AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN:
Pablo Berger GUIÓN: Pablo Berger MÚSICA: Alfonso Vilallonga FOTOGRAFÍA: Kiko de
la Rica REPARTO: Maribel Verdú, Macarena García, Daniel Giménez Cacho, Ángela
Molina
Se antoja complicado (y sobre todo irreal) hablar de “moda” cuando tan
sólo podemos encontrar dos ejemplos de la misma y, además, cada uno ha nacido
hace un cierto tiempo y sin tener conocimiento de que había alguien más peleando
por el mismo empeño; en todo caso, puestos a analizar en esos términos el
estreno de Blancanieves de Pablo
Berger, más que empezar a establecer paralelismos con The artist (2011), deberíamos enclavarlo en el año en que se
cumplen 75 del estreno de la adaptación que de cómo contaron la historia los
hermanos Grimm hizo Walt Disney, revolucionando el séptimo arte tal y como
ahora está sucediendo con este regreso a los orígenes: cine mudo y en blanco y
negro en pleno siglo XXI. Pero tampoco podemos achacar al director vasco ese
oportunismo porque ha sido tan sólo una carambola del destino la que ha
motivado que, tras siete años de lucha por sacar adelante su proyecto, éste vea
la luz justo después de la decepcionante Blancanieves
(Mirror, Mirror) y de la entretenida Blancanieves
y la leyenda del cazador, estrenadas ambas en este 2012 de conmemoración (acordándonos,
por supuesto, de la desopilante visión del dramaturgo Juan Mairena para
Microteatro por dinero: Desmontando a
Blancanieves, que bien pudiera hacer suya la frase promocional de la cinta
de Pablo Berger porque, sin duda alguna, nunca nos habían contado el cuento así;
y teniendo en cuenta que parte del éxito de la estupenda serie Érase una vez se debe a que la columna vertebral
de la misma es la historia de una niña blanca como la nieve, más bella que su
madrastra).
Para glosar esta excepcional circunstancia de que dos de las películas
más aplaudidas de este último año y pico se presenten bajo el aspecto formal de
lo que sin rubor ni crítica de ningún tipo ha de ser considerado “cine de otra
época”, han sido varios los que se han acordado de cómo El sexto sentido (1999) reventaba la sorpresa, la vuelta de tuerca,
el giro con el que Alejandro Amenábar noqueaba al espectador en el tramo final
de Los otros (2001) cuando, en
realidad, cada título jugaba su baza de manera bien distinta (muy tramposa y
efectista en el primero, sorprendente y coherente en el segundo) y los
resultados dramáticos, es decir cómo se integraban en la narración, eran muy
diferentes (no seré yo el que, imitando a un político de escaso fuste destripe
el final de ninguna de las dos), al margen de que no recuerdo que en la
multitudinaria proyección para la prensa del filme español alguien dijese “me
lo imaginaba” y sí un sobresalto generalizado cuando, digámoslo en román paladino,
se descubre el pastel. Del mismo modo, es reduccionista e inexacto (y en
algunos momentos injusto) querer igualar las motivaciones artísticas que
llevaron a Pablo Berger y a Michel Hazanavicius a imaginar, concebir, soñar y
finalmente rodar sus películas del mismo modo.
Donde el
cineasta parisino homenajea a aquellos pioneros que hicieron posible que hoy
sigamos (aunque con menor asiduidad) admirándonos de lo que nos ofrece la gran
pantalla, recuperando el encanto, la ingenuidad, la frescura de aquel momento,
Pablo Berger narra con afán documental, filmando una crónica de costumbres y,
puesto que se fija en la España de los años veinte del siglo pasado, nada más natural
que contarla como si fuese un noticiario de la época; donde Hazanavicius
pretende (y consigue) divertirnos, entretenernos, recuperar el carácter
benéfico del disfrute, nuestro compatriota quiere (y consigue) volver a
demostrar que hay pocas cosas nuevas bajo el sol y que, aunque pretendamos
negar la evidencia, repetimos clichés, comportamientos, que hay realidades que no
podemos (ni debemos) evitar y que conviene seguir aprendiendo del pasado para
no desvirtuar ni empañar nuestro presente.
Al margen del envoltorio con el que se nos presenta Blancanieves (una maravillosa fotografía, una banda sonora
sabiamente utilizada y espléndidamente compuesta para sustituir a las palabras,
un montaje muy medido), lo mejor de la cinta es cómo integra elementos muy
diferentes, cómo trabaja el subtexto sin que nada estorbe a la comprensión,
cómo el que lo desee puede ir quitando capas y el que no quedarse en la
superficie y pasar un buen rato. Aunque, eso sí, tiene algunos momentos que
provocan sonrojo o cierta vergüenza ajena por indignos del talento de Pablo
Berger, especialmente la manera en que se resuelve una tragedia (no
desvelaremos cuál) en los primeros minutos o todo lo relativo al personaje de
Pere Ponce (aún más doloroso teniendo en cuenta que su ópera prima fue aquella
descacharrante y tierna Torremolinos 73 (2003),
en la que supo divertir y emocionar en las escenas sexuales). Pero, por
fortuna, al igual que en sus homólogas (con la excepción de aquella que pone el
acento en la leyenda del cazador en la que una ridícula Charlize Theron exagera
cada gesto produciendo hilaridad), el acierto en la elección de la actriz que
encarna a la madrastra consigue que los ojos no puedan despegarse de la
pantalla y compensa el error que supone una Blancanieves que tan sólo cubre el
expediente (una Macarena García sorprendentemente premiada en el Festival de
San Sebastián –tal vez con la idea de que recorra el mismo camino que María
León con La voz dormida (2011) cuando
cualquier comparación resulta incluso ofensiva- que no logra en ningún momento
hacer olvidar a la muy natural Sofía Oria que encarna el rol principal cuando
es una niña). Es Maribel Verdú, nunca mejor dicho, la reina de la función: la
actriz vuelve a dejar patentes su maestría interpretativa cincelada con
personajes a los que ella dota de mucha vida, dando más de lo que aparece en
guión, de lo que le exige el director (sea comiendo uvas en Amantes (1991), escuchando lo que dicen
por teléfono en Y tu mamá también (2001),
con cualquier mirada de El laberinto del
fauno (2006) o elevando la calidad de la decepcionante Los girasoles ciegos (2008) por cómo se aleja de los requiebros de
un sacerdote). Aquí aprovecha la puesta en escena, el vestuario, la manzana (no
podía faltar), el folclore y la plaza de toros para deslumbrar, para
amedrentar, para enamorar y para ser odiada, evitando caer en el estereotipo
(algo que, todo hay que decirlo, logra Berger al emplear en su justa medida
todos los tópicos necesarios para comprender la época que retrata). Ignoro si proliferarán
otras películas mudas y en blanco y negro al estilo clásico pero, de ser así,
espero que no sean meros pastiches o imitaciones burdas; para eso, me conformo con
las ya vistas.
Aquí tengo un problema y, reconozco que es un problema exclusivamente mío, no creo en las casualidades, más bien en las causalidades. También es difícil de creer que por épocas nos atiborren a películas catástrofes, o de aventuras, o como ahora, mudas o en blanco y negro. En fin, soy una descreída, mea culpa.
ResponderEliminarCon respecto a la Verdú, no puedo estar más de acuerdo. Es raro que no encaje en un papel.Si encima está bien dirigida ya es lo más!
Un saludo de arpatri