sábado, 22 de noviembre de 2014

MIKE NICHOLS: GRADUADO CON HONORES



  



 ¿En qué términos medimos la grandeza? ¿Qué baremo utilizamos? Como en cualquier ámbito, el calificativo dependerá del gusto, del conocimiento, de la querencia de cada uno; por mucho que a determinados artistas se les conceda el carácter de “indiscutibles”, aunque haya ciertos nombres en los que parece haber un consenso para cantar sus excelencias, nadie está libre de una revisión, una crítica, un análisis pormenorizado hecho con rigor, con fundamento, con mesura y raciocinio (lo demás, sólo es aceptable como expresión de una pasión –y a veces ni tan siquiera eso: tan sólo bilis expulsada con furia, balido complaciente para sentirse vinculado a algo, parte activa del aquelarre-, sea ésta del signo que sea, pero no otorga a nadie categoría de nada –más allá de constatar la existencia de unos incondicionales o unos detractores viscerales-). Y esta breve y tal vez innecesaria reflexión me asalta a la hora de glosar la trayectoria de Mike Nichols, puesto que siempre que se produce el fallecimiento de alguien como él surge la tentación o el lugar común de afirmar que “nos deja uno de los pocos grandes que quedaban”, tal vez porque alguno no se atreve a llamarle “clásico” (adjetivo que en tantas ocasiones se utiliza casi como insulto, habiendo perdido su verdadera condición, su connotación de inmortalidad, que más parece un estigma que un reconocimiento) o porque en realidad se sabe poco o nada sobre este señor (aquí llega, entonces, el copia y pega que facilita Internet y que provoca que el error de uno, el dato no contrastado, la inexactitud de aquel que mezcla lo poco que tiene archivado con pinzas en su memoria, la equivocada atribución de méritos aparezca ante nuestros ojos más de lo tolerable) y ya vendrán otros a decir en qué medida lo era o lo dejaba de ser. Lo malo es que, de tan trilladas, estas denominaciones resultan huecas y obvias, pareciendo por otro lado que ya nadie podrá alcanzar esa grandeza que en tantas ocasiones no se sabe cimentar ni explicar (si bien es cierto que hay generaciones irrepetibles, el cine, como cualquier arte, está o ha de estar en continua expansión, en permanente renovación y no importa que cambien hábitos, formatos, costumbres, preferencias, mientras que se siga potenciando, distribuyendo, permitiendo y facilitando el acceso a lo audiovisual) cuando, al menos desde mi humilde punto de vista (no es falsa modestia: es, sencillamente, recordar que es una evocación particular), Mike Nichols será uno de los grandes porque algunas de sus películas están dentro de esa videoteca ideal (es que blu-rayteca me suena fatal…), son títulos que puedo revisar una y mil veces y jamás pierden un ápice de brillo, de poder, de capacidad de seducción, de disfrute proporcionado, en realidad sus virtudes siguen aumentando, aportan novedades, son parte de mi bagaje sentimental, de mi crecimiento personal (por mucho que esto suene a autoayuda es así: me han ayudado a comprender mejor algunas realidades propias y ajenas).
   Sin experiencia cinematográfica previa, pero con una variada y exitosa trayectoria como actor (su dúo con Elaine May le convirtió en alguien muy popular) y director teatral (ya había ganado dos de los siete Tony que obtendría en esa categoría, dándose la circunstancia de que en 1965 le fue otorgado por dos funciones –Luv y La extraña pareja-, habiendo logrado el último hace apenas dos años por la reposición de Muerte de un viajante con el malogrado y llorado Philip Seymour Hoffman en el devastador rol de Willy Loman y sumando a la lista, por terminar con el capítulo teatral, dos galardones más –es decir, nueve en total entre 1964 y 2012- por su labor como productor en Annie y The Real Thing), Mike Nichols debuta en Hollywood trasladando a la pantalla el éxito teatral de Edward Albee ¿Quién teme a Virginia Woolf?, texto mordaz, a ratos hiriente, por momentos lapidario, contundente, una sacudida, un terremoto emocional incontenible, una de las vivencias artísticas más globales y catárticas que puedan vivirse en un patio de butacas, una obra con muchísimas aristas que Nichols supo respetar y potenciar, con una dirección claustrofóbica, siempre al límite, audaz, utilizando con sabiduría el enclaustramiento del escenario, oxigenando con acierto y mesura porque su cámara, las palabras que se cruzan, las portentosas interpretaciones de los cuatro actores son las que más oprimen, perturban, asfixian, golpean. Incómoda por haber conseguido un primer Oscar gracias a un agujero en la garganta (en palabras de la gran perjudicada de esa edición, Shirley MacLaine, segura de ganar por su participación en El