sábado, 24 de agosto de 2013

"GUERRA MUNDIAL Z": LA AMENAZA FANTASMA



TÍTULO ORIGINAL: World War Z DIRECCIÓN: Marc Forster GUIÓN: Matthew Michael Carnahan, J. Michael Straczynski, Drew Goddard, Damon Lindelof, Max Brooks (basado en la novela World War Z: An Oral History of the Zombie War) MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Ben Seresin MONTAJE: Roger Barton, Matt Chessé REPARTO: Brad Pitt, Mireille Enos, James Badge Dale, Daniella Kertesz, Matthew Fox, David Morse, Fana Mokoena, Abigail Hargrove

   En esa eterna búsqueda de lo novedoso, lo revitalizante, lo nunca visto o que al menos lo parezca, Max Brooks ha ganado por la mano (y el cuerpo entero) a tantos que han intentado hacer la película de zombis definitiva, la que debería convertirse en referente, la cinta sobre catástrofes y/o apocalipsis a la que recurrir desde ese momento, más o menos plagada de referencias políticas, con mayor o menor intención metafórica (olvidando casi todos que el máximo acierto de la desasosegante La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), obra maestra a la que querrían acercarse aunque no haya extraterrestres de por medio, es que puede verse sólo como lo que es, sin necesidad de conocer el trasfondo, la coyuntura en que fue planeada y lo que pretendía denunciar); la espléndida novela Guerra Mundial Z va más allá porque comienza cuando los humanos han vencido y parece haberse contenido la pandemia, la invasión que amenazaba con convertir al planeta en un lugar sólo para muertos vivientes, y se centra en los resultados, en los recuerdos, en las declaraciones de los supervivientes, repartiendo estopa a diestro y siniestro, censurando actitudes de los gobernantes, los militares, los especialistas, los periodistas, los especuladores, los potentados, cualquiera que pudiese manejar información vital (nunca mejor dicho) que hurtar, esconder, dosificar, tergiversar antes de que sea difundida. A través de las palabras que un investigador de Naciones Unidas va recogiendo (el factor humano que debe quedar fuera del Informe que está elaborando), conocemos lo que sucedió a escala mundial y si se supo controlar la crisis a tiempo o la manera de conducirse supuso un agravamiento; tras Zombi-Guía de supervivencia, Brooks continúa dando vueltas de tuerca, rompiendo las costuras de un subgénero en ocasiones demasiado constreñido a lo demasiado manido, acercándose al fenómeno como algo absolutamente real, con visos de transformarse en un pánico mundial, en una terrorífica posibilidad si no somos capaces de vislumbrar las señales y anticiparnos a los hechos, si nos preparamos para lo que podría estallar y arrasarnos.

   La adaptación cinematográfica, buscando acción, tal vez temerosa de alejarse excesivamente de lo que parecen demandar los fans, ha reconstruido el pasado del libro, parte de lo que los personajes narran, para meternos de lleno en la lucha, en la desesperada carrera contrarreloj por encontrar una solución definitiva, logrando una buena armonía entre lo pretendidamente espectacular (no siempre logra que así lo parezca y son las escenas menos afortunadas) y lo íntimo, entre las batallas y las tensiones burocráticas, sin obviar la censura a la llamada “seguridad nacional” que pone en peligro a la ciudadanía sin que le tiemble el pulso a nadie (y ese lapidario mantra “sólo salvamos a los que son útiles para terminar con esto” que condena al resto de la población). A pesar de dos o tres momentos muy tensos y bien llevados, moviendo masas (efectos digitales al margen) con soltura y eficiencia, Marc Forster (ese director al que nos gustaría volver a ver con el mismo brío, inspiración y potencia que hicieron posible Monster´s Ball (2001), de lejos su mejor filme) demuestra estar más cómodo en lo que es el máximo acierto de la cinta: cuando la amenaza flota en el ambiente pero no se hace presente o no la vemos (pero no porque el crispado montaje –muy especialmente de la primera secuencia, que alterna momentos brillantes con varios despropósitos- no nos lo permita porque no se centra en nada y la cámara parece poseída) o, consiguiendo que la respiración del público se contenga, en el clímax final, muy bien manejado entre pasillos asépticos y cámaras de seguridad. Esos momentos en que todo podría estallar, en que el mínimo chasquido sobrecoge, en que un gesto brusco o a destiempo podría echarlo todo a perder, inyectan más adrenalina que manadas de zombis asolando ciudades y, de alguna manera, respetan el tono y la forma de narrar de Brooks, primando lo que uno imagina, supone, teme, en lugar de detallar o resaltar los elementos más escabrosos o sanguinolentos (que los hay, pero al estar contados por alguien que los vivió resultan más estremecedores que si, sencillamente, sucediesen).

   Brad Pitt soporta sobre sus hombros el peso dramático del filme y, al menos, olvida sus tics más crispantes, su histrionismo más irritante, su esfuerzo desesperado por ser considerado buen actor, para incorporar con acierto y empaque al protagonista, con el que tal vez no logremos empatizar (ese ceño permanentemente fruncido, esa estética grunge o parecida que es casi el único estilo de Pitt –sin querer hacer un chiste, está sucio y lleno de greñas desde el principio, antes de que deba acumular sangre, polvo, sudor sobre su persona-), pero cuyo destino nos inquieta (ya que es el de todos) y ese interés da sus frutos en el tramo final como señalábamos antes. No está claro que ésta sea la película que muchos estaban esperando pero, sin duda, abre otras vías, gracias al material original, al talento de Max Brooks, ese del que todavía puede extraerse algo muy interesante (en realidad, son muchas las páginas de la novela que han quedado fuera y que darían para otro título con el que, si se tuviera menos en cuenta lo típico y se primasen los aspectos sociales, lo verdaderamente novedoso, la ironía y rebaba que destila el texto, podríamos quedarnos con la boca abierta).    

jueves, 22 de agosto de 2013

"LOBEZNO INMORTAL": A PECHO DESCUBIERTO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Wolverine DIRECCIÓN: James Mangold GUIÓN: Mark Bomback, Scott Frank MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Ross Emery MONTAJE: Michael McCusker REPARTO: Hugh Jackman, Tao Okamoto, Rila Fukushima, Hiroyuki Sanada, Svetlana Khodchenkova, Brian Tee


