TÍTULO ORIGINAL: Fuocoammare DIRECCIÓN:
Gianfranco Rosi GUIÓN: Gianfranco Rosi (sobre una idea de Carla Cattani)
FOTOGRAFÍA: Gianfranco Rosi MONTAJE: Jacopo Quadri REPARTO: Samuele Pucillo,
Maria Costa, Pietro Bartolo, Giuseppe Frangapane, Maria Signorello, Samuele
Caruana, Franceso Mannino
Meryl
Streep, presidenta del jurado que otorgó a Fuego
en el mar (aunque el que escribe no puede evitar llamarla por su
contundente y sonoro título original: Fuocoammare
-si aceptamos invasiones e incorporamos al habla mil términos en inglés que
tienen su traducción y correlación en palabras en nuestro idioma, si no nos
negamos a, por ejemplo, pronunciar “armaguedon” en lugar de decir “Armagedón”
porque así lo decretan en ciertos despachos y se opta por promocionar el filme
de ese modo, ¿por qué nos cuesta tanto hacer lo mismo con otros idiomas?-),
decíamos que, a la hora de ser coronada como la mejor película de la sección
oficial del último Festival de Berlín, la popular y magistral intérprete
declaró que la premiada representaba a un cine “urgente, imaginativo y
necesario”, elevando a la máxima categoría a un género, estilo, corriente, como
se quiera llamar, que suele ser arrinconado, olvidado y menospreciado en los
palmareses (en ocasiones tiene, al menos, sus propios galardones, esos en los
que aparece explícita su condición para, de este modo, distinguir de la
ficción, de aquello que la mayoría llama “películas”, como si el resto no lo
fuesen), en la distribución, en la difusión, en la taquilla, en el interés del
público: el documental (en parte porque durante mucho tiempo se ha utilizado,
pervertido, enrarecido, mal definido y peor realizado, porque ha sido sinónimo
de trabajo descuidado, perdido en tecnicismos, pensado en y para códigos
restringidos, para iniciados, para expertos, porque se ha olvidado que el
documental también es cine). Sin duda, es necesario que el séptimo arte mire de
frente a lo inmediato, a lo que está pasando, a lo que nos rodea, a lo que
tenemos al lado e ignoramos con toda la premeditación o, sencillamente,
desconocemos al no hacerse eco ningún medio de comunicación (y el cine lo es,
al menos de difusión, es una plataforma que da visibilidad), por mucho que el
tiempo sea un magnífico aliado para analizar, asumir, concretar, investigar, no
tergiversar, no suponer, no fantasear, no inventar, no mentir, para narrar y
fijar hechos probados, es deseable (y casi imprescindible, se atrevería a decir
uno, valorando exclusivamente desde la deformación profesional, no se va a
negar, pero se impone abordar determinados asuntos aplicando la ética
periodística -no es un oxímoron ni una entelequia por mucho que la lamentable,
dolorosa y patética situación actual, la de ya hace demasiados años por
desgracia, haga pensar lo contrario-, recuperar las virtudes del ejercicio
responsable de la profesión), es deseable, decíamos, que el cine se meta en el
barro, sin red, sin completa seguridad, explorando, sorprendiéndose,
descubriendo sobre la marcha, reaccionando en el momento, sin poder
reflexionar, un cine urgente, nervioso, tenso, dubitativo en el sentido de
desconocer qué sucederá después, un cine directo, sin cortapisas, sin discursos
aprendidos, un cine involucrado, que tome partido, que remueva conciencias, que
provoque diálogo, que señale con el dedo, que saque del letargo, de la
comodidad, de la zona de confort, que agite las neuronas y las haga trabajar y,
sí, al huir de lo establecido, de lo mil veces contado, al husmear sin freno,
al poner el foco sobre otras cuestiones (nuevas o inexploradas, arrumbadas o
emergentes), al no esperar el tiempo necesario para trazar una ficción en torno
a ellas (o a tratar como tal lo que antes fue noticia -o ni tuvo un pequeño
recuadro en páginas interiores-), al, de alguna manera, ir contracorriente (o
de espaldas a lo que se pregona como más demandado), podemos estar hablando de
un cine imaginativo.
