¿En qué términos medimos la grandeza? ¿Qué
baremo utilizamos? Como en cualquier ámbito, el calificativo dependerá del
gusto, del conocimiento, de la querencia de cada uno; por mucho que a
determinados artistas se les conceda el carácter de “indiscutibles”, aunque
haya ciertos nombres en los que parece haber un consenso para cantar sus
excelencias, nadie está libre de una revisión, una crítica, un análisis
pormenorizado hecho con rigor, con fundamento, con mesura y raciocinio (lo
demás, sólo es aceptable como expresión de una pasión –y a veces ni tan
siquiera eso: tan sólo bilis expulsada con furia, balido complaciente para
sentirse vinculado a algo, parte activa del aquelarre-, sea ésta del signo que
sea, pero no otorga a nadie categoría de nada –más allá de constatar la
existencia de unos incondicionales o unos detractores viscerales-). Y esta
breve y tal vez innecesaria reflexión me asalta a la hora de glosar la
trayectoria de Mike Nichols, puesto que siempre que se produce el fallecimiento
de alguien como él surge la tentación o el lugar común de afirmar que “nos deja
uno de los pocos grandes que quedaban”, tal vez porque alguno no se atreve a
llamarle “clásico” (adjetivo que en tantas ocasiones se utiliza casi como
insulto, habiendo perdido su verdadera condición, su connotación de
inmortalidad, que más parece un estigma que un reconocimiento) o porque en
realidad se sabe poco o nada sobre este señor (aquí llega, entonces, el copia y
pega que facilita Internet y que provoca que el error de uno, el dato no
contrastado, la inexactitud de aquel que mezcla lo poco que tiene archivado con
pinzas en su memoria, la equivocada atribución de méritos aparezca ante
nuestros ojos más de lo tolerable) y ya vendrán otros a decir en qué medida lo
era o lo dejaba de ser. Lo malo es que, de tan trilladas, estas denominaciones
resultan huecas y obvias, pareciendo por otro lado que ya nadie podrá alcanzar
esa grandeza que en tantas ocasiones no se sabe cimentar ni explicar (si bien
es cierto que hay generaciones irrepetibles, el cine, como cualquier arte, está
o ha de estar en continua expansión, en permanente renovación y no importa que
cambien hábitos, formatos, costumbres, preferencias, mientras que se siga
potenciando, distribuyendo, permitiendo y facilitando el acceso a lo
audiovisual) cuando, al menos desde mi humilde punto de vista (no es falsa
modestia: es, sencillamente, recordar que es una evocación particular), Mike
Nichols será uno de los grandes porque algunas de sus películas están dentro de
esa videoteca ideal (es que blu-rayteca me suena fatal…), son títulos que puedo
revisar una y mil veces y jamás pierden un ápice de brillo, de poder, de
capacidad de seducción, de disfrute proporcionado, en realidad sus virtudes
siguen aumentando, aportan novedades, son parte de mi bagaje sentimental, de mi
crecimiento personal (por mucho que esto suene a autoayuda es así: me han
ayudado a comprender mejor algunas realidades propias y ajenas).
Sin experiencia cinematográfica previa, pero
con una variada y exitosa trayectoria como actor (su dúo con Elaine May le
convirtió en alguien muy popular) y director teatral (ya había ganado dos de
los siete Tony que obtendría en esa categoría, dándose la circunstancia de que
en 1965 le fue otorgado por dos funciones –Luv
y La extraña pareja-, habiendo
logrado el último hace apenas dos años por la reposición de Muerte de un viajante con el malogrado y
llorado Philip Seymour Hoffman en el devastador rol de Willy Loman y sumando a
la lista, por terminar con el capítulo teatral, dos galardones más –es decir,
nueve en total entre 1964 y 2012- por su labor como productor en Annie y The Real Thing), Mike Nichols debuta en Hollywood trasladando a la
pantalla el éxito teatral de Edward Albee ¿Quién
teme a Virginia Woolf?, texto mordaz, a ratos hiriente, por momentos
lapidario, contundente, una sacudida, un terremoto emocional incontenible, una
de las vivencias artísticas más globales y catárticas que puedan vivirse en un
patio de butacas, una obra con muchísimas aristas que Nichols supo respetar y
potenciar, con una dirección claustrofóbica, siempre al límite, audaz,
utilizando con sabiduría el enclaustramiento del escenario, oxigenando con
acierto y mesura porque su cámara, las palabras que se cruzan, las portentosas
interpretaciones de los cuatro actores son las que más oprimen, perturban,
asfixian, golpean. Incómoda por haber conseguido un primer Oscar gracias a un
agujero en la garganta (en palabras de la gran perjudicada de esa edición,
Shirley MacLaine, segura de ganar por su participación en El apartamento (1960) hasta que una operación a vida o muerte