   Bryan Singer llegó a la dirección de la primera película sobre los X-Men sin apenas conocer el cómic y su acercamiento fue el de un neófito que no tiene ideas preconcebidas pero quiere pasárselo bien; el resultado satisfizo a los seguidores de los personajes de Marvel, a los que los rechazaban (por ser fans de la primigenia Patrulla X) y a los que, al igual que él, no los conocían más que de nombre (o ni eso). X-Men (2000) y X-Men 2 (2003) revitalizaron las adaptaciones cinematográficas de las historias de los superhéroes, primando la aventura, la peripecia, la acción, sabiendo construir personajes muy sólidos y atractivos, sin necesidad de recurrir a filosofías, oscurantismos y demás complejos con los que intentar dar una pátina que no es la pertinente, porque ya se ha señalado muchas veces que las creaciones originales ya tenían esos mimbres, esas dudas, esas luchas internas, pero por encima de todo importaba la diversión, y eso fue lo que potenciaron los guionistas, al mismo tiempo que, sin cargar las tintas pero integrándolo como elemento necesario, parte de la trama, y no como digresión ampulosa y estrambótica (tomando la palabra en su dimensión literaria) al más puro estilo Christopher Nolan, se exploraba y profundizaba en la personalidad de los héroes cuando no estaban salvando al mundo. Cuando estaba en marcha el proyecto del tercer título de la saga (de lo que lo era a todas luces, de lo que había nacido con esa intención), se decidió que Bryan Singer era el idóneo para insuflar nueva savia al mito de Superman (decisión que, a priori, parecía muy acertada) y dejó el timón de X-Men. La decisión final (2006) en manos de Brett Ratner, quien, para venir de donde venía y si miramos lo decepcionante que resultó Superman Returns (2006), salvó los muebles todo lo que pudo. Y mientras llegaba lo que era natural: el regreso de Singer a los X-Men para (crucemos los dedos) recuperar las esencias y devolver el brío a lo que ha ido deviniendo en cintas para adolescentes con bastante poca gracia.

   En ese ínterin, olfateando el dinero, los productores pusieron a circular en solitario a uno de los caracteres más carismáticos, ya que a las muchas virtudes que tenía el dibujo en sí, se añadieron las características del actor que lo encarnaba y, de este modo, llegamos al segundo filme protagonizado por Lobezno, al que sólo puede dar vida el fantástico Hugh Jackman. Actor polivalente, dotado de facultades excepcionales, un verdadero showman, con un atractivo físico que sabe jugar muy bien, conquistando a todo el mundo con su simpatía natural, sabiendo que tiene que demostrar más que otros para que se le valore, aceptando las convenciones de la industria pero sacando gran partido de ellas. Sólo alguien que dota sus interpretaciones de un peso específico, que construye sus personajes con tino y cuidado, puede salir airoso y transformar la secuencia en inolvidable en cada uno de los posibles niveles de lectura (o de sensación provocada) de su ya por derecho propio mítico baño a lo pionero en Australia (2008), extrayendo el mejor tono paródico y divirtiéndose con ello. Porque si algo no puede negársele a Jackman es su manera de entregarse, de involucrarse, de jugársela: no toma el camino fácil, no se limita a poner la mano para recoger el cheque, y eso dota de gran veracidad a Lobezno porque asume todas las piruetas, las carreras, los saltos, las peleas como algo totalmente necesario y, a pesar de los efectos, los trucos, los especialistas, al final siempre queda algún plano que demuestra que el actor ha hecho su trabajo y, eso sí, luciendo el torso todo lo que sea posible y justificable (e incluso cuando no) porque sabe que parte de los que pasan por taquilla sólo quieren deleitarse con su físico, sin poner cuidado en nada más.

   En ese sentido, Lobezno inmortal se sabe vehículo para el lucimiento de la estrella (es otra cosa que agradecer: Jackman se lo pasa bien, se divierte, adopta un tono reconcentrado las dos o tres veces que hace falta para que el personaje tenga más de una dimensión, pero no intenta hacer pasar por Shakespeare lo que es Marvel) y en eso se queda; por otro lado, habría que exigir a James Mangold (quien, además, goza de un predicamento ganado muy fácilmente, sin haber hecho verdaderos méritos para gozar de ese estatus) un poquito más de fuerza, de ganas, de alentar el material que tiene y no dejarlo todo al carisma de su actor y a centrifugar la acción cada pocos minutos. Aunque esta cinta es, tan sólo, un receso, un descanso, una transición, mientras llega lo esperado, lo que se comentaba al principio, el reencuentro entre los X-Men y Bryan Singer (aún hay que esperar a 2014, hasta mayo en concreto –al menos para el estreno en EEUU-); precisamente lo mejor de la película que ahora nos ocupa es el anuncio de lo que viene, la promesa de que volvemos a los orígenes, una breve pero espléndida secuencia que tiene lugar durante los títulos de crédito y de la que no diremos más, tan sólo rogar al público que, ya que paga una entrada (y nada barata la mayoría de las veces), se mantenga en su butaca hasta que se enciendan las luces o, si los del cine parecen tener prisa y las dan demasiado pronto, hasta que concluyan “los cartelitos” (así irán abriendo boca…).

domingo, 18 de agosto de 2013

"EXPEDIENTE WARREN: THE CONJURING": ¡QUE REINVENTEN ELLOS!


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Conjuring DIRECCIÓN: James Wan GUIÓN: Chad Hayes, Carey Hayes MÚSICA: Joseph Bishara FOTOGRAFÍA: John R. Leonetti MONTAJE: Kirk M. Morri REPARTO: Vera Farmiga, Patrick Wilson, Ron Livingston, Lili Taylor, Shanley Caswell, Hayley McFarland, Joey King, Mackenzie Foy