apartamento (1960) hasta que una operación a vida o muerte influyó en los votos de los académicos), vinculado el triunfo a una cinta tan olvidable como Una mujer marcada (1960) –empezando ese desprecio por ella misma, que jamás le tuvo ninguna simpatía-, Elizabeth Taylor se entregó como una auténtica jabata a la oportunidad que se le brindaba para volver a demostrar su categoría como actriz dramática, reverdecer laureles y alcanzar otros, dejar constancia de su indudable madurez artística, jugándose con Richard Burton la estatuilla dorada que siempre fue esquiva con el galés (y que, a pesar del Paul Scofield de Un hombre para la eternidad (1966), hubiese merecido por su creación en la cinta que nos ocupa), dando ambos en conjunto y por separado un auténtico recital, ofreciendo un gran guiñol que en sus rostros, cuerpos, gargantas, miradas, en el pasado personal que era piedra de escándalo en la prensa sensacionalista y el público conocía (lo que aumentaba el morbo a la hora del visionado, lo que ayudaba a leer entre líneas, lo que hacía cobrar nuevas e inesperadas intenciones a los punzantes diálogos), en las chispas que saltaban en su eterna relación de amor-odio, en cómo supieron ajustarse las costuras de los magníficos trajes creados por Albee, en cómo Nichols supo comprenderles, encauzarles, motivarles para que transformasen el set en un ring (perfectamente secundados por un más que meritorio e idóneo George Segal y una escalofriante Sandy Dennis) del que salió vencedora ella, consiguiendo uno de esos premios de la Academia que uno se atreve a calificar de incontestable, erigiéndose en la columna vertebral de un film que aún hoy en día resulta impactante, poderoso, electrizante.
   Casi sin solución de continuidad, Mike Nichols se hace cargo de otra adaptación literaria: la novela de Charles Webb El graduado, diana certera en toda la línea de flotación del conocido como “sueño americano”, retrato lapidario de una generación desorientada, desafecta, reacia a repetir/conservar los ideales de sus progenitores, jóvenes anegados en el tedio, mientras que sus madres son meros objetos que exhibir, se les niega cualquier posibilidad de expresarse por sí mismas, reducidas a su parcela de esposas, manteniendo la necesaria buena imagen, la aparente armonía que recubre como oropel el triunfo social. Sin olvidar que apenas un año después estallará lo que ha pasado a los libros de Historia como “mayo del 68” y que su estreno coincide con el momento en que la guerra de Vietnam ha dejado de estar bien vista por gran parte de los estadounidenses que sufren sus terribles secuelas, El graduado viene a ser un revulsivo, un grito desesperado, el magnífico aporte de Nichols al modo en que los jóvenes airados británicos llevaban clamando ya una década, una dirección que es premiada con un Oscar y que sigue resultando provocadora, osada, innovadora, allí donde tantos de sus coetáneos –y de los que han pretendido imitar este estilo- se han quedado obsoletos. Y aunque no fueron bien recibidas sus sugerencias en lo referente a Jeanne Moreau, Judy Garland o Ava Gardner, Mike Nichols pone la cámara al servicio de Anne Bancorft, es el primer fascinado por su señorío, su arrolladora personalidad, su magnetismo; fue un cineasta muy preocupado por sus actores, jamás los abandonaba, sus planos más alambicados o estudiados siempre tenían como objetivo, como punto de llegada, potenciar su interpretación y enriquecerse con ella.
   Conocimiento carnal (1971), por su parte, sí ha sufrido bastante los estragos del tiempo, ha devenido en una cinta excesivamente coyuntural (en realidad, nació así), aunque siempre sea un placer ver en pantalla a las enormes Candice Bergen y Ann Margret. Para mi desgracia, tengo muy lejana Silkwood (1983), película que recuerdo me resultó muy interesante, con una Meryl Streep que en ese momento no era mi favorita pero que aquí me convenció, con una vibrante Cher (qué gran actriz tan desaprovechada), pero que deberé revisar para poder hablar con propiedad (y puesto que Pablo me la regaló y está en la videoteca, no ha de tardar mucho). Sin embargo, no creo que lo haga lo mismo con Se acabó el pastel (1986), puesto que supuso una gran decepción de la que aún no me he repuesto, aunque la carrera posterior de Nora Ephron (autora de la novela en la que se inspira el guión firmado por ella misma, disección de su matrimonio con Carl Bernstein) me ha confirmado que ella y yo estamos en ondas diferentes (contra todo pronóstico, tan sólo salvo Algo para recordar (1993) de su filmografía como directora y/o guionista –bueno, y la ya citada Silkwood-, aunque alguna carcajada suelta me ha provocado aquí y allá).    
