Por esas en ocasiones extrañas decisiones que toman los actores, por
esas corazonadas que el tiempo se encarga de desmentir, por esos impulsos
irreprimibles de cambiar, por esa desazón al no encontrarse a gusto, Amparo
Soler Leal rechazó intervenir en La gran
familia y… uno más (1965), continuación del enorme éxito La gran familia (1962) que había protagonizado
junto a Alberto Closas, Pepe Isbert y José Luis López Vázquez, perdiéndose la
oportunidad de seguir apareciendo en los títulos siguientes (un forzado cierre
de lo que quedó como trilogía cinematográfica con La familia, bien, gracias (1979) y un estrambote en forma de
película para televisión), aunque nadie jamás olvidará que ella era la madre de
prole tan numerosa (con la que era una alegría reencontrarse casi todas las
Navidades – o en los días previos, para ir abriendo boca-, puesto que la
reemisión de la cinta de Fernando Palacios era cita ineludible). Según ella
misma explicó, en un principio estaba previsto que repitiese rol, pero la
primera secuencia quería presentarla con su nieto en brazos, como metáfora de
que la gran familia se seguía expandiendo, y de repente, con poco más de 30
años cumplidos, le dio demasiado vértigo verse como abuela y abandonó el
proyecto, aunque su rostro ya era muy popular, no sólo gracias a su papel de
matriarca, sino a Usted puede ser un
asesino (1961) de José María Forqué –donde, por cierto, ya había coincidido
con Closas y López Vázquez-, a que muy poco después asumiría el personaje que
Gracita Morales había convertido en exitoso en las tablas protagonizando con
Concha Velasco –quien sí repetía en pantalla- Las que tienen que servir (1967) y a que su trayectoria teatral era
impecable, habiendo sabido estar lo justo y necesario a la sombra de sus padres
(Salvador Soler Marí y Milagros Leal, con los que compartiría escena cuando ya
se había ganado con creces ese “la” –la Soler Leal- que sólo merecen las
grandes), volando muy pronto en soledad por méritos propios, aprendiendo de los
mejores, los que confiaron en sus recursos y posibilidades, los que espolearon
y afianzaron su talento natural (Luis Escobar, Catalina Bárcenas, Adolfo Marsillach).
Sintetizar la trayectoria de Amparo es prácticamente imposible porque
hay mucho y bueno en lo que detenerse, que rememorar, que volver a paladear,
que sentir bien cobijado en el corazón del espectador, y, por desgracia, hay
infinidad de montajes que envidiar, que intentar imaginar, que suponer: leer
las obras en que participó, quiénes fueron sus compañeros de escena, sus
directores, nos habla de esa casta de cómicos que se hacían día a día, de esos
inmensos intérpretes que son uno de nuestros mejores patrimonios, tan
menospreciados y olvidados, tan poco conocidos por las nuevas generaciones, tan
infravalorados en general (¡Cuántas veces habrá que escuchar esa sandez que
afirma “en España no tenemos tradición teatral”! Que usted no tenga cultura,
conocimientos, curiosidad, no implica que las cosas no hayan sucedido o que las
personas no hayan existido). Y, al menos, pude ver en acción en dos ocasiones a
la Soler Leal: la primera, merendándose a unos chavales llenos de tics,
gritones, histéricos, desmedidos, intentando suplir carencias con aspavientos,
en Salvajes de José Luis Alonso de
Santos; la segunda, en la que fue su retirada de los escenarios, Al menos no es Navidad de Carles
Arberola, una obra entrañable aunque necesitada de algo más de mala uva que
ella y su compañera (la no menos maravillosa Asunción Balaguer) transformaban
en algo especial, en un deleite, en una tarde satisfactoria en la que Pablo y
yo confirmamos que los que se han criado entre cajas, los que sólo respiran
cuando el aire se impregna del serrín de las tablas están hechos de otra pasta,
puesto que Amparo tenía ya su salud bastante minada y aun así aparecía
pletórica, dispuesta, sin consentirse un desfallecimiento, todo para que la
obra tuviese el ritmo y el tono adecuados. Poco antes del estreno, Beatriz
(Pécker, por supuesto) había entrevistado a ambas en el programa que entonces
compartíamos y fue una conversación grata, divertida, dinámica, en la que
temíamos que en algún momento apareciese el mal humor proverbial de la Soler
Leal (lo uno no resta ni un ápice su enormidad como actriz) y, sin embargo,
incluso para corregir un pequeño error de Bea (empeñada en que debutaban justo
el día de descanso) tuvo el gracejo que tantas veces nos provocó carcajadas: “Entonces,