   Volvemos al eterno debate entre la evolución lógica y deseable de cualquier expresión artística y la permanente impostura de algunos de reinventar géneros, atribuyéndose el estatus de creadores, menospreciando, olvidando o plagiando -confiando en la poca memoria y nulo conocimiento de muchos consideradores admiradores- a los clásicos, a los que les precedieron, a los que realmente abrieron caminos, exploraron nuevos campos, influyeron en los sucesores (y, en realidad, ahora se aplaude a muchos que no dejan de copiarse a sí mismos –intentando repetir el éxito que en un momento alcanzaron- o son tan sólo copia de la copia de la copia –y así casi hasta el infinito-). Y lo que la mayoría olvida es que, para enriquecer un género, para traicionarlo (en el sentido de innovar), para revolucionarlo, hay que ser muy fiel a su historia, a sus convenciones, a su pasado; sólo de ese modo se comprenden y valoran las aportaciones, los añadidos, las novedades, las vueltas de tuerca. El máximo acierto de Expediente Warren es ofrecer un producto de gran calidad que huele a aquellas cintas de los años 70 del siglo XX que tantos adeptos ganaron para el cine de terror (no en vano su acción comienza justo en 1970) sin jugar la baza de la nostalgia o adoptar un forzado tono documental como si lo que viésemos estuviese rodado en aquel momento: se limita a contar la historia con el tono y realismo de las grandes cintas de aquel momento, evitando las truculencias exageradas, sin desaforar en movimientos de cámara o abuso de las tinieblas para ocultar carencias, sin confiarlo todo a los efectos especiales, creando una atmósfera ominosa, opresiva, acongojante, terrorífica, que nos hunde en la butaca y nos corta la respiración en varios momentos.

   James Wan es consciente del buen material que maneja y se coloca detrás de la cámara para ser un testigo más, dejando que los actores nos transmitan las sensaciones adecuadas en cada momento, dosificando elementos con gran precisión y tino, coadyuvado por una excelente dirección artística, una fotografía esplendorosa que sabe oscurecerse cuando corresponde, que juega con las penumbras para desasosegarnos, una música cuidada y medida alejada de los estándares más trillados y tramposos y un guión que es un prodigio en su composición, acumulando datos, cruzando diferentes líneas narrativas, no dejando cabos sueltos pero sin enredarse en justificaciones incoherentes o innecesarias, haciendo que la memoria del espectador, su conocimiento de las cintas a las que evoca sea un elemento activo durante toda la proyección, pudiendo anticipar alguna sorpresa (lo que no evita el sobresalto, sino que lo exacerba) y dejándonos con la boca abierta ante la sencillez y normalidad con que introduce el mundo demoníaco, jugando con miedos y sensaciones que todos hemos sentido (¿Quién hay detrás de la puerta? ¿Quién se esconde bajo la cama? ¿Qué son esos ruidos del sótano?). Todo lo anterior no significa que Wan se limite a filmar, pero no está empeñado en dejar su huella en cada secuencia: sencillamente, consiente en que el mayor lucimiento sea para lo que hay en pantalla, siendo éste el mejor elogio para un trabajo cuidadoso que sostiene la película con una firmeza que no se veía hacía bastante en este género y que se echaba mucho de menos.

   Al igual que El exorcista (1973), La profecía (1976), Al final de la escalera (1980) o Terror en Amityville (1979) –inevitable citarla, ya que los Warren investigaron los trágicos sucesos que allí tuvieron lugar y así podemos aprovechar para renegar del absurdo remake de 2005 –aquí estrenada como La morada del miedo- en el que Ryan Reynolds –el ex señor Johansson, más inexpresivo aún que Scarlett- no paraba de lucir palmito –torso y abdominales- mientras se quejaba del frío que hacía en la casa-, Expediente Warren parte de lo cotidiano, de lo familiar, de lo íntimo, para crear terror, involucrando además los aspectos personales del famoso matrimonio de investigadores, los cuales (sobre todo ella) se ven sacudidos y atacados por las fuerzas a las que se oponen. Es precisamente por la importancia y fuerza de este aspecto por lo que son tan necesarios actores como los aquí convocados, los cuales con gran economía de recursos transmiten dudas, pavores, amor, necesidad de mantener una rutina que sirva como escudo: Lili Taylor se despoja de su habitual aire de suficiencia, de su aureola de musa indie que tanta antipatía desprende, para ser una madre que tiembla, que teme por los suyos, que se va transformando sutilmente según la posesión de que es objeto se hace más patente (junto a ella se vive uno de los momentos que hace gritar al mismo tiempo a una sala llena y para ello sólo hacen falta unas manos dando una palmada y cómo la Taylor ha conseguido que su personaje nos preocupe); Ron Livingston aporta frescura y naturalidad, sin cargar las tintas aunque vive en una casi permanente encrucijada tanto espiritual como sentimental, haciendo creíbles todos los bandazos de carácter que tiene su rol al enfrentarse a fuerzas que le superan; Patrick Wilson pone su habitual efectividad y medido hieratismo para que Ed Warren tenga el empaque necesario y aparezca como la única solución posible, aportando un lado vulnerable ya que quiere evitar que su mujer se involucre más de lo debido o que su hija se vea afectada (e incluso pueda morir) por la labor que desarrollan sus progenitores; Vera Farmiga es la columna vertebral del filme, llevando a cabo una interpretación espeluznante, conmovedora, absolutamente colosal, nueva muestra de su inacabable talento (y quitándonos el mal sabor de boca, no por su culpa sino por los desaciertos del guión y de la construcción de su rol, de Motel Bates (2013), donde nada resulta creíble, mucho menos que la señora Bates tenga sus rasgos), siendo capaz de actuar en diferentes registros al mismo tiempo (como madre, como exorcista, como referente, como ejemplo, dolida, valiente, temerosa: es prodigioso cómo todo ese universo, ese carácter poliédrico, esas ambigüedades anidan y cobran sentido en la mirada de la actriz).

   Expediente Warren es de esos títulos que se inscriben con letras de oro en la historia de un género y que aceptan las revisiones que uno deseé, puesto que no se basa en fuegos de artificio o en extraños giros de guión, en efectismos que, si acaso, sólo funcionan una vez (y no hemos hablado de Annabelle, la muñeca, pero es mejor que cada uno la descubra por sí mismo; eso sí, vayan preparados porque el escalofrío está garantizado).

miércoles, 14 de agosto de 2013

"ROMEOS": ACTORES DE UN ROMANCE SIN FINAL


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Romeos DIRECCIÓN: Sabine Bernardi GUIÓN: Sabine Bernardi MÚSICA: Roland Appel FOTOGRAFÍA: Moritz Schulteib MONTAJE: Renata Salazar Ivancan REPARTO: Rick Okon, Maximilian Befort, Liv Lisa Fries, Felix Brocke, Silke Geertz