   Armas de mujer (1988) fue una inmensa alegría, un regocijo, al margen de estar vinculada a lo que desde ese momento es una tradición, diríase una necesidad: ver en directo la ceremonia de entrega de los Oscar. Muy pocas oportunidades ha tenido Melanie Griffith de volver a brillar del modo en que lo hace en esta trepidante comedia, en esta perfecta actualización de la screwball comedy de los años 30 (del siglo XX, por supuesto), en esta cinta hipnótica, que cautiva, destila un buen rollo impresionante, se ve con una permanente sonrisa, un mecanismo de relojería perfectamente engrasado cuyo mayor mérito es su sencillez, su fluidez, su naturalidad y, de nuevo, el modo en que Nichols pone el acento en lo fundamental, en lo que hace que un texto funcione, en la base primordial para que el espectador se sienta partícipe, es decir, los actores: junto a la esplendorosa frescura, a la pícara ingenuidad (o viceversa y no es un oxímoron), al torbellino imparable que es la Griffith, Harrison Ford cumple con su cometido de ser el tercer ángulo, mientras que Sigourney Weaver aprovecha cada una de sus secuencias para dejar patente su grandeza y añadir cimientos a su mito (sin olvidar a esa desopilante robaescenas conocida como Joan Cusack).
   Nunca he tenido claro el porqué de mi cierta aversión a Postales desde el filo (1990), siempre he querido volver a verla, tal vez sea porque me resultó poco ácida, un tanto medrosa (como suele ocurrir en Hollywood cuando se habla de ellos mismos), rebajando en varios tonos lo que Carrie Fisher nunca ha tenido reparos en contar (ni su madre Debbie Reynolds tampoco). El caso es que aluciné, como tantas veces, con el magisterio de Shirley MacLaine y la versatilidad de Meryl Streep, aunque no pude evitar un sabor de boca amargo que con los años se ha ido diluyendo, me quedo con la parte positiva, con aquello que me gustó, pero, por otro lado, cada vez tengo más claro que deberían haberla interpretado sus auténticas protagonistas. Después llegan cintas que me resultan innecesarias, aunque por razones distintas: A propósito de Henry (1991), sin mordiente, sin fuelle, complaciente y rutinaria; Lobo (1994), lo que a priori se anunciaba como un festín de buen cine queda reducido a un intento, un “lo que podría haber sido y no fue”, un absoluto desperdicio artístico; Una jaula de grillos (1996), remake absurdo y sin gracia, indigno del propio Nichols y del material original que dinamita y vuelve grotesco sin sentido (si ya existe lo que en España se tituló Vicios pequeños (1978), si hay un burbujeante musical llamado La jaula de las locas, ¿era ineludible semejante atentado?); Primary Colors (1998) desdibujó y perdió en el proceso de adaptación gran parte del vitriolo de la novela en que se inspiraba, encontrando un escollo insalvable en el error de casting que demuestra ser John Travolta, dejando a Emma Thompson en un esbozo de lo que habría podido desarrollar si su rol mantuviese el carácter de la letra impresa, tan sólo la enorme Kathy Bates tenía oportunidad de lucirse y de aportar verosimilitud, ironía, energía a una cinta sorprendentemente mortecina; ¿De qué planeta vienes? (2000) me hizo sentir tanta vergüenza en mi butaca que prefiero ahorrármela y, de paso, ahorrársela a Nichols (hay quien echa borrones a cada momento: ni siquiera un maestro está libre de ello).
   Con Amar la vida (2001), rodada para televisión, Mike Nichols recupera su mejor pulso poniendo en imágenes el estupendo guión escrito por la propia Emma Thompson (estremecedora protagonista de la película) inspirado en la espléndida función de Margaret Edson, Wit. Angels in America (2003) supone un auténtico hito, la última creación memorable del cineasta, un deleite de casi seis horas (pensada para y emitida por televisión, un portento audiovisual por mucho que algunos arruguen la nariz –esos que se mantienen al margen por decisión propia en aras de una supuesta intelectualidad, esos que no abandonan lo que es una mera pose pero se jactan de ello como si todos los demás fuésemos estúpidos, los que estigmatizan el mensaje, el contenido, el resultado, sin visionarlo, sin conocerlo, sólo por el medio en que se difunde-); la ambiciosa obra de Tony Kushner se plasma en toda su virulencia, su medida grandilocuencia, su mezcla permanente entre lo duramente real con lo emocionantemente fantástico, su diatriba hacia las mentes estrechas, hacia los que condenan al que señalan como “diferente”, “extraño”, “desviado”, una catarsis anímica, ética y filosófica, un torrente al que Nichols sabe dar el cauce perfecto en lo visual, en el ritmo, en el brío, en la fiereza, en la contención, ayudado por un reparto para el que cualquier aplauso resulta breve: Al Pacino, Meryl Streep, Emma Thompson, Justin Kirk, Jeffrey Wright, Patrick Wilson, James Cromwell, con mención especial para la maravilosa Mary-Lousie Parker, magnífica actriz que como tantas –y tantos- sólo en la pequeña pantalla encuentra cometidos que la merezcan y en los que poder demostrar su talento.
