TÍTULO ORIGINAL: The Shallows DIRECCIÓN: Jaume Collet-Serra GUIÓN: Anthony Jaswinski MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Flavio Martínez Labiano MONTAJE: Joel Negron REPARTO: Blake Lively, Óscar Jaenada, Angelo Jose, Lozano Corzo, Jose Manuel, Trujillo Salas, Brett Cullen, Sedona Legge
Solemos hablar de claustrofobia cuando nos encontramos en un lugar
cerrado no demasiado amplio en el que aire se va enviciando progresivamente y
el oxígeno empieza a escasear (o, al menos, así lo siente la persona que no
consigue refrenar esa sensación de angustia) o cuando nos sentimos apretujados
en una multitud o cuando tenemos dificultades para encontrar la salida,
hablando en términos muy generales; gracias al cine sabemos que no conviene
sentarse de espaldas a la puerta de un local porque no veremos el rostro de quién
se acerca a nuestra mesa ni las intenciones que parece albergar o que es muy
práctico (e incluso salva vidas) hacer un repaso de las posibles vías de escape
(las de emergencia así señalizadas o cualquier resquicio por el que
escabullirse si vienen mal dadas o, sencillamente, queremos desaparecer a la
mayor velocidad posible) cuando llegamos a un escenario que desconocemos. Pero existen
directores capaces de transformar en opresivo, en trampa mortal, en una especie
de puño virtual que se va cerrando atrapándonos y cuyos efectos de tal acción se
experimentan en cuerpo y mente por mucho que la mano que se cierne sea
invisible: así, sin irnos más lejos, lo demostró el gran Carlos Saura en una de
sus obras maestras, La caza (1966),
encerrando a sus personajes a pleno sol, a campo abierto, en medio de una
naturaleza hostil y agreste que se muestra implacable con el extraño, desarrollando
una metáfora que reflejaba la crueldad de la dictadura (y que, por supuesto, la
censura no supo ni atisbar) y el modo en que ésta enclaustraba a las personas
dentro de sí mismas, tal vez la reclusión más rigurosa que imaginarse pueda;
una de las secuencias más escalofriantes que quien escribe recordará por
siempre (y que en cada revisión vuelve a causar estragos) es aquella en que el
maestro Hitchcock, con precisión de orfebre, midiendo el tempo con metrónomo,
va llenando de pájaros una estructura erigida para que jueguen los alumnos de
la cercana escuela mientras Tippi Hedren fuma indolente e inconsciente de la
amenaza: por mucho que parezca que hay espacio y posibilidad de escapar, el
hecho de que las aves se encuentren en su hábitat, con todo a su favor (y de que
sean niños las víctimas), provoca más sudores y nerviosismo, más espanto que el
hecho de que la protagonista sea hecha prisionera en una habitación (momento
espantoso, no cabe duda, pero ahí en parte actúa el propio miedo de los
animales buscando también un hueco para regresar al aire libre). Resulta
imposible no recordar aquella joya del suspense, esa magnífica muestra de lo
que es la tensión bien graduada y controlada, el modo en que Steven Spielberg
supo (como los grandes clásicos: él empezaba a serlo ya en ese momento) exacerbar
el miedo plausible, el verosímil, el que hunde sus raíces en lo cotidiano, el
que irrumpe incontenible cuando nos sentimos vulnerables, cuando el enemigo
tiene unas mandíbulas poderosas y un instinto asesino que sólo se sacia con
sangre (y durante un tiempo concreto). Pero una de las cualidades de Infierno azul que conviene destacar
desde el principio es que no intenta copiar Tiburón
(1975) en ningún momento, más allá de recurrir a un escualo gigantesco
voraz para que el espectador se quede anclado en la butaca (o quiera salir
corriendo).
