar que sin duda merece en la historia del séptimo arte patrio, olvidando que el cine Rialto (el local de estreno) albergó El último cuplé durante un tiempo récord que sólo superó La violetera, negando el magnetismo, el carisma, el poderío, el sello personal de alguien que arrastrando las sílabas, vocalizando sensualmente, buscando siempre el mejor ángulo, sabiendo más de iluminación que profesionales de la materia, se elevó a los altares, se hizo mítica sin dejar de ser muy terrenal, por eso se la quería, por su cercanía, por su campechanía, por adormecerse mirando el humo (del cigarrillo en la pantalla, del puro en la vida diaria), por ser la nena de nuestros sueños, la bella Lola, esa mujer valiente, atrevida, la revitalizadora de un género y la inventora de otro que, por desgracia, se queda huérfano porque Sara Montiel es y será inimitable.