Y es
Gianfranco Rosi un cineasta especializado en documentales, no es un recién
llegado, no es alguien que se sube al carro de lo que se presenta como una
oportunidad para adquirir prestigio, notoriedad, fama, halagos, una plataforma
desde la que impulsar otros proyectos, no es un aprovechado que ve la ocasión
de hacer caja, no es un intruso que reinterpreta a su conveniencia qué es
documental y vicia el género desde el mismo punto de partida, no es alguien que
venga a manipular imágenes ni a proferir proclamas, soflamas o discursos maniqueos
cuando no demagogos, es alguien que busca posar su cámara en aquello que
debería resolverse, aquello que no debería ser una patata caliente que sólo se
utiliza con fines electorales, para cosechar simpatías y apoyos, aquello que
incendia debates, manifestaciones (en todos los sentidos), arengas,
posicionamientos, campañas publicitarias, movimientos sociales, hablando en
términos muy generales, que suelen apagarse poco después y que recurren a una
retórica (cuando lo hacen) altisonante armada sobre palabras a las que se
despoja de contenido y significado para convertirlas en proyectiles contra el
contrario, para emplearlas en beneficio propio, para ofrecerse como adalides de
las mismas, para practicar un (cuando menos) cínico ejercicio de gatopardismo,
nunca mejor convocado aquello puesto que Fuocoammare
transcurre en Lampedusa, el lugar que hizo clamar al Papa Francisco “hemos
caído en la globalización de la indiferencia, nos hemos habituado al
sufrimiento del otro”, la isla que política y administrativamente pertenece a
Italia pero geográficamente es africana, la isla que tiene Túnez más cerca que
Sicilia, uno de los principales puntos de entrada de aquellos inmigrantes que
buscan ingresar en el espacio Schengen de la Unión Europea. Y Rosi lleva su cámara
hasta ese lugar para captar la cotidianeidad, la realidad de sus habitantes, su
convivencia con la tragedia, su proximidad al drama constante, al flujo
incesante de personas que huyen de un infierno y son engañadas, extorsionadas,
saqueadas, hacinadas, pateadas, maltratadas, humilladas por aquellos que,
aprovechándose de sus ilusiones, sus miedos, sus esperanzas, sus quimeras, sus
necesidades, les exprimen económica y humanamente, les prometen un paraíso, los
lanzan hacia un precipicio, un muro infranqueable, en ocasiones la muerte, pero
el director no quiere ser tremendista, evita lo morboso, lo terrorífico, lo que
pueda herir la sensibilidad del que ha pagado una entrada, acierta en este
planteamiento, no todas las imágenes deben ser difundidas sin recato, no es
censura, no es coartar la libertad de expresión, se trata de no recrearse en lo
que, por desgracia, se conoce, en lo que hay seguir contando, por supuesto,
pero no precisa de más imágenes dantescas, basta con cifras, con testimonios,
con documentos, con las consecuencias, con lo que queda cuando los cadáveres
han sido retirados (en ese sentido, uno de los mejores planos de la película es
el de la bodega vacía de una embarcación, el recordatorio de cuántas personas se
apiñaban allí intentando respirar).
Al marcar
tanta distancia, al tomar otro derrotero, al poner el foco en las pequeñas
historias de algunos lampedusianos, al dejar la tragedia como un eco a veces
excesivamente lejano, al entretenerse en narrar con prolijidad y excesivo
metraje la visita de un chaval al oculista, sus juegos con un amigo, la lucha
contra el mareo cada vez que sube a una barca (siendo de familia de pescadores,
oficio fundamental para la subsistencia de la isla), al no querer excederse,
Rosi anula en parte su propia mirada, necesaria para que el filme adquiriese
entidad y no pareciese un mero sucederse de secuencias que no llegan a concretar una narración. Puede que alguien reclame/recuerde en este momento la
necesaria objetividad periodística, ya que antes se habló de la incorporación
de ciertas características de ese oficio para que el cine documental se
desprenda de sus lastres y se desarrolle con el vigor preciso, pero se da el
caso que tal cosa no existe, sí podemos hablar de ecuanimidad, imparcialidad,
contrastación de datos, diferenciar éstos de lo que son opiniones (y que éstas
se basen en argumentos sólidos, en hechos, no en rumores, suposiciones,
invenciones), pero todo eso no evita (todo lo contrario) que sobre esas
premisas construyamos una línea editorial, una reflexión, un análisis, aquello
que da al documental su carta de naturaleza, su razón de ser. Se echa de menos
en Fuocoammare, y más hablando de lo
que habla (aunque sea casi entre líneas), una mirada menos contemplativa, menos
fría, menos contenida (aunque a ratos a uno le viene más a la cabeza el
adjetivo “reprimida”, como si no se quisiera molestar, como si se pretendiese
vender una imagen de compromiso que no es tal en la medida en que dejamos fuera
de campo lo que ya hemos visto en los noticiarios), una mirada más personal,
más furiosa, más apasionada, se puede conmover sin golpes bajos ni truculencias,
satisfaría mucho más que uno se removiese en la butaca por lo que le están
contando que por lo que está evocando, por lo que ya conoce antes de entrar a
la sala, que el cineasta escarbase un poco en cómo es posible mantenerse
indiferente y ajeno a lo que sucede a pocos metros de donde uno come, duerme,
estudia, vive (aunque hay un plano muy breve pero tremendamente significativo que capta a la perfección aquello
que denunció el Papa, algo que tristemente define el mundo en que vivimos: una
señora faena en la cocina mientras escucha la radio y, cuando el locutor habla
del número de inmigrantes que llegaron la noche pasada y hace recuento de las
bajas, suspira un “¡Pobre gente!” sin descomponer el gesto y sigue preparando
el guiso -grandísimo momento que, por desgracia, apenas tiene réplica o continuidad-). Trabajando con hechos similares, convirtiéndolos en ficción lo justo
para que todos aquellos que salen huyendo si escuchan la palabra “documental”
entrasen en la sala, Gianni Amelio hizo una denuncia que, cambiando un par de
nombres, sigue vigente, plasmó un drama que, aunque varíe el escenario, aún no
está resuelto del todo: Lamerica (1994)
poseía muchas de las virtudes que Fuocoammare
podría y debería tener, aunque sea necesaria (que, al menos, asome la punta
del iceberg).