   Ha corrido mucho últimamente por las redes sociales un mensaje en el que se pedía un poco más de cultura y conocimiento antes de considerar la historia protagonizada por Romeo y Julieta como el epítome del romanticismo (en todo caso, habría que decir que la tragedia medieval entronca con la corriente del siglo XVIII-XIX en el sentido de sublimar el sufrimiento por amor) y recordaba el trágico final de la obra en que William Shakespeare inmortalizó a los amantes de Verona; del mismo modo, casi desde el momento de su estreno, para apoyar lo que el filme defendía y explicaba, la mayoría de la gente que reverenciaba Brokeback Mountain (2005) destacaba y resaltaba que, además, era una historia entre dos hombres (dos vaqueros, recuérdese –por eso molestó a tantos que no ven más allá de sus narices-) “muy romántica” o “tan romántica”, poniendo el énfasis en la “n” final y dejando los ojos casi en blanco, cuando en realidad Ang Lee (en la medida que le dejaba el guión demasiado extenso y abigarrado y un tanto complaciente que diluía la crudeza del relato original) retrataba a un cobarde, alguien incapaz de dar rienda suelta a sus sentimientos para evitar enfrentarse a los demás, alguien que prometía lo que sabía de antemano que no iba a cumplir a no ser que se reprodujese el mismo escenario (los dos solos, lejos, ocultos de la mirada del resto), alguien que destrozaba la vida de varias personas sin inmutarse (pero, bueno, tal vez hay una querencia muy generalizada a considerar amor sólo al contrariado, al que sufre: recuérdese el exitazo de Love Story tanto en novela como en película y acababa como acababa y, por otro lado, no cabe duda que se han producido verdaderas obras de arte con ese tema como fondo o como principal). Sea como sea, uno quiere interpretar que la elección del título Romeos implica cierta ironía, ciertas ganas de reírse de todos los lugares comunes que llevamos en la cabeza (es inevitable) a la hora de soñar, imaginar, anhelar, iniciar, entablar una relación amorosa, obviando, negando, olvidando o, sencillamente, mintiéndonos sobre el destino que espera al amante de Julieta.

   La cinta de Sabine Bernardi aborda el complejo asunto de las personas que solicitan una reasignación de género y acierta en el planteamiento, ya que opta por el campo de la comedia (sin caer en el disparate ni lo chusco), de la sencillez, de dejar en un muy segundo plano (casi inexistente: será el espectador el que lo añada si así lo desea) el discurso integrador, normalizador, las consignas, la necesidad de que el mundo acepte a cada uno como es, ya que es algo que se trasluce de sus imágenes; sin embargo, precisamente por ahí es porque donde aparecen los defectos o, al menos, los escollos que impiden que la película se desarrolle como debiera, quedándose un tanto en tierra de nadie, sin escarbar, sin profundizar, incluso a veces transmitiendo una idea demasiado idílica, alejada de la realidad, poco verosímil e incluso embarullada al mezclar líneas narrativas, como se diría en román paladino, amagando pero no dando. Sabiendo dejar fuera elementos que darían lugar a digresiones que ralentizarían la acción y que no merece la pena explicar a aquel que, por muchos datos que maneje, nunca los va a entender y que sólo aparecen como frases aquí y allá (el protagonista es una joven a punto a completar su reasignación, su apariencia es ya la de un hombre, y como tal se siente atraído sexualmente por otros hombres, por eso su mejor amiga le reprochará que, para eso, todo sería más sencillo si continuase siendo mujer –él, dicho con toda la intención el artículo, se siente y quiere ser hombre; eso no tiene nada que ver con a quien ama-), el guión se centra en el infierno interior de Lukas (Rick Okon), no viendo el momento en que le den cita para la operación definitiva, aún con genitales femeninos pero un hombre de cara a los demás que le han conocido como tal, cayendo en las redes de una atracción que le supera, siendo conquistado sin remisión, sabiendo que será rechazado por Fabio (Maximilian Befort) si conoce la verdad. Por desgracia, la actualidad ha venido una vez más a desmentir esa aparente convivencia tranquila y evolución de la sociedad y si bien se comprende la opción que Bernardi toma (e incluso se comparte ya que, en contra de lo que muchos afirman, no hace falta regodearse en la tragedia para denunciar, reclamar, defender), al final la cinta queda un tanto cautiva de sí misma, desaprovechando las posibilidades dramáticas de un comienzo tan rompedor (un chico que todavía es una chica en una residencia femenina, cuya verdadera condición sólo conoce la directora del lugar en que trabaja y su mejor amiga desde la infancia, lesbiana, en la que se percibe un enamoramiento y por eso en el fondo parece rechazar a Lukas, es una relación que no está todo lo desarrollada ni bien contada que merecería).

   Pero Romeos consigue interesar e incluso emocionar gracias al buen trabajo de sus dos protagonistas: Rick Okon adopta con gran sencillez su personaje y sin necesidad de alharacas o grandes crispaciones, al modo de la modélica e imprescindible interpretación de Hilary Swank en Boys Don´t Cry (1999), maneja muy bien el lenguaje corporal para recordar en los momentos en que conviene que todavía es una mujer y transmite con plausible economía de recursos su rechazo a sí misma, sus ganas de romper la crisálida y salir metamorfoseado, hombre como siempre se ha sentido; Maximilian Befort es un gran acierto ya que es el cuerpo que Lukas desea en todos los aspectos (le gustaría lucir así de varonil y le gustaría compartir intimidad con él) y utiliza muy bien su innegable atractivo como gallito del corral, luciéndolo a la mínima ocasión, poniendo el caramelo al alcance del niño que no se atreve a morderlo porque prevé las consecuencias, apareciendo ante los ojos anhelantes de Lukas como la perfección a la que él aspira y como la culminación de sus deseos sexuales y sentimentales. Todas las fallas que tiene la construcción del guión y los bandazos un tanto bruscos e incomprensibles que dan los personajes los sortean los dos actores con bastante pericia al transmitir mucha verdad, muchas emociones contenidas, mucha tensión en ese beso que tarda en llegar y que ambos desean, en sus sonrisas, en sus cruces de miradas, en esos momentos en que todo podría estallar; y aunque Befort tiene la parte más difícil porque lucha contra el estereotipo y el carácter un tanto modélico que le han otorgado, sin explotar su lado oscuro, sus miedos, el porqué de su coraza, sabe salir airoso y conquistar al público.

