TÍTULO ORIGINAL: Our Kind of Traitor
DIRECCIÓN: Susanna White GUIÓN: Hossein Amini (basado en la novela homónima de
John le Carré) MÚSICA: Marcelo Zarvos FOTOGRAFÍA: Anthony Dod Mantle MONTAJE: Tariq
Anwar, Lucia Zuccheti REPARTO: Ewan McGregor, Stellan Skarsgard, Damian Lewis,
Naomie Harris, Mariya Fomina, Dolya Gavanski, Velibor Topic
John
le Carré tuvo fortuna desde sus inicios como novelista, puesto que le bastaron
tres años y tres títulos para conseguir éxito y prestigio (es muy reseñable
este último, tan escurridizo cuando se trata de laurear y reconocer méritos de
un autor dedicado a un género popular y, por eso mismo, considerado menor por
muchos eruditos y guardianes de las esencias intelectuales que niegan sistemáticamente
al resto) y tan sólo un bienio más para iniciar una relación con la gran
pantalla que, con mejores o peores resultados artísticos y económicos, con
intermitencias, continúa viento en popa e incluso ha experimentado en los
últimos años un fructífero renacer (al que no es ajena la televisión, medio
que, como veremos en seguida, amplificó su repercusión y conocimiento y
contribuyó a reforzar su imagen de escritor de calidad). La novela que
convenció a propios y extraños, la que todavía hoy es un clásico vigente que se
reedita constantemente y sigue vendiéndose a más ritmo que muchas novedades, un
referente del género de espionaje que se considera pocas veces igualado
(incluso ha sido un hándicap para su propio autor: todo lo que ha publicado posteriormente se mide por este rasero, a veces injusta e innecesariamente) y apenas superado (de hecho, fue considerada en
2006 por Publishers Weekly como la
mejor novela de espionaje de todos los tiempos), una auténtica revolución y
evolución en el modo de narrar ese tipo de historias cuyos ecos y secuelas
(cuando no vulgares imitaciones o copias descaradas) todavía se perciben hoy,
la fama de le Carré se cimienta sobre El
espía que surgió del frío, publicada en 1963 y adaptada al cine en 1965
bajo la batuta de Martin Ritt con un espléndido Richard Burton al frente del
reparto. Aunque, ciñéndonos a lo audiovisual, no cabe duda de que la eclosión
del ex diplomático reconvertido en novelista, su máxima popularidad entre audiencias
de lo más variado, el momento en que se convirtió en todo un fenómeno global más
allá de sus cifras de ventas (aunque éstas aumentaron espectacularmente porque
se sumaron lectores de nuevo cuño e incluso muchos que hasta el momento no se habían
interesado demasiado por el autor y/o el género) fue cuando la BBC adaptó el
libro que en España se conoce como El
topo aunque la serie se emitió en nuestro país traduciendo literalmente el
título original, es decir, Calderero,
sastre, soldado, espía (1979), un triunfo absoluto que aún permanece como
obra maestra e imbatida con un Alec Guiness simplemente magistral.
Fue
precisamente el remake cinematográfico de El
topo llevado a cabo con mimo y sumo acierto por Tomas Alfredson en 2011 (sin
olvidar la contundencia de la que perdurará como una de sus obras más
destacadas y perfectas, El jardinero fiel,
transformada en vibrante y exitosa película por Fernando Meirelles con un
emocionante Ralph Fiennes y una inolvidable -y oscarizada- Rachel Weisz), fue esa
adaptación que recuperaba una forma de hacer y narrar, un fantástico homenaje
al cine de otra época (notorio principalmente en la puesta en escena, en la dirección
artística, en la impactante fotografía de Hoyte Van Hoytema), fue ese filme de
espías al modo de los de siempre rodado con aliento clásico y brío
contemporáneo el que situó de nuevo a le Carré en el disparadero y a sus
novelas en los despachos de los ejecutivos, productores y creadores
audiovisuales. Y, así, llegó El hombre
más buscado (2014) que no aportaba demasiado al universo del escritor (todo
lo contrario al trivializar, perturbar y retorcer la historia original hasta
casi hacerla irreconocible), reseñable en la medida en que proporcionó la
última ocasión en que el gran Philip Seymour Hoffman fue protagonista (y volvió
a demostrar su grandeza al aportar humanidad, desgarro, abatimiento,
sentimientos a lo que era poco más que un arquetipo, un rol desdibujado, un
pálido reflejo de la creación de le Carré), y, sobre todo, una de las
miniseries mejor recibidas de este año que va llegando a su fin, un éxito
explosivo llamado El infiltrado que
ha valido a su directora, Susanne Bier, el Emmy por su esmerado, virtuoso y a
ratos bello trabajo detrás de la cámara, manteniendo el pulso (ese que a uno le
parece pierde en sus normalmente interesantes pero con problemas de acabado
películas -siempre dejan un regusto amargo, la sensación de que podrían haber
