TÍTULO ORIGINAL: The Hobbit: The Desolation of Smaug DIRECCIÓN: Peter
Jackson GUIÓN: Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson, Guillermo del Toro
(basado en la novela El hobbit de J.
R. R. Tolkien) MÚSICA: Howard Shore FOTOGRAFÍA: Andrew Lesnie MONTAJE: Jabez
Olssen REPARTO: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, Luke Evans, Lee
Pace, Orlando Bloom, Evangeline Lilly, Benedict Cumberbatch
La trilogía de El señor de los
anillos creó una tradición prenavideña, el mejor prólogo posible a estos
días de sonrisas falsas y forzadas, el auténtico y verdadero regalo en un
momento en que la gente va sembrando el camino de deseos pronunciados por
inercia, sin sentirlos, con el mismo gesto con el que las hienas se acercan a
los despojos abandonados por otros depredadores que, al menos, tienen el mérito
de cazar y buscarse el sustento; desde 2012, Peter Jackson dio una prórroga,
reinstauró la norma al anunciar que su adaptación de El Hobbit, su ansiado regreso a la Tierra Media, también constaría
de tres películas, las cuales se estrenarían como mandaban los cánones, como
debía ser, en los primeros días de diciembre. La noticia hizo retorcer aún más
el colmillo a todos esos tolkenianos de nuevo cuño, los que en realidad se
habían asomado a este universo gracias al esfuerzo titánico y el talento de un
extensísimo equipo liderado por uno de los más grandes directores que verán los
tiempos, a los que guardan el tarro de las esencias (el tesoro, habría que
decir con toda la intención) de lo que ellos consideran es Tolkien, a esos
ingratos que un día aplauden y al siguiente están deseosos por empuñar el
martillo con el que abatir el pedestal que ayudaron a construir, a los que se
cansan de algo en cuanto empieza a ser popular, a los que fingen un entusiasmo
sólo para no sentirse desplazados, en definitiva a todos los que, de una manera
u otra, renuncian al placer, programan su actitud y opinión antes de que se
haya dado el primer golpe de claqueta y, por encima de todo, no van al cine a
disfrutar (o alardean de no ir, insultando a los que lo hacen –ese es todo su
nivel argumentativo, o sea, la ausencia del mismo: sentirse inteligentes
utilizando un lenguaje de niños en el recreo-, reclamando su lugar en la
oposición al espectáculo –con lo fácil que es ignorar lo que no te interesa, no
dedicarle ni un segundo-). Para fortuna de los muchos (ahí están las cifras)
que gustamos de reencontrarnos con viejos conocidos, ampliar la nómina de
personajes, confirmar una y mil veces que Jackson es un director de aliento largo,
épica bien entendida y construida, un visionario que disfruta con lo que hace,
un cineasta de gran altura que no descuida ningún elemento, que se refrena
cuando es necesario para que la narración repose, que activa hasta el último
resorte de la maquinaria cuando debe, que crea un conjunto homogéneo en el que
la historia no es fagocitada, que da a los efectos especiales su espacio y
desarrollo (consiguiendo que no se noten, que no parezcan tales, llegando a un
verismo y autenticidad que hacen pensar dónde viven estas criaturas en el mundo
que habitamos), que, en definitiva, tiene un concepto total de la obra y no da
prioridad a ninguna de las piezas por sí sola, para nuestro deleite, Peter
Jackson ha cumplido con la cita.
El Hobbit: La desolación de Smaug es
el centro, el núcleo, la bisagra, el nudo si atendemos a la distribución
clásica de una historia; muchos hablan de película de transición, de simple
peaje antes de la traca final, tal vez olvidando (no diremos desconociendo) lo
que supuso en su día El imperio
contraataca (1980) o, para qué irse más lejos, cómo el volumen más
apasionante de la trilogía de Tolkien dio paso a un filme esplendoroso –Las dos torres (2002)-, en el que se
supo retardar todo lo necesario que su continuación en la pantalla –El retorno del rey (2003)- tuviese más
brío que el original literario –hay que explicar y cerrar demasiadas cosas, que
escritas resultan en ocasiones un tanto farragosas-; del mismo modo, con esta
cinta Jackson hace que la historia avance, que surjan nuevos personajes, que se
resuelvan algunas cuestiones y queden abiertas otras con vistas al tercer capítulo.