   Por los defectos de escritura, Romeos no alcanza la trascendencia que podría, el verdadero acierto, y en muchos aspectos queda como una cinta más dirigida sobre todo al público homosexual, cuando su planteamiento, su contenido, su honestidad (que la tiene), su mensaje (sin miedo a la palabra cuando no es peyorativa ni implica reduccionismo o lavado de cerebro) es universal (otra cosa es que no siempre es capaz de hacerlo comprensible).

 

lunes, 12 de agosto de 2013

"AHORA ME VES...": UN TRUCO NADA TRAMPOSO



TÍTULO ORIGINAL: Now You See Me DIRECCIÓN: Louis Leterrier GUIÓN: Ed Salomon, Boaz Yakin, Edward Ricout MÚSICA: Brian Tyler FOTOGRAFÍA: Mitchell Amundsen, Larry Fong MONTAJE: Robert Leighton, Vincent Tabaillon REPARTO: Jesse Eisenberg, Mark Ruffalo, Woody Harrelson, Mélanie Laurent, Isla Fisher, Dave Franco, Morgan Freemna, Michael Caine


   La magia nos atrae porque sucede ante nuestros ojos y no somos capaces de percibir el truco, sabemos que hay trampa pero no nos importa porque se trata precisamente de que no se note y de creer en la posibilidad de que lo ha sucedido lo ha hecho de verdad, sin ayudas externas; por eso uno reniega de esos programas que se empeñan en destripar algunos de los juegos más abracadabrantes, es preferible enfrentarse a ellos como si nunca se hubieran visto y, a ser posible, intentar adivinar por uno mismo cómo ha sido factible lo que en tantas ocasiones nos deja con la boca abierta. De alguna manera, podemos extrapolar este comentario al cine, al mundo del espectáculo en general: obviando a todos esos que, como público o como responsables del mismo, sólo buscan trascendencia, esos que se acomplejan si sólo hay entretenimiento, lo que buscamos en una película, en cualquier expresión artística es, por encima de todo, evadirnos, que durante unos minutos la realidad sea otra y que nos la hagan creíble sin tomarnos por tontos, sin engaños, sin trucos manidos. Todos aceptamos ciertas convenciones del género que se trate, ponemos en cuarentena la verosimilitud, mientras que el resultado sea emocionante, nos enganche, nos absorba, nos impida hacernos preguntas, nos mantenga pendientes de lo que sucede, en definitiva, pasemos uno de esos ratos (que por desgracia escasean) en los que perdemos la noción del tiempo y recuperamos el entusiasmo infantil, sentimos cómo vibramos en la butaca y no podemos despegar la mirada de la pantalla (en el caso que ahora nos ocupa).

   Tras haber sufrido el engolamiento, el empeño por demostrar que se es más listo que los espectadores, el abigarramiento típico de Christopher Nolan en El truco final (2006), filme que requería unos conocimientos más allá de lo meramente cinematográfico para poder seguirla con facilidad (y que se vio batida esa misma temporada por la agradable sorpresa titulada El ilusionista, filme sólo preocupado por contar una historia, sin pretensiones fatuas ni grandilocuentes, aunque más centrado en la peripecia sentimental que en lo que ocurría sobre el escenario –no obstante, muy bien jugado para crear ambiente y entrar en situación, proporcionando a su vez datos fundamentales sobre la psicología de los personajes-), es un deleite asistir a una proyección de Ahora me ves… y comprobar cómo toda la platea aúlla al mismo tiempo (literal, eso sucede), cómo hay un bullebulle permanente que se va acrecentando según pasan los minutos, cómo el filme consigue casi desde el primer minuto que nos sintamos parte de lo que sucede, que establezcamos redes de complicidad con los protagonistas, que seamos parte del truco, que podamos anticipar sucesos porque la información se suministra honestamente y sin trampas, porque la diversión está garantizada y no se confía todo a una apoteosis final que, más allá de la primera sorpresa, decepciona por embustera y porque, en todo caso, sólo va a funcionar esa vez, es un golpe de efecto cuyos resultados se esfuman en el aire como una burbuja que no contiene nada. Por fortuna, la película que ahora nos ocupa está mucho más cerca (sin llegar a sus excelencias, pero tampoco las necesita) de El golpe (1973) -filme con un ritmo que no decae, con un tono a medias paródico a medias esperpéntico que destila un atractivo irresistible, una gran humorada que va más allá de la pirueta final-, que de El sexto sentido (1999) –al margen de necesitar explicarse para resultar creíble o cuando menos convincente, una vez conocida su resolución pierde toda la gracia que pudiera poseer en un primer visionado-, enlazando giros, idas y venidas, consiguiendo la complicidad del espectador y su permanente asombro.

   Y al margen de la grata sorpresa que supone descubrir el buen pulso que puede mantener tras la cámara un señor como Louis Leterrier (artífice de algunos de los títulos más olvidables de los últimos años –y eso que hay dura competencia-, tales como Danny the Dog (2005), el espantoso remake de Furia de titanes (2010) o la enésima demostración de lo mal que adaptan los cómics del increíble Hulk en Hollywood), su capacidad para aglutinar la acción de diferentes escenarios sin escamotear nada, sin recurrir a un montaje precipitado, centrándose en los personajes y dotando de ese modo a la historia de un componente emocional que crea corrientes de simpatía con el espectador, sin duda el mayor acierto de Ahora me ves… es haber sabido combinar un grupo de actores que se combinan perfectamente, que se apoyan, que transmiten lo que están disfrutando. Tal vez el mejor truco (dicho con toda la ironía y al tiempo con la mayor ovación posible) sea haber despojado a Jesse Eisenberg de su soniquete habitual, de su pátina de jovencito despistado, abobado, superado por los acontecimientos, de su gesto sempiterno (el mismo de su alabada interpretación en La red social (2010), por mucho que se pareciese al del verdadero Zuckerberg) para permitirle dar un paso de gigante como actor: se echa el filme a la espalda con solvencia y prestancia, desplegando carisma y verosimilitud; además, se integra a la perfección con Isla Fisher (que tiene muchas más posibilidades de demostrar su valía que en El Gran Gatsby (2013), donde apenas podía hacer nada con el rol que transformó en mítico la recientemente desparecida Karen Black), un Woody Harrelson que sabe utilizar su histrionismo en beneficio de su personaje, no pasándose como en tantas ocasiones, exagerando sólo cuando es conveniente y un Dave Franco que parece haber heredado algo más que la sonrisa de su hermano, el estupendo James Franco. Michael Caine y Morgan Freeman dan una lección (incluso a sí mismos) de cómo intervenir en un filme de este tipo y llevarse a buen seguro un cheque sustancioso sin tener que rebajar la calidad de su trabajo, antes bien, explotando sus magníficas condiciones actorales para dotar de entidad y poso cada una de sus intervenciones. Mención aparte merece la pareja que forman los cada vez más maravillosos Mark Ruffalo y Mélanie Laurent, quienes juntos o por separado sacan oro del material que tienen a su servicio, sabiendo pasar de un tono a otro totalmente opuesto en cuestión de segundos y regalando dos creaciones impagables e inolvidables.