desde el día 5 –por decir una fecha- os veremos…”, “¡Qué bien saber que el día
5 ahí estaréis” y tal y cual, hasta que la cuarta o quinta vez que Bea dijo ese
número, Asunción interrumpió “perdona, pero es que justo ese día es el de
libranza; debutamos el 6” y Amparo empezó a reírse “yo iba a decirlo, pero
pensé que igual también nos tocaba actuar y no me atrevía…”
Pero una cosa es hablar de algo que ha sido muy comentado (y sufrido:
hay muchos colegas que pueden narrar topetazos antológicos con el ceño de
Amparo –aunque las aguas volvieran a su cauce con prontitud-) y otra bien
distinta airear intimidades (e incluso inventarlas, exagerarlas, publicitarlas)
como alguno hizo, arremetiendo sin orden ni concierto contra todo el mundo
(otro que, éste sí, tenía un humor de perros casi permanente), convirtiendo sus
memorias en un continuo exabrupto que restaba importancia a sus logros y a los
de sus compañeros (cuánto queda por aprender de un delicioso tomito llamado Sí, ya me acuerdo… en el que Marcello
Mastroianni pasa revista a momentos de su vida –personal y profesional- con una
elegancia exquisita). Aunque en realidad ese tipo de circunstancias, esas
bravatas importan bien poco cuando uno vuelve a conjurar ese saber decir, esa
maestría para cambiar de tono, esa versatilidad que le permitía alternar
películas como El bosque del lobo (1970),
El crimen de Cuenca (1980), Jo, papá (1975,) Bearn o la sala de las muñecas (1983), Las bicicletas son para el verano (1984) y muy especialmente Mi hija Hildegart (1977) con comedias
más o menos afortunadas en las que siempre dejaba clara su categoría (en El divorcio que viene (1979) dice un “tomaré
chipirones” –rubricado por el no menos antológico “yo también chipirones” de la
estupenda Mimí Muñoz- que vale por toda la película). Y, por supuesto, sin
olvidar su necesaria y absolutamente gloriosa participación en La escopeta nacional (1977), continuada
en Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982), ese a modo de princesa
de Éboli que sabe decir “¡degenerado!” acentuando cada sílaba, masticando el
rencor acumulado tanto tiempo, probando el dulce sabor de la venganza mientras
pisotea los frasquitos que contienen pelos de ahí mismo, haciendo justicia y
derrumbando años de machismo y misoginia, exprimiendo significados y matices
sin que se note el esfuerzo (al revés de tanto actorzuelo –espécimen que no
sólo se da en España, aunque abunde por estos lares- que sólo sabe demostrar
una falsa intensidad para hacer aún más patentes sus carencias
interpretativas). Amparo Soler Leal era capaz de crear comicidad desde la
seriedad, véase cómo entona aquello de “Torre del Oro donde las sevillanas, ¡y
olé!, juegan al corro” sin descomponer el gesto en Las que tienen que servir o su manera de regañar a López Vázquez
cuando le pide un beso mientras ella conduce –“Venga, justo en la curva”- o
porque perdió el tiempo comprando helados –“¡Hay que ver este hombre, siempre
gastando!”-en Patrimonio nacional o
su participación en Cómicos, un
programa de TVE que nos ayudó a conocer, querer y admirar algo más a gentes de
la profesión (Quique Camoiras, Irene Gutiérrez Caba, Esperanza Roy o Alberto
Closas), una hora en la que recorrían su trayectoria y escenificaban diferentes
momentos de su vida, y en el que pudimos ver a Amparo Soler Leal marcarse La canción del Rhin (aquello de “las
alegres chicas de Berlín para soñar se van al Rhin”) como si no hubiese hecho
otra cosa en su vida más que cantar cuplés.
Y me gustaría poner el colofón con uno de esos momentos mágicos que el
espectador atesora: la evocación de aquellas galas que buscaban recaudar fondos
para La Casa del Actor (y en eso seguimos, y la querida Julia Trujillo –como tantos-
se ha ido sin verla hecha realidad) y que se retransmitían por televisión, en
las que tanto aprendíamos, tanto reíamos, tanto disfrutábamos, en las que podía
participar igual Lina Morgan que Alfredo Kraus, Tony Isbert que Arévalo, Concha
Márquez Piquer que las hermanas Hurtado, en las que Mari Carrillo (madre de las
susodichas) podía estar absolutamente sensacional (algo nada novedoso, por otra
parte) evolucionando entre los boys al
ritmo del Mírame o en que Vicente
Parra podía dar paso a Si las mujeres
jugasen al mus como los hombres, pieza corta de Edgar Neville, que reunía
para la ocasión a Conchita Montes, Amparo Rivelles, Concha Velasco y Amparo
Soler Leal. ¡Si es que es para adorarlos! ¡Benditos cómicos!