Y aunque es, obviamente, tributaria y continuadora del título anterior, el
guión sabe construir la película con la suficiente autonomía como para ser
comprendida por cualquiera, dando las pinceladas justas sobre lo que ya ha
sucedido, haciendo referencias precisas al pasado, contando con la complicidad
de los seguidores, dispuesta a ganar nuevos adeptos (especialmente porque el
fabuloso último plano, alejado de artificiosidad, excesos o pirotecnias, casi
deteniendo el tiempo, poniendo la función al servicio del fabuloso Martin Freeman,
tomándose un segundo de respiro antes de los créditos, es de lo que levanta a
una platea para exigir que proyectan en ese momento la continuación).
A fuerza de resultar reiterativos, debemos volver a hacer hincapié en la
exquisitez que despliega Peter Jackson a la hora de planificar el espectáculo,
cómo planifica las secuencias, los encuadres, los tempos, cómo jamás marea al
espectador con planos imposibles o escurre el bulto confiándolo todo a un
montaje abrupto, que descentra, que no enfoca: la Tierra Media nos resulta real
porque podemos contemplarla, la conocemos, incluso en las escenas más
trepidantes (aquí, sin duda, la palma se la lleva el momento en que los hobbits
huyen escondidos en barriles a través de un río) el director se preocupa porque
todo se vea, se comprenda, se asimile, se disfrute. Y al margen de la
perfección alcanzada en fotografía, dirección artística, caracterización,
efectos especiales, banda sonora (la partitura y el uso que se hace de la
misma) y todos y cada uno de los apartados técnicos y artísticos, hay que
encomiar una vez más el acierto en el casting, la adecuación de los actores en
los roles asignados, cuya punta del iceberg es Orlando Bloom, quien vuelve a
dar vida a Legolas, el personaje que supuso su descubrimiento, al que aportó un
carisma y una presencia que, por desgracia, no ha vuelto a demostrar en su
filmografía posterior, aptitudes que reaparecen aquí como por arte de magia,
explotando una química muy estimulante tanto con Evangeline Lilly como con Lee
Pace, dos incorporaciones muy afortunadas a la saga. Asimismo, aunque a buen
seguro tendrá una buena oportunidad en El
Hobbit: Partida y regreso para abundar en lo conseguido y ganarse sus
merecidos laureles, Luke Evans irrumpe en la trama para aportar energía,
misterio, emoción, gracia y buen hacer, uniéndose al elenco que ya habíamos
aplaudido y celebrado en la primera entrega. Pero, por encima de todo y todos,
hay que rendirse al magisterio que a pesar de su juventud despliega sin freno
un actor que se ha revelado como imprescindible, maleable como pocos, poseedor
de unos recursos inagotables, capaz de sugerir desde el hieratismo, manejando
su voz con la precisión del músico más virtuoso, grandioso en cualquiera de los
géneros que ha tocado, sin ponerse límites, resultando icónico en cualquier
personaje por poco tiempo que permanezca en pantalla, es decir, Benedict
Cumberbatch, cuyo rostro ha servido para crear a Smaug, el dragón al que no se
limita a dotar de habla, el dragón al que transforma en real, por inflexiones,
movimientos, intenciones, por el duelo verbal que mantiene con el que es su
compañero en esa serie que nació clásica –Sherlock
(2010-2014)- y que regresa justo en estos días a la BBC; decir que su voz
estremece, seduce, cautiva, asombra, sorprende, es decir muy poco: hay que
sentirla para encontrar la definición correcta (al igual que Adam Serkis y
Gollum, Cumberbatch quedará asociado por siempre a Smaug, por mucho que lo
ignoren esos cantamañanas que piden nominaciones para voces en películas
indies).
Habrá que esperar a la conclusión de la trilogía para confirmar si se
justifica el haber transformado el relato de Tolkien en tal, aunque las
perspectivas auspician un resultado impecable; sólo por cómo quedará el
conjunto, por lo que tendremos cuando se hayan encajado todas las piezas, puede
resultar tolerable el parón (no demasiado extenso, pero se percibe) que esta
cinta experimenta antes de abordar el último tramo ese en el que, una vez más,
Jackson no da tregua: después del estupendo comienzo que supuso El Hobbit: Un viaje inesperado (2012),
puede afirmarse que su continuación es un buen progreso que no desmerece a su
antecesora y que hace prever una conclusión a la altura que el propio cineasta
se ha marcado y a la que nos tiene acostumbrados (ahora bien, qué haremos en
2015 cuando no haya nueva película sobre la Tierra Media, no es necesario
pensarlo por el momento).
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