   Es, como decimos, una de esas cintas que uno revisará y volverá a disfrutar, pero conviene verla antes de que alguien cuente demasiado sobre ella; lo bueno de los trucos honestos, inteligentes y logrados es experimentarlos por nosotros mismos.

miércoles, 7 de agosto de 2013

"LA BICICLETA VERDE": UN CARISMA IRREDUCTIBLE


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Wadjda DIRECCIÓN: Haifaa Al Mansour GUIÓN: Haifaa Al Mansour MÚSICA: Max Richter FOTOGRAFÍA: Lutz Reitemeier MONTAJE: Andreas Wodraschke REPARTO: Reem Abdullah, Waad Mohamemed, Adbullrahman Al Gohani, Ahd, Sultan Al Assaf


   Hay obras que adquieren repercusión por elementos exógenos a ellas o, cuando menos, por las circunstancias de su gestación o por los obstáculos a los que se enfrentó el artista durante su creación e incluso después de la misma para lograr su difusión y conocimiento; nuestro juicio puede, valga el juego de palabras, ser injusto si ignoramos estos datos, ya que cuentan mucho sobre el resultado final, pero también lo es cuando, en lugar de analizar la obra en sí, lo que tenemos ante nosotros, la recubrimos de prestigio sólo por el hecho de haberse enfrentado a la censura, de haber sido prohibida en algunos lugares o haber sufrido intentos de cancelación y le colgamos un sambenito con el que tener trascendencia pero hablando más (o únicamente) sobre ello que sobre sus virtudes y/o excelencias. Así, por ejemplo, hubo una corriente lógica de simpatía hacia el filme Yol. El camino (1982), que algunos convirtieron en bandera ideológica e impusieron como título de culto al que venerar ya que cualquier crítica (por muy bienintencionada y argumentada que estuviese) era considerada traición y crimen de lesa majestad; el gobierno turco intentó por todos los medios interrumpir e impedir el rodaje de la misma, dándose la circunstancia de que el guionista y director Yilmaz Güney se encontraba en prisión, sustituyéndole sobre el terreno Serif Gören, quien siguió el detallado storyboard que le suministró Güney. Vista hoy en día, a pesar de sus muchas virtudes, no cabe duda que la Palma de Oro recibida en Cannes le viene un tanto grande (compartida además con Desaparecido (1982), una cinta que sigue resultando escalofriante y poderosa), pero respondía más a un posicionamiento del jurado en favor de la libertad de expresión y de la censura a los totalitarismos que al deseo de premiar lo meramente cinematográfico. Lo ideal, de todos modos, sería que la creación no tuviese tantas cortapisas, tantos tribunales, tantos despachos, tantos intereses, tantas mendacidades, tantos tributos que pagar para llegar hasta las únicas personas con verdadera potestad para decidir si les gusta o no, si les complace o no, si lo adquieren o no, es decir, el público (mientras las decisiones de publicar, rodar, promocionar, informar, recaigan en personas sin los conocimientos adecuados, sin la formación precisa, artistas frustrados en su mayoría que se atreven a enmendar la plana a muchos de los que pasarán a los libros de Historia –mientras de los nombres de los otros nadie se acordará, aunque sería justo y necesario que quedasen para que las generaciones venideras recuerden comportamientos que no deberían quedar impunes-, no conseguiremos llegar al nivel idóneo, al mínimo del que no deberíamos descender).

   El caso es que llega una película desde Arabia Saudí, y es una noticia para congratularse puesto que es un país en el que el cine está prohibido (se considera una ventana a otros mundos, a perversiones, a realidades que no deben ni conocerse ni compartirse ni desearse) y, para rizar el rizo, está dirigida por una mujer, con todas las implicaciones religiosas, sociales y políticas que eso conlleva; pero lo más estimulante del asunto es que La bicicleta verde es en sí misma una obra artística muy a tener en cuenta, sobre todo porque hace una clara y contundente denuncia del yugo bajo el que se vive en aquel país (poniendo el acento, por supuesto, en la condición femenina, inexistente y sepultada bajo el peso de una religión omnipresente llena de prohibiciones y castigos, que cosifica a la mujer y no le concede verdadera entidad), pero lo hace desde un tono mesurado, contenido, ligero, de agradable comedia que no necesita cargar las tintas ni abusar de la ironía o de la ridiculización, ya que confía en la inteligencia del espectador, en su amplitud de miras, y sobre todo en el material que maneja, en la historia que cuenta y en el carisma a prueba de bombas de su protagonista, todo un descubrimiento, una actriz sólida que da mil vueltas a nombres como Abigail Breslin, Dakota Fanning y por ahí: Waad Mohammed. Pudiendo establecer casi desde el principio los hilos que la unen a la estremecedora Osama (2003) o la espléndida Buda explotó por vergüenza (2007), La bicicleta verde toma muy pronto su propio rumbo al colocar en el centro de la acción a una niña que, sencillamente, sin anhelos revolucionarios, sin ganas de conflicto, sin pretender remover los cimientos de su sociedad, quiere poder jugar y hacerlo con lo que le apetece no con lo que marca la tradición y la férrea disciplina que la sojuzga por el mero hecho de ser mujer; sin duda, que el juguete codiciado sea una bicicleta es una metáfora muy acertada e idónea, puesto que ha sido (y parece que en gran parte sigue siendo) el más deseado por los chavales de cualquier lugar (no podemos dejar de mencionar a Zipi y Zape coleccionando los vales que les suministraba don Pantuflo), ese que ayuda a sentirse libre, que dota de autonomía, que invita a seguir camino.