   Closer (2004) es otro ejemplo más de cómo Nichols mantuvo su amor, su interés, su actividad teatral (como ya dijimos, su último Tony como director lo obtuvo en 2012, en sus manos estuvo la producción original de Spamalot –con el mismo galardón, aunque en la categoría musical, como resultado-), puesto que eligió un texto que había recibido parabienes que podrían decirse similares a los provocados en su día por ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra glorificada como “osada”, “valiente”, “lapidaria”, que en realidad se revela como unos cuantos tópicos bien armados, unos personajes esquemáticos intercambiables con los de otras funciones contemporáneas, un artificio que Patrick Marber infla y recubre de transcendencia con largas parrafadas que dicen poco, contienen menos y la mayoría de las veces podría reducirse a una frase hecha, palabrería fatua que se soporta mucho mejor en manos de Nichols, quien orquesta con cierta gracia a los cuatro actores, planifica con mimo, aunque no pueda evitar las arritmias propias de algo que sólo busca ser declamado. En lo tocante al elenco, aunque todo fueron elogios (e incluso premios) para Clive Owen (que estrenó la obra en Londres de 1997, pero encarnando al otro personaje masculino) y Natalie Portman, lo cierto es que él mantiene ese hieratismo y permanente gesto entre el estupor y la media sonrisa que tanto encandila (tuve ocasión de entrevistarle y tampoco lo altera demasiado en el cara a cara) y ella recarga como suele -¡Quién diría que nos regalaría su Cisne negro (2010) cuando la veíamos aquí!-, haciendo patente el esfuerzo, queriendo ganar puntos por la crispación, el choque de dientes, lo artificioso, mientras que Jude Law y Julia Roberts dan una lección de naturalidad y buen gusto, muy por encima de los diálogos ridículos que deben pronunciar.
   La guerra de Charlie Wilson (2007) queda ya como el último filme de Nichols, un muy interesante análisis de los vericuetos, engaños, extraños compañeros de cama, dobles lenguajes, engranajes, fontanerías, sustratos, diplomacias, ambigüedades, perversiones que conlleva ejercer la política, un guión de los que Aaron Sorkin sabía cristalizar hasta que decidió ponerse él por encima y ahogar la historia con datos y cháchara que demuestren que es el que más sabe del asunto, una cinta que sólo encalla en el hecho de verse obligada a rendir tributo a la estrella, insertando a Tom Hanks en casi cada plano, colocándolo como estrambote de lo que es apasionante duelo interpretativo entre Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman.
   Por lo tanto, por responderme, visto lo visto, si hago balance creo que puedo afirmar que, para este espectador, Mike Nichols merece la corona de grande, a pesar de lo negativo u olvidable (algo de lo que, por otro lado, no está exento ningún maestro –de hecho, lo son más aún si cometen errores y se reponen de ellos, al margen de que esas sombras no tapan los brillos conseguidos en otras ocasiones).

jueves, 20 de noviembre de 2014

"DOS DÍAS, UNA NOCHE": CAMINO HACIA EL INFIERNO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Deux jours, une nuit DIRECCIÓN: Jean-Pierre y Luc Dardenne GUIÓN: Jean-Pierre y Luc Dardenne FOTOGRAFÍA: Alain Marcoen MONTAJE: Marie-Hélène Dozo REPARTO: Marion Cotillard, Fabrizio Rongione, Catherine Salée, Baptiste Sornin, Pili Groyne, Simon Caudry

 

   En momentos de pavorosa crisis no sólo en lo laboral/económico sino en lo social, en los valores, en lo ético, en aquello que nos reconoce como mínimamente humanos, en lo que se supone nos hace superiores al resto de seres vivos, cuando cualquier atisbo de esperanza, de confianza, de salvación, de tranquilidad, parece una quimera, cuando se dicta que hay que conformarse con lo que se tiene, que hay que aceptar la esclavitud como modo de supervivencia, cuando no se puede confiar en los que se supone han de dar ejemplo y procurar el bienestar de los demás, cuando ni tan siquiera se cumple la vieja máxima de “pan y circo” para alimentar los estómagos agradecidos, cuando nos enseñan a balar al ritmo y conveniencia del que pastorea el rebaño, cuando hay que guardar silencio cómplice con tal de conservar lo mínimo, cuando se considera enemigo al que es un igual, cuando cada cual busca su propio beneficio sin temblarle la mano a la hora de comerciar/pactar/poner en almoneda el futuro de los demás, de condenarlo, de lastrarlo, de impedirlo, cuando no se comprende cómo es posible que, a pesar de todo, la gente (tomada en general, el grueso de la población) siga siendo obediente hasta en la cama, tal y como cantaba Jarcha tras la muerte del dictador, es un regocijo, una celebración, una satisfacción que dos cineastas pongan el dedo en la llaga, expongan sin tapujos ni paños calientes el desmoronamiento de la sociedad occidental, no tengan reparos en llamar a las cosas por su nombre, no piensen en las desafecciones, diatribas, acusaciones, perversidades, cierres de grifos, revanchas que puedan tomarse los que se sientan señalados (inconmovibles excepto cuando creen que su honor, palabra que demuestran no conocer el resto del tiempo, en la que no piensan cuando cometen tropelías y esquilman, es dañado o cuestionado –mientras que el de “los otros”, dicho con desprecio y abierto enfrentamiento, estableciendo jerarquías, no les preocupa en absoluto-), esos que agreden, pisotean, arrasan, empobrecen, liquidan desde sus muy bien acondicionados despachos; es, incluso, un orgullo (como ciudadano, como amante del arte, como persona) que haya voces libres, honestas, consecuentes, que no tiemblan a la hora de mantener su discurso, que entregan como resultado del mismo una obra que nos defiende, nos representa, nos refuerza y nos enriquece.

