TÍTULO ORIGINAL: The Great Gatsby
DIRECCIÓN: Baz Luhrmann GUIÓN: Baz Luhrmann, Craig Pearce (basado en la novela
homónima de F. Scott Fitzgerald) MÚSICA: Craig Armstrong FOTOGRAFÍA: Simon
Duggan MONTAJE: Jason Ballatine, Matt Villa, Jonathan Redmond REPARTO: Leonardo
DiCaprio, Carey Mulligan, Tobey Maguire, Joel Edgerton, Isla Fisher, Elizabeth
Debicki
Una y mil veces regresamos al viejo adagio que afirma que las
comparaciones son odiosas, y es bien cierto que en muchas ocasiones no sirven
para argumentar, tan sólo para menospreciar o ser injustos con una obra porque
evoca otras similares o pretende inscribirse en determinada corriente, pero es
imposible perder de vista lo que ya hicieron otros cuando un creador acomete
una nueva versión, cuando el título es el mismo, cuando la fuente de
inspiración (reconocida) es una grandísima novela; en definitiva, como El Gran Gatsby ya la hemos leído y visto
(y el que no que se ponga a la tarea antes de opinar exhibiendo ostentosamente
su ignorancia, haciéndola pasar por “una visión actual”, consiguiendo que un
montón de desinformados se conviertan en adeptos), no podemos juzgar la
adaptación de Baz Luhrmann sin recordar lo experimentado ante las palabras de
Scott Fiztgerald y las imágenes de Jack Clayton (y señalando que existe un
primer acercamiento cinematográfico de 1949, que en realidad se basa en la obra
teatral de Owen Davis inspirada en el texto original, protagonizado por Alan
Ladd y Betty Field).
La historia de Hollywood (como casi cualquiera) es la de sus amores, los
correspondidos y los encontrados; y a uno de los más tornadizos hemos de acudir
para hablar de la génesis de la que seguirá siendo (se ponga como se ponga
Luhrmann) la versión canónica de El Gran
Gatsby, la que permanecerá, la que seguirá cautivando a espectadores, la
dirigida por el estupendo (y poco recordado) Jack Clayton en 1974: tras el
éxito de Love Story (1970), el
productor Robert Evans se puso a buscar proyectos que encumbrasen definitivamente
a la protagonista de aquella cinta, a la sazón su mujer, Ali MacGraw, pero durante
ese proceso ella intervino en La huida (1972),
iniciando una relación con Steve McQueen, con el que contraería matrimonio al
año siguiente. Por su parte, Evans había contactado con el guionista Robert
Towne con la intención de que se pusiera a trabajar en una adaptación de la
obra maestra de Scott Fitzgerald, pero éste sintió miedo ante la titánica tarea
y a cambio le ofreció el material en que estaba trabajando, un libreto original
que se filmaría con el título de Chinatown
(1974); el encargo original fue trasladado a Francis Ford Coppola –en uno
de sus momentos más creativos y esplendorosos: tras la magistral El Padrino (1972), llegaría su
prodigiosa continuación, El Padrino II (1974),
con la que obtendría los Oscar a la mejor dirección y al mejor guión adaptado,
el mismo año en que se llevaría la Palma de Oro del Festival de Cannes con La conversación (1974), por la que sería
candidato al mejor guión original, estatuilla que iría a parar a las manos de
Towne por Chinatown- y los planes de
Evans eran que Ali MacGraw protagonizase ambas cintas, hasta que el romance con
McQueen se hizo público, y Mia Farrow y Faye Dunaway se hicieron con dos roles
en los que cuesta imaginarse a la heroína de Love Story.
La obra de Scott Fiztgerald es muy breve, incluso elíptica, narrada en primera
persona se limita a reflejar lo que un personaje vio o le contaron, lo que a
veces constriñe un tanto la historia, trabajando por acumulación, pudiendo
parecer que se pasa por encima de las cosas mientras éstas van calando en el
ánimo del lector, van dejando un poso de melancolía y dolor, dos
características básicas en la narrativa del prodigioso escritor, al que tal vez
debamos obras más rotundas (Suave es la
noche) o más ricas y desarrolladas (Hermosos
y malditos), pero pocas de la sobriedad, contención y poder de sugestión de
El Gran Gatsby, amarga, denuncia de
una frivolidad e impunidad que, de una forma u otra, conduciría
irremisiblemente al Crack de 1929 (la novela se publicó en 1925), de unas
costumbres sociales que condenan al ostracismo, al maltrato psicológico (e
incluso físico), a la estigmatización, al que no las acepta, una de esas
novelas que, como diría el gran Julio Cortázar, “gana a los puntos”,
lentamente, impregnando al lector, haciéndole suyo, provocándole reflexiones y
sensaciones contradictorias, analizando el interlineado. Coppola acertó de
pleno con el enfoque dado a su guión, olvidando al narrador cuando no era
conveniente, explorando y explotando el carácter romántico de la historia,
mostrándonos la intimidad de Gatsby y Daisy, convirtiendo a la pareja
Redford-Farrow en uno de los más grandes hallazgos del cine de cualquier época,
a la que la elegancia y suntuosidad de Clayton (espoleada por las de la prosa
de Fitzgerald) envolvió con el mayor de los mimos.