influyó en los votos de los académicos), vinculado el triunfo a una cinta tan olvidable
como Una mujer marcada (1960) –empezando
ese desprecio por ella misma, que jamás le tuvo ninguna simpatía-, Elizabeth
Taylor se entregó como una auténtica jabata a la oportunidad que se le brindaba
para volver a demostrar su categoría como actriz dramática, reverdecer laureles
y alcanzar otros, dejar constancia de su indudable madurez artística, jugándose
con Richard Burton la estatuilla dorada que siempre fue esquiva con el galés (y
que, a pesar del Paul Scofield de Un
hombre para la eternidad (1966), hubiese merecido por su creación en la
cinta que nos ocupa), dando ambos en conjunto y por separado un auténtico
recital, ofreciendo un gran guiñol que en sus rostros, cuerpos, gargantas,
miradas, en el pasado personal que era piedra de escándalo en la prensa
sensacionalista y el público conocía (lo que aumentaba el morbo a la hora del
visionado, lo que ayudaba a leer entre líneas, lo que hacía cobrar nuevas e
inesperadas intenciones a los punzantes diálogos), en las chispas que saltaban
en su eterna relación de amor-odio, en cómo supieron ajustarse las costuras de
los magníficos trajes creados por Albee, en cómo Nichols supo comprenderles,
encauzarles, motivarles para que transformasen el set en un ring (perfectamente
secundados por un más que meritorio e idóneo George Segal y una escalofriante
Sandy Dennis) del que salió vencedora ella, consiguiendo uno de esos premios de
la Academia que uno se atreve a calificar de incontestable, erigiéndose en la
columna vertebral de un film que aún hoy en día resulta impactante, poderoso,
electrizante.
Casi sin solución de continuidad, Mike
Nichols se hace cargo de otra adaptación literaria: la novela de Charles Webb El graduado, diana certera en toda la
línea de flotación del conocido como “sueño americano”, retrato lapidario de
una generación desorientada, desafecta, reacia a repetir/conservar los ideales
de sus progenitores, jóvenes anegados en el tedio, mientras que sus madres son
meros objetos que exhibir, se les niega cualquier posibilidad de expresarse por
sí mismas, reducidas a su parcela de esposas, manteniendo la necesaria buena
imagen, la aparente armonía que recubre como oropel el triunfo social. Sin
olvidar que apenas un año después estallará lo que ha pasado a los libros de
Historia como “mayo del 68” y que su estreno coincide con el momento en que la
guerra de Vietnam ha dejado de estar bien vista por gran parte de los
estadounidenses que sufren sus terribles secuelas, El graduado viene a ser un revulsivo, un grito desesperado, el
magnífico aporte de Nichols al modo en que los jóvenes airados británicos
llevaban clamando ya una década, una dirección que es premiada con un Oscar y
que sigue resultando provocadora, osada, innovadora, allí donde tantos de sus
coetáneos –y de los que han pretendido imitar este estilo- se han quedado
obsoletos. Y aunque no fueron bien recibidas sus sugerencias en lo referente a
Jeanne Moreau, Judy Garland o Ava Gardner, Mike Nichols pone la cámara al
servicio de Anne Bancorft, es el primer fascinado por su señorío, su
arrolladora personalidad, su magnetismo; fue un cineasta muy preocupado por sus
actores, jamás los abandonaba, sus planos más alambicados o estudiados siempre
tenían como objetivo, como punto de llegada, potenciar su interpretación y
enriquecerse con ella.
Conocimiento
carnal (1971), por su parte, sí ha sufrido bastante los estragos del
tiempo, ha devenido en una cinta excesivamente coyuntural (en realidad, nació
así), aunque siempre sea un placer ver en pantalla a las enormes Candice Bergen
y Ann Margret. Para mi desgracia, tengo muy lejana Silkwood (1983), película que recuerdo me resultó muy interesante,
con una Meryl Streep que en ese momento no era mi favorita pero que aquí me
convenció, con una vibrante Cher (qué gran actriz tan desaprovechada), pero que
deberé revisar para poder hablar con propiedad (y puesto que Pablo me la regaló
y está en la videoteca, no ha de tardar mucho). Sin embargo, no creo que lo
haga lo mismo con Se acabó el pastel (1986),
puesto que supuso una gran decepción de la que aún no me he repuesto, aunque la
carrera posterior de Nora Ephron (autora de la novela en la que se inspira el
guión firmado por ella misma, disección de su matrimonio con Carl Bernstein) me
ha confirmado que ella y yo estamos en ondas diferentes (contra todo
pronóstico, tan sólo salvo Algo para
recordar (1993) de su filmografía como directora y/o guionista –bueno, y la
ya citada Silkwood-, aunque alguna
carcajada suelta me ha provocado aquí y allá).