   Los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne empezaron a ser populares entre los cinéfilos cuando el Festival de Cannes entregó por sorpresa la Palma de Oro a Rosetta (1999), en una edición que, a priori, tenía como máximos favoritos a Pedro Almodóvar –quien fue considerado el mejor director- con Todo sobre mi madre (1999) y a David Lynch –quien se fue de vacío sin tan siquiera una mención especial- con su aplastante obra maestra Una historia verdadera (1999). Desde ese momento, el certamen francés ha tratado a los cineastas belgas como auténticos niños mimados, repitiendo Palma de Oro con El niño (2005), obteniendo el Gran Premio del Jurado con El niño de la bicicleta (2011), alzándose con el trofeo al mejor guión gracias a El silencio de Lorna (2008) y consiguiendo en diferentes ocasiones la distinción del Jurado Ecuménico; forjados en el documental, los Dardenne pasaron al cine de ficción manteniendo intacta su manera de rodar, pegados a la realidad, sin excesiva manipulación de las imágenes, sin incorporar música que subraye o provoque una reacción buscada de antemano, con un montaje en ocasiones abrupto o en otras inexistente porque se filma sin descanso, cámara al hombro, persiguiendo a los personajes, sin darles tregua, recomponiendo plano cuando y como se puede, como si no hubiera guión, como si se improvisase según se desarrollan los acontecimientos, un estilo en apariencia fresco que en realidad se notaba demasiado preparado y que terminaba por atraparles en un callejón sin salida, en un virtuosismo irritante camuflado de espontaneidad que hacía naufragar propuestas interesantes como la de la propia Rosetta, a pesar de ello su filme más acabado hasta el momento presente (en El hijo (2002), por ejemplo, situaban la cámara casi permanentemente en el cogote del protagonista –el mortificante Olivier Gourmet, incomprensiblemente galardonado como mejor actor en Cannes, aunque fuese un alivio no ver su rostro más que en algunos momentos y casi siempre en escorzo-). Tal vez esta asunción propia de la etiqueta de “autores con lenguaje propio que no facilitan las cosas al espectador” (por más que se les entienda todo: el problema está en el ritmo empleado para narrar y dar más importancia a la forma que al fondo) ha provocado que, a pesar de tocar temas universales, realidades palpables, problemas candentes, emociones y sentimientos, sus películas siempre hayan quedado restringidas a determinados circuitos, guetos que los espectadores que se sienten integrados en ellos no quieren sean rotos por aquello de venderse como “enterados”, “intelectuales” y “minoritarios” (cuando es muy fácil darles gato por liebre –nunca van a reconocer que el Emperador está desnudo-), perjudicando la carrera comercial de cineastas que podrían interesar a un público más amplio, que merecerían una mejor promoción, mayor presencia en las carteleras, pero, en esa pescadilla que se muerde la cola, todos nos equivocamos (los propios creadores, los exhibidores que piensan por los demás, los que no quieren perder su parcela de “importancia” conferida por ellos mismos, el resto por creer en lo que los demás dicen y no probar ellos mismos para sacar sus conclusiones) y el caso es que cuando llega una cinta tan absoluta e incluso necesariamente recomendable como Dos días, una noche, resulta complicado borrar lo que ya tiene carácter de norma inapelable (o, por otro lado, interesar en los Dardenne a muchos que no saben ni quienes son –si al menos el prejuicio viniera por haber visto alguno de sus anteriores títulos, podría entenderse la prevención, como la tuvo uno mismo hasta que comenzó la proyección-).