A pesar de este referente, se esperaba con impaciencia e interés el
filme de Baz Luhrmann, cineasta personal, rompedor, ilimitado, capaz siempre de
dar otra vuelta de tuerca al material a priori más trillado y convencional; con
Romeo + Julieta (1996) consiguió
algunas imágenes sorprendentes, ciertos hallazgos muy estimulantes, pero el
castillo se venía abajo por un Leonardo DiCaprio que todavía no había
encontrado su camino y una Claire Danes llena de muecas (las mismas que ha
sabido revertir en su beneficio para triunfar con la serie Homeland). Fue ese prodigio llamado Moulin Rouge (2001) el que permitió que todo el barroquismo del
cineasta se desbordase sin freno, encajando cada pieza en su sitio, haciendo
necesario cada lentejuela, cada pluma, cada detalle, inflamando la pantalla con
colores vivos, al límite, creando una sinfonía hipnótica, un continuo
abracadabra, un festín para los melómanos, los románticos, los aventureros; y
parecía que ese iba a ser el camino a seguir para su Gran Gatsby: los años 20, los del charlestón y el jazz, los de las
fiestas desenfrenadas, los de la locura y la frivolidad, los de la ley seca,
los de los largos collares, los de las damas sofisticadas que fuman con
boquilla, parecían un territorio propicio para que Luhrmann volviera a
descontrolarse como él sabe (es decir, teniendo todo bajo control) y orquestase
un espectáculo vibrante y brillante, con tiempo para profundizar en los
corazones de sus personajes (como ya hiciese con los portentosos Ewan McGregor
y Nicole Kidman en Moulin Rouge).
Pero, por desgracia, el resultado está muy debajo de lo esperado, acentuando la
tendencia marcada por la segunda parte de Australia
(2008), una burbuja de un champán sin apenas fuerza que estalla antes de
habernos provocado cosquilleo, una dirección errática y sin fuerza, una
carencia total de ritmo, un reparto absolutamente inadecuado.
Leonardo DiCaprio, quien ha demostrado su madurez como intérprete, su
empaque y elegancia, su solvencia en títulos como El aviador (2004), Revolutionary
Road (2008) o J. Edgar (2011),
regresa aquí a sus peores momentos, resultando blando, nada carismático,
convirtiendo a Gatsby en un alma en pena sin ánimo ni pasión; Carey Mulligan es
un estrepitoso error de casting: tras provocar el aplauso por su estremecedora
interpretación en An Education (2009),
la joven actriz se ha limitado a participar en filmes de hinchado prestigio en
los que cualquier morisqueta adquiere tintes míticos (léase la simplona Drive (2011) o la vacua Shame (2011)) y entremedias ha adquirido
todos los vicios y mohines del que fue su pareja, el nefasto Shia Labeouf,
encarnando una Daisy que parece adormilada, fatigada, sin rastro de la
ambigüedad y efervescencia que tan admirablemente supo plasmar Mia Farrow;
Tobey Maguire, como de habitual, se limita a pasear su sonrisa bobalicona, sin
extraer ni un ápice de humanidad de su personaje, quedando como un estereotipo
que, al estar presente en todo el metraje (bien en persona, bien como voz
narradora), resulta de lo más cargante.
Todo buen escribano tiene derecho a echar un borrón, más cuando lo hace
en el ejercicio de su oficio; por lo tanto, confiemos en que Baz Luhrmann
vuelva a encontrar la inspiración y pensemos que (ojalá) su película provocará
que alguien coja un libro y se deslumbre por F. Scott Fiztgerald o vea un filme
de tiempos pretéritos (¡Es de 1974! ¡Qué antigualla!) y se interese por un
señor llamado Jack Clayton.
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