   Lo más plausible del filme es con qué pocos pero precisos trazos dibuja la directora y guionista, Haifaa Al Mansour, los diferentes caracteres de las mujeres que centran su atención y cómo los personajes masculinos tienen entidad, autenticidad, son creíbles e incluso simpáticos (algunos en ocasiones, otros en todo momento, es decir, son roles positivos), evitando errores y maniqueísmos recurrentes en títulos de este tipo y que terminan por trabajar en contra de las buenas intenciones primigenias. Como se ha dicho, Waad Mohammed es un auténtico prodigio que devora todo y a todos porque es fotogénica hasta decir basta, poseedora de innumerables recursos y de una simpatía que arrasa, que cautiva, que llega a conmover y que sobre todo divierte por cómo maneja los hilos y engatusa a cualquiera con tal de comprar esa bicicleta verde que ha pedido le reserven por mucho que las mujeres no puedan usar ese medio de locomoción. Junto a ella, Reem Abdullah compone una madre que bascula entre la obediencia debida y la comprensión, que no desea para su hija un futuro que reproduzca la que es su realidad (su marido busca una segunda esposa ya que ella no podrá darle el deseado hijo varón), un personaje que siempre se mueve en una difusa frontera, a punto de consentir que las lágrimas la desborden y la pena la inunde, que no quiere llamar la atención y por eso reprende a su hija, pero que comprende que sólo las nuevas generaciones pueden dar un giro al timón y que deben empezar por cosas tan intrascendentes como los juegos; Adbullah economiza recursos para dolernos y sacudirnos con honestidad, transmitiendo el infierno interior, cuyas llamas la atacan con virulencia, con talante de gran actriz. Y cerrando el triángulo femenino, Ahd encarna a la directora del colegio de Wadjda, férrea defensora de los valores que deben conducir la vida (llamémoslo así) de una mujer saudí y que, sin embargo, respetando los cánones establecidos, se presenta con una apariencia muy occidentalizada, elegante y coqueta, mostrando Al Mansour de ese modo cómo las clases privilegiadas siempre salen a flote y mantienen su estatus exigiendo a los demás el cumplimiento de unos preceptos que ellas no siguen al cien por cien, pero que castigan sin remisión y recreándose en la suerte cuando alguien osa desobedecerlos (y cómo están dispuestas a acoger en su redil a la que consideran oveja descarriada cuando piensan que regresa –sin darse cuenta de que, como expresó Mari Trini en una de sus muchas grandes canciones, la niña protagonista se convierte en la mejor creyente tan sólo para ganar el concurso que le posibilite el dinero necesario para hacerse con la bicicleta-, cuando creen que es de las suyas).

   El dúo que Waad Mohammed forma con Adbullrahman Al Gohani, quien interpreta a su compañero de juegos y latente enamorado, heredero de una buena familia, sabedor de sus obligaciones pero dispuesto a saltárselas por complicidad y cariño por su amiga, ofrece algunos de los momentos más hilarantes y entrañables del cine de los últimos tiempos sin necesidad de sensiblería o infantilizaciones y, al mismo tiempo, ayuda al objetivo final de la directora, que no es otro que el de exponer la necesidad de cambios, que las creencias pertenecen al ámbito privado, al interior de cada uno, y que no deben ser impuestas ni, mucho menos, consentidoras del maltrato, vejación y anulación de una parte de la sociedad. Ojalá dentro de poco películas así no sean necesarias y no necesiten de una publicidad extra para llegar a su destino natural: las salas de cine (dato indicativo de que hay otros y otras cineastas que, sin tener que huir de Arabia Saudí, pueden contar sus inquietudes, sus deseos, sus historias).  

viernes, 2 de agosto de 2013

"HANNAH ARENDT": SER PENSANTE Y ESCRIBIENTE


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Hannah Arendt DIRECCIÓN: Margarethe von Trotta GUIÓN: Pam Katz, Margarethe von Trotta MÚSICA: André Mergenthaler FOTOGRAFÍA: Caroline Champetier MONTAJE: Bettina Böhler REPARTO: Barbara Sukowa, Axel Milberg, Janet McTeer, Julia Jentisch, Ulrich Noethen, Michael Degen


   Se dice que lo importante no es cómo llegar sino el hecho de lograrlo; de una forma u otra, podríamos decir lo mismo para hablar del conocimiento: no importa cuál sea nuestro primer contacto con algo o alguien, con la obra de un artista, pensador, cualquier oficio que aporte algo a la sociedad, mientras éste se produzca. Lo deseable es que ese encuentro tenga continuidad, despierte nuestro interés, nos provoque preguntas, curiosidad, queramos saber más, incluso para contradecir esa primera noticia, ya que no cabe duda de que lo audiovisual bebe en la Historia para reinventarla, tergiversarla o directamente crearla a su parecer obviando la verdad (e incluso lo verosímil) pero, al menos, ayuda a que sucesos, personajes, circunstancias se hagan populares. Los dibujos animados que alegraron las sobremesas de los sábados durante mucho tiempo tenían una base literaria (a veces más respetada que otras en las que tan sólo servía como mera inspiración) que motivaron que multitud de niños quisiesen leer las aventuras de Heidi, Marco, Ulises, los tres mosqueteros, Phileas Fogg, Tom Swayer, Ulises y el mismísimo don Quijote de La Mancha; por eso es una excelente noticia que el cine se haya fijado en una de las intelectuales imprescindibles para comprender el siglo XX (y los que hayan de venir), una filósofa que nunca se conformó con la versión oficial, que siempre intentó despejar incógnitas, comprender el porqué de determinados comportamientos, analizar lo que le rodeaba, escudriñar en la condición humana desde cualquier ángulo posible, siendo fiel a sí misma y a sus impulsos, renegando de los estereotipos más arraigados, de las explicaciones sin cimientos, de lo aceptado sin plantear debate. Y, por si esto fuera poco, la cinta de Margarethe von Trotta es seria, muy documentada, llena de admiración hacia su protagonista pero sin santificarla o caer en lo hagiográfico, presentándola con sus dudas, sus inseguridades, sus debilidades, mostrando y abundando en su faceta humana (indisociable en realidad de su labor como estudiosa) constituyendo un ejercicio ciertamente riguroso que, al mismo tiempo, logra captar el interés del público como obra cinematográfica, equilibrando el pensamiento de su biografiada con su peripecia vital con mano maestra, sin trivializar a Hannah Arendt pero poniéndola al alcance de los menos iniciados.

