DIRECCIÓN: Manuel Martín Cuenca
GUIÓN: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (inspirado en la novela Caríbal de Humberto Arenal) FOTOGRAFÍA:
Pau Esteve MONTAJE: Lucía Palicio REPARTO: Antonio de la Torre, Olimpia
Melinte, María Alfonsa Rosso, Joaquín Núñez, Gregory Brossard
El silencio es muy difícil de utilizar en el arte, pero acertando en la
medida correcta, sabiendo dosificarlo, dejándolo aparecer en el lugar idóneo
para seguir comunicando, encontrando su elocuencia, es uno de los recursos que,
paradójicamente, más satisfacción y contenido proporcionan al espectador; los
momentos más sobrecogedores que uno puede recordar en un teatro están asociados
a esos instantes en que la acción parece detenerse, en los que hay palabras que
resuenan, que pugnan por ser pronunciadas, pero son enmudecidas, impedidas,
contenidas, refrenadas, censuradas, innecesarias. Del mismo modo, los silencios
en el cine pueden servir para crear atmósfera, para transmitir soledad,
desolación, imposibilidad de expresar sentimientos, mil y un matices que un
cineasta con carácter, brío, delicadeza y sabiduría puede extraer, siempre que
encuentre los intérpretes idóneos (monumentales, habría que añadir y destacar)
para olvidar aspavientos, trucos fáciles, parafernalias, y aceptar el despojamiento
de una de sus mejores armas (si no la mejor): la voz; Dirk Bogarde afirmaba que
una interpretación dependía de ésta en un porcentaje casi cercano al 100% y, no
obstante, no tuvo problema en prescindir de ella cuando un Joseph Losey en la
cima de su creatividad –El sirviente (1963)-
o un Luchino Visconti más estilizado, preciosista, profundo y sensorial que
nunca –Muerte en Venecia (1971)- así
se lo requirieron en lo que sin duda quedan como dos de las muestras más
imperecederas y totales de su grandiosidad como actor. Michelangelo Antonioni
ha pasado a la historia como el cineasta de la incomunicación, con larguísimos
planos en los que los personajes se miran, se esquivan, se evitan, se
tropiezan, pero no hablan; el cine oriental es pródigo y experto en el manejo
de estos en apariencia tiempos muertos en los que la tensión del que contempla
puede dispararse más allá de cualquier límite tolerable, ese fue uno de los
mayores aportes a la narrativa del western que hizo el gran Sergio Leone y podríamos
seguir enumerando ejemplos de cómo transformar el silencio en el mejor diálogo
posible, en la descripción más acertada, en un elemento imprescindible para
comprender lo narrado.
Pero este recurso, como se decía antes, tiene que manejarse con cautela
y, sobre todo, honestidad, veracidad, no para que el director en cuestión se
escude en la etiqueta de lo “difícil”, lo “artístico”, lo “a contracorriente”,
para remarcar que él no desea un espectador convencional y, por lo tanto,
auparse en un elitismo que en todo caso deben concederle los que ven sus
películas (si bien es cierto que goza del beneplácito de esa crítica, tantas
veces denostada en estos escritos, que, al igual que el cineasta, se siente
importante y por encima de los demás por el hecho de aplaudir y glosar lo que
se anuncia y vende pretenciosamente como “minoritario” –cuando uno pensaba que
cualquier artista quiere llegar al mayor número de personas posibles-); analizando
la filmografía de Manuel Martín Cuenca se ve muy claro este esfuerzo por poseer
una voz propia, un estilo muy personal, al margen de modas o tendencias,
amparado e imbuido en la nebulosa de lo autoral, atrapado en un estilo
hermético que se distancia con cierta soberbia del que no gusta, no participa,
no entra en la dinámica planteada (cuando, paradójicamente, recurrir a esa
cerrazón no debe implicar dejar fuera, sino crear la corriente de comunicación
desde otros parámetros). Caníbal supone
el culmen de lo ya esbozado o manejado en La
flaqueza del bolchevique (2003), la muy irritante Malas temporadas (2005) o La
mitad de Óscar (2010) y el caso es que, como ya sucedía en aquellas, el
resultado podría ser otro muy diferente y gratificante si no se quedase en lo
anecdótico, en lo superficial, si supiera inyectar la inquietud, el
sobrecogimiento, el enrarecimiento necesario para que lo en apariencia trivial,
cansino, cotidiano se tiña de esa excepcionalidad que sólo puede insuflar un
artista.
El máximo escollo que tiene esta película es, precisamente, todos los
referentes que Martín Cuenca convoca, los auspicios bajo los que quiere
colocarse, incluso negándolos (tal vez, como le sucede a mucho “experto”,
desconociéndolos), es decir, El carnicero
(1970) de Claude Chabrol, una obra madura, en la que el virtuosismo para
conjugar tonos y hablar a diferentes niveles es sublime porque, como es clásico
en el gran cineasta francés, el conjunto está presentado con enorme sutileza,
sin que nada se perciba, trabajando por acumulación, sorprendiendo sin hacer
trampas, subvirtiendo sin engolamientos o pies forzados. Tras una primera
secuencia muy bien rodada y que nos atrapa, Caníbal
se estanca en una normalidad que, en contra de lo que se anhela, no resulta
ominosa, amenazante, ni siquiera logra lo que pudiera ser el efecto contrario,
es decir, sentir lástima, preocupación, incluso apego por ese personaje gris,
triste, imbuido en su rutina con la obsesión del que sabe que no hay nada más
allá; no encontramos ese silencio sordo y perturbador que daba título a la
espléndida El silencio de un hombre (1967)
de Jean-Pierre Melville, sólo hay una atmósfera gélida que, por mucha carta de
naturaleza que quiera dársele, no sabe impregnarse de las corrientes
subterráneas que anidan y se establecen entre la pareja protagonista y que a uno
no le hace plantear ni la mínima pregunta sobre por qué actúan así, qué sucedió
en lo que se ha eludido mostrar o qué vendrá
a continuación. Gran parte de los planos del filme se basa en el rostro de
Antonio de la Torre, alejado de sus muecas habituales pero constreñido a un
hieratismo del que no sabe sacar partido, una máscara muy forzada en la que no
puede leerse nada y que no desasosiega como debiera (Luis Tosar, con el que
trabajó Martín Cuenca en La flaqueza del
bolchevique, es capaz de decirlo todo con los ojos; ¡cómo no evocar a
Anthony Hopkins, y no por lo que algunos pensarían, sino por su lección excelsa
en Lo que queda del día (1993)!; para
comprobar cómo ser terrorífico desde la normalidad conviene revisar El bosque del lobo (1970) y volver a
arrodillarse ante la magnificencia de José Luis López Vázquez). Concebida como
película simbólica, abierta a diferentes interpretaciones, como provocación
para que el espectador se posicione, Caníbal
no sabe romper el cascarón de su propio código y se alarga innecesariamente
para no llegar a ninguna parte (aunque, en realidad, ese parece ser su
verdadero objetivo), por mucho manto de la Virgen que se coloque en el
epicentro de la historia.
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