   Una mujer, recién reincorporada a su puesto de trabajo tras sufrir una depresión de la que aún tiene secuelas palpables, es despedida cuando el resto de empleados es puesto en la tesitura de elegir entre su permanencia o el pago de la prima que han ganado durante todo el año; como parece demostrado que la votación fue viciada de origen por uno de esos mandos intermedios que en realidad controlan todo (breve aparición de Olivier Gourmet, en esta ocasión todo un acierto, ya que su físico se corresponde a la perfección con este tipo de sabandijas embusteras que mueven los hilos y se aferran con ventosas que envidiaría Ella, la araña creada por Tolkien y elevada a la categoría de mito cinematográfico por Peter Jackson, logrando incluso derribar a sus superiores o al menos controlar sus decisiones), la dormida conciencia de un directivo se despierta para consentir una nueva votación en la que sólo los empleados involucrados han de estar presentes. Es en ese momento cuando comienza la angustiosa cuenta atrás que da título a esta auténtica epopeya, a esta tragedia, al terrorífico periplo de Sandra (a la que da algo más que vida, ahora iremos con ello, Marion Cotillard) en pos de los votos necesarios para conservar su puesto de trabajo, recorrido en que la cámara de los Dardenne, esa que tantas veces ha resultado monótona, exacerbada, previsible, efectista, encuentra su hábitat natural, se acopla a la perfección para convertirnos en testigos, en protagonistas, en sufridores, para involucrarnos en esta espiral de dolor, de angustia, de perturbación; sin discursos, sin tesis, sin maniqueísmos, a cierta distancia, con pudor que aún hace más patente la desolación, la humillación, el patetismo que Sandra se ve obligada a asumir, a masticar, a superar, los Dardenne nos fuerzan a contemplar y no nos evitan las arcadas ante tanta ponzoña, diseccionando sin piedad los inanes cimientos en que descansa el considerado primer mundo (sí, existe pero sólo como club elitista en el que pocos tienen cabida, esos que aumentan la sima, la altura a que se elevan del resto, los demás, todos nosotros tercer mundo para ellos), trepanando la crueldad cotidiana que nos hemos obligado a tolerar y/o secundar, la insolidaridad como supervivencia, la imposibilidad de reclamar a alguien que se inmole contigo, todas las posturas de los todavía compañeros de Sandra son comprensibles, incluso las más virulentas, nadie puede prescindir de un dinero que se ha ganado (e incluso gastado, tenido en cuenta, invertido en necesidades, con muchos agujeros que esperan ser llenados). Ese es otro, tal vez el máximo acierto del modo en que los Dardenne narran esta historia: no juzga ni a los que votan a favor ni a los que votan en contra, prisioneros todos de una maquinaria implacable que suprime la pieza obsoleta, la que no ajusta bien, la que frena la producción, porque tiene infinidad de recambios disponibles, y no son esquiroles ni traidores ni inhumanos.

   En la última edición del Festival de Cannes, Dos días, una noche volvió a valerles a los Dardenne el galardón que otorga el Jurado Ecuménico, pero en la sección oficial hubo de conformarse con los parabienes de la crítica, puesto que el jurado entregó la Palma de Oro a la palabrería intrascendente que inunda Winter Sleep (2014), cinta costumbrista turca exageradamente estirada (casi tres horas y cuarto en las que lo realmente importante se cuenta en pocos minutos y con predilección por centrarse en lo accesorio y no desarrollar lo que se vislumbra como interesante) y decidió ignorar una de esas interpretaciones que van más allá de su misma denominación, que exigen una revisión de vocabulario para encontrar/acuñar los adjetivos que le hagan justicia, una inmersión sobrecogedora en la vergüenza, la impotencia, la tortura emocional a que se somete/es sometida la trabajadora que encarna Marion Cotillard (la cual no tiene fortuna en Cannes, aunque siempre suene su nombre como una de las favoritas –no es extraño- cuando presenta película; en esta ocasión, y el hecho duele más porque el jurado lo presidía Jane Campion, se optó por premiar a Julianne Moore en Maps of the Stars (2014) de David Cronenberg, más por lo que su rol representa que por el desarrollo del mismo –la cinta no sabe qué rumbo tomar y la supuesta osadía se diluye como un azucarillo según avanza el metraje-). La actriz francesa vuelve a dejar claro que es una de las maestras actuales en el arte de la interpretación, cambiante, versátil, camaleónica, asumiendo el personaje hasta las últimas consecuencias, mimetizándose con él, haciéndonos olvidar que es la misma que nos dejó boquiabiertos en La vida en rosa (2007), Nine (2009), De óxido y hueso (2012) o El sueño de Ellis (2013), cambiando su forma de mirar, variando su manera de hablar, adoptando la cadencia propicia, alterando el modo de andar, expresando el peso del suplicio que está viviendo en los hombros encogidos, en la cabeza que se hunde en los mismos, en los pies que arrastra sin energía, sin rumbo, sin fe, lastre al que va sumando el de los azotes que sufren sus compañeros, rumiando la humillación que ahoga sus palabras, sufriendo los embates del grito que pugna en su interior y, al no encontrar vía de escape, la inmoviliza, incapaz de abrir una botella de agua porque se convulsiona presa de un vómito que la anega, incapaz de resistir un minuto más. Algunos no comprenderán que con una experiencia así se pueda afirmar que uno ha vuelto a disfrutar en una sala de cine, pero al margen de recordar que la primera acepción del DRAE sanciona que ese verbo significa “percibir o gozar los productos y utilidades de algo”, no todo disfrute ha de ser placentero en el sentido de extasiarse ante lo bello, sino porque te sientes conmovido, transformado, removido por el arte, por su capacidad revolucionaria, por su defensa de los débiles, de los oprimidos, por su verdad: eso y más consiguen Marion Cotillard y los Dardenne.   