Armas
de mujer (1988) fue una inmensa alegría, un regocijo, al margen de estar
vinculada a lo que desde ese momento es una tradición, diríase una necesidad:
ver en directo la ceremonia de entrega de los Oscar. Muy pocas oportunidades ha
tenido Melanie Griffith de volver a brillar del modo en que lo hace en esta
trepidante comedia, en esta perfecta actualización de la screwball comedy de los años 30 (del siglo XX, por supuesto), en
esta cinta hipnótica, que cautiva, destila un buen rollo impresionante, se ve
con una permanente sonrisa, un mecanismo de relojería perfectamente engrasado
cuyo mayor mérito es su sencillez, su fluidez, su naturalidad y, de nuevo, el
modo en que Nichols pone el acento en lo fundamental, en lo que hace que un
texto funcione, en la base primordial para que el espectador se sienta
partícipe, es decir, los actores: junto a la esplendorosa frescura, a la pícara
ingenuidad (o viceversa y no es un oxímoron), al torbellino imparable que es la
Griffith, Harrison Ford cumple con su cometido de ser el tercer ángulo,
mientras que Sigourney Weaver aprovecha cada una de sus secuencias para dejar
patente su grandeza y añadir cimientos a su mito (sin olvidar a esa desopilante
robaescenas conocida como Joan Cusack).
Nunca he tenido claro el porqué de mi cierta
aversión a Postales desde el filo (1990),
siempre he querido volver a verla, tal vez sea porque me resultó poco ácida, un
tanto medrosa (como suele ocurrir en Hollywood cuando se habla de ellos
mismos), rebajando en varios tonos lo que Carrie Fisher nunca ha tenido reparos
en contar (ni su madre Debbie Reynolds tampoco). El caso es que aluciné, como
tantas veces, con el magisterio de Shirley MacLaine y la versatilidad de Meryl
Streep, aunque no pude evitar un sabor de boca amargo que con los años se ha
ido diluyendo, me quedo con la parte positiva, con aquello que me gustó, pero,
por otro lado, cada vez tengo más claro que deberían haberla interpretado sus
auténticas protagonistas. Después llegan cintas que me resultan innecesarias,
aunque por razones distintas: A propósito
de Henry (1991), sin mordiente, sin fuelle, complaciente y rutinaria; Lobo (1994), lo que a priori se
anunciaba como un festín de buen cine queda reducido a un intento, un “lo que
podría haber sido y no fue”, un absoluto desperdicio artístico; Una jaula de grillos (1996), remake absurdo y sin gracia, indigno del
propio Nichols y del material original que dinamita y vuelve grotesco sin
sentido (si ya existe lo que en España se tituló Vicios pequeños (1978), si hay un burbujeante musical llamado La jaula de las locas, ¿era ineludible semejante
atentado?); Primary Colors (1998)
desdibujó y perdió en el proceso de adaptación gran parte del vitriolo de la
novela en que se inspiraba, encontrando un escollo insalvable en el error de
casting que demuestra ser John Travolta, dejando a Emma Thompson en un esbozo
de lo que habría podido desarrollar si su rol mantuviese el carácter de la
letra impresa, tan sólo la enorme Kathy Bates tenía oportunidad de lucirse y de
aportar verosimilitud, ironía, energía a una cinta sorprendentemente mortecina;
¿De qué planeta vienes? (2000) me
hizo sentir tanta vergüenza en mi butaca que prefiero ahorrármela y, de paso, ahorrársela
a Nichols (hay quien echa borrones a cada momento: ni siquiera un maestro está
libre de ello).