Jaume
Collet-Serra es un cineasta español afincado en EEUU desde que comenzó sus
estudios en el área en que, se quiera o no, posee un cierto prestigio. Tras un
debut un tanto polémico puesto que Paris Hilton figuraba en el reparto, aquella
La casa de cera (2005) que provocaba más
risas y/o bostezos que sustos, y su paso por ¡Gool 2! Viviendo el sueño (2007), centró su trabajo en el terror y
el thriller, primero con La huérfana (2009),
un pastiche lleno de referencias que no acababa de encontrar su propio camino, y
después formando tándem con Liam Neeson al que ha dirigido en Sin identidad (2011), Non-Stop (Sin escalas) (2014) y Una noche para sobrevivir (2015). Haciendo
un paréntesis en esa colaboración (que tendrá continuidad en The Commuter, su próximo proyecto
conjunto), Collet-Serra presenta la que es su película mejor acabada y
centrada, una sólida cinta de acción (aunque, paradójicamente, no cambie de
escenario) con la dosis adecuada de inquietud, de adrenalina, de miedo ante lo
(des)conocido, consiguiendo con soltura y sabiduría la implicación emocional de
la platea porque va al grano sin hacer concesiones ni pretender descubrir la
pólvora, transformando un paraje idílico de difícil acceso pero del que no
parece complicado marcharse en una ratonera a cielo abierto, convirtiendo los
pocos metros que separan a la protagonista de la orilla de la playa (es decir,
de su salvación) en una distancia maratoniana, en un obstáculo insalvable, en
una condena que se antoja inevitable. Haciendo un dibujo rápido y con apenas
unos trazos, los suficientes para poder comprender el modo en que razona y tener
una vaga idea de los conocimientos que posee y puede utilizar en la lucha
desigual y a contrarreloj que se ve obligada a afrontar, el guión se muestra
muy solvente a la hora de hacer verosímil el personaje principal (y casi único,
compartiendo honores con un tiburón que, al modo en que hiciera legendario
Spielberg, intuimos y tememos al presentirlo más que vemos), su destreza a la
hora de improvisar y evitar males mayores en las heridas que sufre cuando
intenta escapar, bondades de la escritura de Anthony Jaswinski que se vendría debajo
de no haber recaído el peso de la cinta sobre los hombros de una Blake Lively que
despliega carisma, contundencia, una intérprete que preocupa al público, cuyo
destino interesa y se comparte durante las horas angustiosas que el filme
refleja con acierto y autenticidad al no recurrir a truculencias, a efectos de
cámara, a virguerías visuales que vacíen de contenido (el imprescindible, ¿para
qué más? ¿Por qué tienen que justificarse las películas que sólo buscan -¡Como
si fuese poco!- entretener) la peripecia.
Es
posible que haya espectadores que, por el hecho de estar también dirigida por
un español (Rodrigo Cortés) y porque transcurre -esa sí- en un único espacio
cerrado (un ataúd), evoquen Buried (2010)
durante la proyección de Infierno azul,
tal vez sin saber que en la vida real ambas cintas poseen lazos muy estrechos,
puesto que Blake Lively es la esposa de Ryan Reynolds, protagonista sin otro
compañero en pantalla de aquella película. Y el caso es que, más allá de esta
circunstancia que, si se quiere, es más propia de las notas de sociedad que de
un análisis meramente cinematográfico, puede traerse a colación Buried como ejemplo del modo en que la
grandilocuencia, la soberbia, la pretensión de estilo de un narrador anula las
potencialidades de una obra, no provocando ni una respiración acelerada ni un
espasmo de desazón en alguien que, como un servidor, siente ahogo en un
ascensor cuando va demasiado lleno y su subida resulta lenta, mientras que
Collet-Serra consigue que su amenaza sea real con los mínimos elementos, sin
atosigar más de la cuenta, sin forzar, confiando en el material que maneja, dejando
que la actitud implacable del depredador se adueñe de la pantalla y el cerco se
vaya estrechando, poniendo el acento en el factor humano, o sea, en la actriz,
en esa Blake Lively que demuestra sus múltiples cualidades (sólo es necesario ver su rostro para horrorizarse ante lo que está mirando, lo que sus ojos expresan y dejan patente sin necesidad de un momento sanguinolento que rompa el clímax por evidente -y como el cineasta nos deja imaginarlo, el pánico se dispara sin freno-), su altísima capacidad para
generar empatía (tal vez afianzada, a otro nivel, gracias a su participación en
la exitosa serie Gossip Girl (2007-2012),
triunfo televisivo que la convirtió en estrella). Por encima de todo, Infierno azul es un espléndido
entretenimiento que consigue algo que, por desgracia, escasea de un tiempo a
esta parte: no se consulta el reloj durante su visionado (y es que, además,
apenas dura 90 minutos y esa condensación ayuda a que la atmósfera sea a ratos
aún más irrespirable).