   La película acierta de pleno con el período elegido (uno de los problemas más comunes de este tipo de filmes es intentar abarcar una vida completa o buscar el episodio más escabroso o más susceptible de ser convertido en, digámoslo así, trama de ficción) puesto que se centra en los años que han convertido a Hannah Arendt en la figura que es, primero por la convulsión vivida y las reacciones airadas que provocó su trabajo, y porque con el tiempo lo escrito en ese momento ha quedado como la columna vertebral de su legado, de sus escritos, de su filosofía, de su manera de entender el mundo. Hablamos de los años comprendidos entre 1961 a 1964 cuando ella misma se ofreció a The New Yorker para cubrir el juicio al nazi Adolf Eichmann que tuvo lugar en Jerusalén; sentía la necesidad de reencontrarse con sus raíces (alemana de origen judío que abandonó su país tras un breve encarcelamiento cuando el nacionalsocialismo llegó al poder, que vio cómo el régimen le retiraba su nacionalidad en 1937 y fue apátrida hasta que en 1951 fue declarada estadounidense) y de ver cara a cara a uno de los responsables de la conocida como “solución final”, el exterminio de judíos, especialmente en Polonia, encargado del transporte de los deportados a campos de concentración. Como pensadora inquieta y permanente, como filósofa sagaz y sin freno, según escuchaba los testimonios del juicio y, sobre todo, una vez Eichmann se defendió de los cargos hablando de la obediencia debida y de la imposibilidad de negarse a llevar a cabo las órdenes que recibía, Arendt comenzó a cuestionarse muchos de los lugares comunes utilizados para hablar del nazismo, percibió la endeblez de determinados calificativos que se aceptaban sin más pero que encubrían parte de la realidad, comprendió que flaco favor se hacía a la memoria de tantos asesinados si no se ponía en la picota a los responsables pero analizando los hechos con rigor y desapasionamiento para obtener resultados verdaderamente válidos y valiosos. Pero, como tantas veces sucede, el que no corea el discurso aceptado como correcto, el que quiere ir más allá y alza su propia voz es recibido como contrarrevolucionario, traidor, cómplice de los enemigos, aquellos que reclaman pluralidad, democracia, que denuncian comportamientos fascistas y totalitarios, caen en lo mismo que denuestan y anatemizan, persiguen y linchan (en algunos casos no sólo moral y verbalmente) a aquel que con su sensatez y clarividencia obliga a replantearse, sin escuchar lo que no les interesa, quedándose sólo en la superficie para desprestigiar al “diferente” (aunque de otra manera y en otro ámbito, y tratando un asunto especialmente sensible en el que resulta complicado actuar cerebralmente y no tomar partido apasionado e incluso irreflexivo –se trata de proteger a una niña de los supuestos abusos sexuales de un adulto-, habla también de esto la nueva cinta de Thomas Vinterberg, la muy interesante La caza (2012), tomando el revelo de la espléndida Furia (1936), con la que Fritz Lang debutó en EEUU, por desgracia todavía vigente en más de un aspecto).

   Al hablar de la banalidad del mal y resaltar la mediocridad de personajes como Eichmann, incapaz de pensar por sí mismo, sin raciocinio para plantearse dilemas morales, Arendt llegaba a la médula de por qué era posible un lavado de cerebro colectivo de semejantes dimensiones, advertía de qué tipo de discursos no había que consentir, alertaba sobre la facilidad con que se pudren millones de cestos si no detectamos en un muy primigenio estadio la manzana podrida o susceptible de estarlo, pero topó con la oposición generalizada de los que sólo ven la vida como una sucesión de blancos y negros, de los que no comprenden (o no quieren comprender) que es en los múltiples grises en los que aparece el verdadero peligro; por traerlos al tema cinematográfico, recibió la incomprensión, ira, vejaciones, insultos que en su vida (desde ciertos sectores tan sólo, todo hay decirlo) provocó La vida es bella (1997) porque, según parece, se tomaba a broma el Holocausto (honestamente, hay que tener muy duro el corazón y muy impermeable el cerebro para sacar esa conclusión) o los ataques recibidos por El hundimiento (2004), una de las cintas más escalofriantes y terroríficas de la historia, una obra maestra en su forma de diseccionar el horror y sus hacedores, acusada de complicidad con el nazismo porque en una secuencia se veía a Hitler acariciando la cabeza de uno de sus perros y eso era humanizarlo y hacerlo simpático, cuando, al igual que hace Hannah Arendt en sus escritos, lo que se busca es intentar comprender (no con connivencia, no en el sentido de complicidad, de aceptar) cómo un ser humano puede despojarse de sus atributos en ciertos momentos y que sus acciones no le pasen factura, antes bien, le resulten necesarias. Por desgracia, hoy en día, algo de más de cincuenta años después de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Informe sobre la banalidad del mal son muchos los que reaccionan igual de airados y ofendidos por textos que, en realidad, los defienden, ya que no aceptan ningún asomo de autocrítica, de lo que se hace mal y en lugar de evitar que se cometan injusticias, tal y como señalaba Arendt, se coadyuva a que estas tengan lugar, ya que es mucho más sencillo mirar hacia otro lado o salvarse cada uno aunque eso suponga la caída de los propios, de los que se supone son camaradas.

   Barbara Sukowa hace una encarnación (es más que una interpretación) de esas que sólo pueden ser calificadas como legendarias: transmite con apabullante sencillez el proceso mental de esta gran mujer, sus imperiosos deseos por comprender, por llamar a las cosas por el nombre más preciso posible, su entereza a pesar del linchamiento moral, anímico, académico y personal, el juego cómplice que mantiene con su esposo, su verdadero y casi único apoyo, el segundo, un ex comunista que se enfrentó a Stalin casi desde el principio, una gran creación de Axel Milberg, quien sabe mantenerse en el plano deseable y dar otra dimensión a lo que entendemos por química en las secuencias que comparte con Sukowa. Es un absoluto regalo que una cinta como ésta logre crear tensión sin hacer concesiones ni caer en el maniqueísmo (el mismo que denuncia) ni vulgarizar el material y los personajes originales, sea legible para cualquier tipo de espectador (incluso toca su relación primero como discípula, después como amante, siempre de idolatría hasta que toman caminos muy diferentes con Heidegger) y siembre la semilla para que la filosofía de Arendt no se pierda y sea comprendida bajo el prisma correcto.