Con Amar
la vida (2001), rodada para televisión, Mike Nichols recupera su mejor
pulso poniendo en imágenes el estupendo guión escrito por la propia Emma
Thompson (estremecedora protagonista de la película) inspirado en la espléndida
función de Margaret Edson, Wit. Angels in America (2003) supone un
auténtico hito, la última creación memorable del cineasta, un deleite de casi
seis horas (pensada para y emitida por televisión, un portento audiovisual por
mucho que algunos arruguen la nariz –esos que se mantienen al margen por
decisión propia en aras de una supuesta intelectualidad, esos que no abandonan
lo que es una mera pose pero se jactan de ello como si todos los demás fuésemos
estúpidos, los que estigmatizan el mensaje, el contenido, el resultado, sin
visionarlo, sin conocerlo, sólo por el medio en que se difunde-); la ambiciosa
obra de Tony Kushner se plasma en toda su virulencia, su medida
grandilocuencia, su mezcla permanente entre lo duramente real con lo
emocionantemente fantástico, su diatriba hacia las mentes estrechas, hacia los
que condenan al que señalan como “diferente”, “extraño”, “desviado”, una
catarsis anímica, ética y filosófica, un torrente al que Nichols sabe dar el
cauce perfecto en lo visual, en el ritmo, en el brío, en la fiereza, en la
contención, ayudado por un reparto para el que cualquier aplauso resulta breve:
Al Pacino, Meryl Streep, Emma Thompson, Justin Kirk, Jeffrey Wright, Patrick
Wilson, James Cromwell, con mención especial para la maravilosa Mary-Lousie
Parker, magnífica actriz que como tantas –y tantos- sólo en la pequeña pantalla
encuentra cometidos que la merezcan y en los que poder demostrar su talento.
Closer
(2004) es otro ejemplo más de cómo Nichols mantuvo su amor, su interés, su
actividad teatral (como ya dijimos, su último Tony como director lo obtuvo en
2012, en sus manos estuvo la producción original de Spamalot –con el mismo galardón, aunque en la categoría musical,
como resultado-), puesto que eligió un texto que había recibido parabienes que
podrían decirse similares a los provocados en su día por ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra glorificada como “osada”, “valiente”,
“lapidaria”, que en realidad se revela como unos cuantos tópicos bien armados,
unos personajes esquemáticos intercambiables con los de otras funciones
contemporáneas, un artificio que Patrick Marber infla y recubre de
transcendencia con largas parrafadas que dicen poco, contienen menos y la
mayoría de las veces podría reducirse a una frase hecha, palabrería fatua que
se soporta mucho mejor en manos de Nichols, quien orquesta con cierta gracia a
los cuatro actores, planifica con mimo, aunque no pueda evitar las arritmias
propias de algo que sólo busca ser declamado. En lo tocante al elenco, aunque
todo fueron elogios (e incluso premios) para Clive Owen (que estrenó la obra en
Londres de 1997, pero encarnando al otro personaje masculino) y Natalie Portman,
lo cierto es que él mantiene ese hieratismo y permanente gesto entre el estupor
y la media sonrisa que tanto encandila (tuve ocasión de entrevistarle y tampoco
lo altera demasiado en el cara a cara) y ella recarga como suele -¡Quién diría
que nos regalaría su Cisne negro (2010)
cuando la veíamos aquí!-, haciendo patente el esfuerzo, queriendo ganar puntos
por la crispación, el choque de dientes, lo artificioso, mientras que Jude Law
y Julia Roberts dan una lección de naturalidad y buen gusto, muy por encima de
los diálogos ridículos que deben pronunciar.
La
guerra de Charlie Wilson (2007) queda ya como el último filme de Nichols,
un muy interesante análisis de los vericuetos, engaños, extraños compañeros de
cama, dobles lenguajes, engranajes, fontanerías, sustratos, diplomacias, ambigüedades,
perversiones que conlleva ejercer la política, un guión de los que Aaron Sorkin
sabía cristalizar hasta que decidió ponerse él por encima y ahogar la historia
con datos y cháchara que demuestren que es el que más sabe del asunto, una
cinta que sólo encalla en el hecho de verse obligada a rendir tributo a la
estrella, insertando a Tom Hanks en casi cada plano, colocándolo como
estrambote de lo que es apasionante duelo interpretativo entre Julia Roberts y
Philip Seymour Hoffman.
Por lo tanto, por responderme, visto lo
visto, si hago balance creo que puedo afirmar que, para este espectador, Mike
Nichols merece la corona de grande, a pesar de lo negativo u olvidable (algo de
lo que, por otro lado, no está exento ningún maestro –de hecho, lo son más aún
si cometen errores y se reponen de ellos, al margen de que esas sombras no
tapan los brillos conseguidos en otras ocasiones).