domingo, 9 de noviembre de 2014

"321 DÍAS EN MICHIGAN": NO ES CUESTIÓN DE CANTIDAD






DIRECCIÓN: Enrique García GUIÓN: Enrique García, Isa Sánchez MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Alberto D. Centeno MONTAJE: Miguel Doblado REPARTO: Chico García, Virginia de Morata, Héctor Medina, Virginia Muñoz, Salva Reina, David García-Intriago

   Nadie está libre de tropezar con las generalizaciones, de caer en ellas, pero conviene mantenerse alerta para no ser demasiado injusto, para afirmar lo que no se corresponde con la realidad, para no encastillarse en unas posiciones que, a la larga, pueden volverse en nuestra contra (por mucho que siga habiendo abundancia de aquellos que hablan como si no hubiese hemerotecas, testigos, memoria, como si no alternasen “Diego” y “digo” sin bochorno, cual palabras sinónimas); una de las vulgarizaciones más habituales es la de denostar el cine español en bloque, aplicándose con saña en desprestigiar algunos nombres que a la mayoría (perdón si caigo en el error denunciado pero, al menos en esta profesión, así es como lo percibo por comentarios, burlas, desdenes que van mucho más lejos de lo que se publica, basta con asistir a alguna proyección para la prensa –en la que brotan comentaristas de no se sabe dónde-) le sientan como una patada en el estómago por sus posicionamientos políticos, por su vida privada, por sus manifestaciones como ciudadanos (si bien es cierto que privilegiadas y aumentadas al ser dichas por ellos, personajes públicos), mezclando sin recato palabras insultantes, bulos, exageraciones, comentarios (camuflémoslos en el eufemismo) puramente extracinematográficos, alardes que comúnmente pasan por el “no veo cine español porque no me gusta”, pero ni se exponen razones ni se aportan ejemplos que apuntalen la tesis y, como decimos, mete en el mismo saco a todo el mundo, sin distinción de géneros, estilos, directores, presupuestos o cualquier factor de los múltiples que, a las primeras de cambio, dejan claras las diferencias entre Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), El orfanato (2007) o Las voces de la noche (2003). Del mismo modo, hay quien se erige en defensor acérrimo de nuestro cine (podríamos centrarnos en cualquier nacionalidad, pero, parece adecuado seguir hablando en estos términos, puesto que hoy nos convoca una cinta española) con la misma actitud cerril que la exhibida por los opuestos, volviendo en este caso sus diatribas hacia el público, como si no tuviese derecho a elegir, considerándole inferior, sin cultivar (si bien es cierto que muchos espectadores imitan y mantienen el discurso de gente como Alfonso Ussía, la manera de convencerles, hacerles caer en la cuenta de que pueden estar equivocados –todo, al fin y al cabo, es una cuestión de gustos y cualquier adjetivo es matizable (pero hay que conocer la obra para calificarla, no despreciarla sin verla, decir esto o aquello desde el prejuicio y/o la ignorancia)- intentar motivar una reflexión, encontrar los verdaderos porqués, el modo de ganar adeptos, de revitalizar una preferencia, un interés por cualquier film, no es el adoptado por estos voceros delirantes, quienes en realidad proporcionan razones –por lo incendiario, por lo ofensivo, por lo redundante de su texto, porque saltan a la vista otros intereses más allá del meramente artístico, del deseo de compartir con los demás aquello que se ha disfrutado y que no se sabe exponer- para todo lo contrario y, así, nos encontramos dando vueltas a la pescadilla que se muerde la cola sin despejar el horizonte.
