He tardado en ponerme a la tarea de escribir este obituario, en parte
porque me he entretenido a propósito con otras cosas, porque me he hecho el
remolón, porque he dado muchas vueltas a qué decir sobre un actor de quien jamás
podré olvidar algunas interpretaciones que me resultan legendarias, que me
impactaron, me dolieron, me emocionaron, se me metieron muy dentro, me
agarraron las tripas, me hicieron reflexionar, ser (sin duda) mejor persona,
admirarme ante la manera en que, sin perder de vista la participación
imprescindible de unos guionistas y directores espléndidos que coadyuvaban al
milagro artístico, Federico Luppi atrapaba la vida y nos la daba masticada,
vívida, honesta, sin paliativos, mágica y terrible, implacable y maravillosa,
con sus luces y sus sombras, irresistible, devolvía las ganas de seguir
caminando, peleando, afrontando y enfrentando, llenando de sentido y contenido
palabras que algunos quieren apropiarse o reinterpretar en su beneficio, sin
dulcificaciones, sin esquivar la mirada ni negar lo evidente, sin paños calientes,
precisamente por todo eso con la capacidad fieramente humana (no me cansaré de
robar a Blas de Otero un retrato tan certero, tan deseable, tan en carne viva)
de no dejarse vencer; pero ha sido en la hora de su muerte cuando se ha hecho
presente la otra cara de Luppi, la privada, aquella en la que es un déspota, un
maltratador, un violento difícilmente contenible, alguien a quien no se puede (ni
se quiere) defender ni justificar, cuyos delitos (porque así están contemplados
y sancionados) no se han de obviar ni esconder, porque no pueden quedar aún más
impunes de lo que ya lo han hecho.
Hay quien habla (en estos momentos y en general, recuerdo que algún
programa nocturno tocamos el asunto) de separar la vida privada de la pública,
sí, también de la necesidad de reinsertar en la sociedad a personas que pagan
sus culpas (sus crímenes), de no estigmatizar ni condenar de por vida por lo
que en ocasiones no es más que un error, una actuación indebida provocada por
la desesperación o por la mala (peor) suerte, de acuerdo, pero como en todo no
conviene, no es posible, generalizar, hay que analizar caso por caso: no se
puede reclamar derecho a la intimidad para delinquir, no se puede mezclar en el
mismo saco ni equiparar lo deleznable con la libertad individual para llevar
unos hábitos de vida que nadie puede prohibir (por más que hay quien lo
intenta) mientras no se impongan por la fuerza ni conculquen los (mismos) derechos
de los demás (ahí está el detalle, el trascendental detalle) ni vulneren las
leyes aceptadas como tales, difícilmente podemos seguir metiendo debajo de la alfombra
un asunto que no es doméstico por más que suceda en lo que paradójicamente (en
ese momento en concreto) llamamos hogar, ya está bien de repetir aquella
salmodia de “entre marido y mujer, el dedo no hay que meter” cuando se trata de
golpes, vejaciones, amenazas y cumplimiento de las mismas, conductas (o
salvajadas -la otra palabra se me antoja demasiado neutra e incluso atenuante-)
que, por desgracia así se confirma trágicamente casi a diario, son reincidentes
e imposibles de erradicar, no basta con el hecho de haber cumplido una condena
(que en demasiadas ocasiones llega cuando no hay solución, cuando hay que
seguir sumando víctimas mortales). En este sentido, sin querer disculpar ni un
ápice a Luppi, ¿de qué valen ahora todas esas voces que en las redes sociales, aquí y allá acusan y confirman
tantos años después lo que, al menos públicamente, callaron e incluso puede que
negaran en su momento? ¿Por qué esos que se reconocen como testigos de la
violencia no tienen reparos en salir a la luz ahora que (y esa es la base de
todo Estado de derecho que se precie) él no puede defenderse? Que no se crean a
salvo de devenir en cómplices porque no veían sus películas ni pregonaban sus
méritos y virtudes interpretativos, que no se sientan superiores porque no
aplauden al actor, que no pretendan dar lecciones de moral, innecesarias aunque
no fuesen tan torticeras como las de estos buenos ciudadanos que, ahora sí, se
indignan porque un villano sea tratado como un héroe. Y aquí volvemos al punto
de partida: ¿Se puede seguir admirando a alguien así? ¿Se puede separar lo
personal de lo meramente artístico cuando es algo tan terrible, tan reprobable,
tan condenable, tan indigno? Lamentándolo muchísimo porque supone querer
arrancar de cuajo emociones muy hondas, uno no puede ahora mirar igual al Luppi
de la pantalla (algo que se seguirá haciendo, al menos en esos títulos a los
que uno regresa como reconstituyente, como alimento vital, como inyección para
los momentos de flaqueza -llámenme contradictorio, tal vez si llegasen como
novedad se recibirían de otra manera pero a estas alturas de la película, nunca
mejor dicho, es muy difícil borrar y/o negar lo que es parte básica de la
memoria de este espectador-) por más que sus personajes sean los que zarandean,
conmueven, ilusionan, sirven como acicate y/o ejemplo, no se puede negar su
grandeza artística -tampoco se trata de ir contra uno mismo o pretender borrar
de un plumazo lo que hubo (ahí están la hemeroteca, los archivos sonoros, las
conversaciones con amigos, el historial en Facebook, el almario que se acepta
como es y no se maquilla ni niega la evidencia)-, lo experimentado tan
intensamente en la oscuridad de la sala está a flor de piel, en un rincón (o
muchos) del alma, pero la decepción sufrida al constatar lo poco de admirable y
modélico que tenía alguien a quien se consideraba un referente ético pesa mucho
en el ánimo (en parte porque no se quiere permanecer impasible, no se puede
obviar la violencia contra los demás, no se puede ignorar lo que se condena en
otros).