alcanzado cotas más altas, Oscar de Hollywood por En un mundo mejor (2010) incluido-), manejando el grado de tensión
con firmeza, atendiendo y desarrollando los diferentes aspectos y tonos que el
escritor mezcla en las dosis perfectas, sin olvidar detenerse en y poner en
primer plano ese factor humano que heredó de Graham Greene y al que aportó su
propio sello, elemento básico para que el lector/espectador se sienta implicado
(ya escribió alguien hace tiempo que, aunque Greene no publicase una novela así
llamada -El factor humano- hasta
1979, gran parte de su producción podría ser titulada del mismo modo porque ese
es el ingrediente fundamental de sus historias -algo, por cierto, muy
británico, recuérdese cómo también está en la base y en el epicentro de gran
parte de la filmografía hichtcockiana-). Y si bien es cierto que El infiltrado se estrenó en Reino Unido
en febrero y que Un traidor como los
nuestros empezaba su carrera comercial en mayo (es decir, poco han podido
copiar de lo visto en televisión -tal vez algún remontaje, tratamiento de la
fotografía, aspectos técnicos que puedan retocarse en la sala de montaje y
edición-), es inevitable ver la película como nacida a raíz de la miniserie,
como un añadido, como una coda, como algo que se pone bajo la sombra de una
obra que la supera en casi todos los aspectos y con la que no aguanta la
comparación, como tampoco lo hace con El
topo, filme elegante y de ritmo reposado, cualidades de las que adolece la
dirección de Susanna White. Artífice junto a Justin Chadwick de Casa desolada (2005), esplendorosa
adaptación televisiva de la novela homónima de Charles Dickens, la serie que
descubrió a Carey Mulligan (quien, salvando su portentosa interpretación en la
no menos brillante An education (2009),
nunca ha vuelto a estar mejor), curtida en televisión -ha filmado capítulos
para Masters of Sex o Boardwalk Empire, codirigió Generation Kill (2008), se hizo cargo de
la decepcionante Parade´s End (2012)- la realizadora británica sólo había
rodado una película destinada a la gran pantalla -la innecesaria continuación
de La niñera mágica (2005), La niñera mágica y el Big Bang (2010),
si bien es cierto que resultaba más entretenida y menos desastrosa que su
predecesora-, pero tampoco en esta ocasión parece haber encontrado el producto
adecuado en el que demostrar sus indudables virtudes, quedando su estilo
desvirtuado al amalgamar sin precisión ni solvencia lo que el guión tampoco
sabe concretar ni explicar, las historias de le Carré tienen muchas capas y
siempre es un reto sintetizarlas en unas cuantas secuencias, en acciones o
diálogos.
Ewan
McGregor aporta su solvencia, su sencillez y solidez interpretativas, su
potente carisma (inevitable, pero atenuado y adecuado a un personaje necesariamente
anodino, un tipo corriente, alguien del motón), forma una pareja creíble con
Naomie Harris, hay química en ese matrimonio en posible proceso de demolición
que no duda en formar frente común y solidario ante el huracán que supone la
irrupción en sus grises, mortecinas y un tanto patéticas vidas de un magnético
Stellan Skarsgard que supera en todo momento los trazos de brocha gorda que
transforman al Dilma de la novela original en un compendio de lugares comunes y
estereotipos, Damian Lewis vuelve a dar muestras de su capacidad camaleónica,
cambiando su forma de hablar y moverse una vez más, algo que no será novedoso
para los espectadores de, por ejemplo, Hermanos
de sangre (2001), Homeland en sus
tres primeras temporadas o Wolf Hall (2015)
en la que ha encarnado un Enrique VIII pleno de vigor, una presencia
arrolladora que estaba a punto de borrar al impactante Thomas Cromwell que
interpretado por Mark Rylance se ha hecho legendario en lo que a televisión se
refiere, Damian Lewis se merienda la pantalla y a sus compañeros de reparto
desde el comedimiento, el subtexto, por sus miradas y silencios, por su
inteligencia como actor, por su sabiduría para llegar hasta el alma de los
personajes, pero ese despliegue (unido a la estupenda labor del resto) no es
suficiente para que el espectador se sienta atraído por una historia que
discurre entre lo rutinario y lo forzadamente enérgico, Susanna White pisa
demasiado y a destiempo el acelerador, no consigue ni aproximarse al alto
voltaje de le Carré ni al modo (insuperable, al menos en esta ocasión) en que El topo o El infiltrado han dejado claro que este autor aún tiene mucho que
decir y hacernos gozar (y pensar, porque siempre hay tela en la que rascar si
uno quiere más allá del imprescindible entretenimiento, aunque aquí todo se
ofrezca con un tono ramplón, tosco, sin matices, sin desarrollo, precipitado,
incluso por momentos absurdo, muy lejos del original literario).