   Y cuando se empiezan a recopilar cifras, a pasar revista (aunque aún nos quedan casi dos meses de 2014 por delante), cuando algunos títulos mantienen su presencia en cartelera y las salas llenas o a medio llenar, cuando la crítica se deshace en elogios, cuando fenómenos como Torrente demuestran que no han perdido el favor del público, cuando esos palmeros entusiastas pregonan las excelencias del cine patrio, aparecen pequeñas películas, ímprobos esfuerzos, voces nuevas, talentos capaces de sacar adelante su proyecto con presupuestos ajustadísimos, creadores imaginativos que de la necesidad hacen virtud (reconocimiento no sólo dirigido a los cineastas, sino a cualquiera de los involucrados, a esos departamentos de producción, vestuario, dirección artística, maquillaje, a los cámaras, montadores, sonidistas, a tantos y tantos), obras que en Hollywood, en EEUU (lugar al que también se demoniza en bloque), se promueven, se consideran imprescindibles para que la industria siga funcionando, se potencian, en las que se rebajan cachés, se implican grandes nombres que priman la calidad por encima de lo aparatoso, se da oportunidad a desconocidos, incluso aunque sean arrinconadas, aplastadas, sea complicada su distribución, queden relegadas, terminan por salir a flote (sí, a veces mucho tiempo después de haber sido realizadas, pero al menos se dejan como sedimento, como posibilidad, como rareza, como lo que sea). Pero, en España, este tipo de producciones, a no ser que traiga de fábrica un extra, tenga relaciones con determinadas corrientes, con ciertos amigos, sus vasos comunicantes con la pomada permitan un flujo caudaloso, a no ser que sean películas que nacen aureoladas con el apoyo incondicional de determinadas voces, que han sido elegidas antes de su estreno, en la mayoría de las ocasiones no consiguen despegar, pasan de puntillas y muy rápido por la cartelera, son víctimas de una distribución que las condena de antemano, apenas consiguen menciones, incluso aunque, como en el caso que nos ocupa, hayan sido exhibidas en el Festival de Málaga y hayan conseguido algún galardón. 321 días en Michigan supone el debut en el largometraje de Enrique García y da una curiosa vuelta de tuerca a lo que podría denominarse “drama carcelario”, puesto que su protagonista ingresa por ese periodo en un centro penitenciario pero, con la ayuda de su novia, finge que marcha a esa ciudad para cursar un máster y, de ese modo, no quedar estigmatizado o ser condenado al ostracismo por su entorno laboral; uno de los mayores aciertos es evitar el tono exageradamente cómico, no transitar por un humor trillado o inconveniente, que dejaría la premisa en algo insustancial, puesto que su mayor objetivo es reflejar cómo es la vida tras esas paredes, siguiendo más la estela de la estupenda Septiembres (2007), el fantástico documental de Carles Bosch, que la rimbombancia y pirotecnia de la excesivamente aplaudida Celda 211 (2009), la ficción de Daniel Monzón que fue alabada por lo mismo que se hubiese atacado a una similar llegada desde EEUU. En ese sentido, la ópera prima de García sabe captar con naturalidad las rutinas, la cotidianidad, es muy verosímil y evita caer en determinados tópicos que, por mucho que sean reales, podrían suponer un lastre por ya vistos, por el abuso que se ha hecho de los mismos; pero, en esa huida de determinados tonos, en ese trazo somero de ciertos personajes para que no suenen “a lo de siempre”, el guión parece enrocarse un tanto en sí mismo y no ir más allá del planteamiento, sin decantarse por ninguna de sus posibles bazas, diluyendo la posible denuncia, desaprovechando situaciones y subtramas, sabiendo mantener un tono equilibrado pero que peca de distante, tal vez de poca ambición o de miedo por no ser capaz de refrenar cuando convenga, titubeos comprensibles en una ópera prima pero que impiden una mayor implicación del espectador.
   Chico García resulta demasiado monocorde en un rol que precisaría mayor ambigüedad, una cierta sorna, incluso caer mal (al fin y al cabo ha delinquido), jugar con la audiencia, quedando más al aire sus carencias interpretativas al enfrentarse con ese vendaval llamado Virginia de Morata, quien imprime más fuerza a su personaje de la que tiene sobre el papel, actriz con presencia, capaz de expresar mucho con poco, una robaplanos que gana por goleada desde el comedimiento, imponiéndose al resto del reparto. En el Festival de Málaga fueron premiados ex aequo como actores de reparto Héctor Medina y Salva Reina, ambos en papeles que se quedan en la superficie, en el estereotipo, aunque los dos obvian el exceso o la desproporción, especialmente el segundo en un cometido cómico que en manos de otro hubiera podido llegar a ser irritante; del mismo modo, 321 días en Michigan obtuvo el reconocimiento del público, quien la distinguió de entre todas las películas proyectadas en la sección oficial, lo que es reflejo de su saber hacer, ese que, por desgracia, no muchos están pudiendo/podrán corroborar (es de desear que la próxima aventura de Enrique García, porque merece una nueva oportunidad para que pueda ir madurando, para demostrar que las bondades percibidas en esta cinta no son flor de un día, para ir definiendo su propia voz, tenga una mayor repercusión).