TÍTULO ORIGINAL: Kaze Tachinu
DIRECCIÓN: Hayao Miyazaki GUIÓN: Hayo Miyazaki (basado en su propio cómic,
inspirado en la novela homónima de Tatsuo Hori) MÚSICA: Joe Hisaishi
El asunto del cine de animación siempre hace correr muchos ríos de
tinta, sobre todo desde que algunos decidieron que sólo se otorgaba el marchamo
de calidad a aquel que estuviera destinado a los adultos o cuando menos
desarrollase tramas complejas, menospreciando todo lo que pudiera ser
catalogado como “infantil”, juzgando a los grandes clásicos (los que hicieron
avanzar la expresión, el arte cinematográfico, los pioneros, los que se la
jugaron) con la visión un tanto alienada e influenciada por lo que se lleva
ahora, por lo sublimado, por lo sancionado como idóneo, como merecedor de
consideración, hablando como si siempre se hubiera mantenido el mismo criterio,
como si desde la infancia uno hubiera sido capaz de discernir lo que merece la
pena preservar y lo que no, como si uno exigiese a lo que entretiene algo más
allá de ese cometido primordial, como si lo meramente divertido, lo que nos
evade, lo que sólo busca gustar y complacer en lo más básico fuese algo
negativo. Todos los que ahora demonizan a Disney por el mero hecho de serlo,
como marca, como nombre, sin concretar en cada título de los que fueron
cimentando y ampliando su imperio, arrinconando con un solo gesto años de
innovación, de investigación, de deleite, de sorpresa, de clásicos que han
alcanzado esa categoría porque lo merecen (no hay más que ver el éxito de
cualquier reposición –aunque ahora no se practiquen como hace años, cuando se
esperaba con anhelo, e incluso con los dedos cruzados pensando en tu favorita o
en la que aún no habías visto, el anuncio de cuál sería la elegida para
proyectar en cines- o las cifras de venta de los formatos domésticos),
mantienen el discurso aprendido, endeble y poco o mal argumentado,
fundamentalmente tildándole de falsario por pintar un mundo color de rosa,
agradable, con fe en las bondades de cada quien, moralina que en ocasiones no
lo es tanto y que en otras, sencillamente, no estorba ni perturba, no convence
de nada, pero proporciona un disfrute que permanece con el paso del tiempo,
olvidando tal vez el origen de muchas de sus creaciones, cuentos infantiles,
fábulas, historias ingenuas con moraleja en las que el maniqueísmo campa por
sus respetos, productos destinados a un rápido consumo, para audiencias que no
van más allá de lo elemental porque no es el momento, en los que uno sigue sin
comprender (y sin necesitar cuando los fue conociendo a la edad debida, sin ahora
echarlo de menos o pensar qué tonto fue por creérselos) por qué es necesario
que haya espacio para lo que deprime, lo que asusta, lo que no se comprende (ya
habrá tiempo en la evolución de cada uno como lector/espectador/persona),
obviando que el lobo da mucho miedo (y se traga enterita a la abuela) o que al
patito se le insulta por no responder a los estándares de belleza vigentes (¿Cuentos
complacientes y sin matices? ¿Haberlos conocido nos ha convertido en títeres
clónicos que no distinguimos el bien del mal?). Y si nos centramos en Walt
Disney, es justo recordar que su carácter visionario fue el motor para
convertir lo que se conocía en los mentideros de Hollywood como “la tontería de
Disney” en un filme que, por derecho propio, se inscribió desde su estreno con
las letras más doradas que puedan encontrarse en la historia, el que supo
vislumbrar que la animación merecía largometrajes, ser algo más que un
complemento, el que comprendió que tenía un éxito sin precedentes entre manos
(en contra de lo que tantos le vaticinaban –algunos, no podemos negarlo,
futurólogos interesados en que fracasase, de ahí el pronóstico desfavorable-)
cuando escuchó llorar a los espectadores adultos en una de las primeras
proyecciones de Blancanieves y los siete
enanitos (1937), el que amplió las posibilidades de entretenimiento, el que
incorporó matices, el que supo hablar con el mismo lenguaje a los niños y a sus
padres, el que trazaba personajes ambiguos, atractivos pero malvados, el que va
a seguir reinando pese a quien pese.
El caso de Hayao Miyazaki, en realidad, desmonta las absurdas teorías de
todos los que se precian de gustar de una animación que en ocasiones sólo es
apabullante en lo técnico, que se recrea demasiado en sus logros sin prestar
atención a las tramas (esas que se supone son el verdadero salto cualitativo,
como si Toy Story (1995), maravillosa
en sí misma, no bebiese ni buscase sus referentes en situaciones narradas en Dumbo (1941), La dama y el vagabundo (1955) o El
libro de la selva (1967), como si la decepcionante tercera entrega de la
saga –esa que rindió a la crítica de todo el mundo, a tanto fatuo
autoproclamado experto- no se limitase a repetir los hallazgos de las dos
primeras, cayendo en todos los lugares comunes y manidos que provocan chanzas
si proceden de otro estudio -¡Ah, no, que ahora son el mismo!-), esa
hipertrofia de que dan buena cuenta cintas como Los increíbles (2004) o Up (2009),
enredadas en su propia importancia, estirando hasta la extenuación situaciones
que no dan para un largo, provocando la inquietud (cuando no directamente el
aburrimiento) del público objetivo, es decir, el infantil. Y es que resulta que
el maestro (porque lo es y lo ha demostrado con creces) se formó/curtió en el
departamento de animación de los estudios que crearon Heidi (1974), El perro de
Flandes (1975) o Marco (1976),
series de televisión que, se mire como se mire, fueron revolucionarias,
rompedoras, diferentes, un soplo de aire fresco, por mucho que llamase la
atención que los rostros de todos los personajes se asemejasen, por mucho que
los fondos fueran en ocasiones un mero trazo, por mucho que en el momento de su
estreno no las juzgásemos más que como lo que éramos (es decir, niños) y porque
no han perdido su encanto, su candor, su sencillez formal porque lo que
buscaban era la efectividad, crear adeptos (y lectores, aunque esa es otra
historia). Siguiendo unos parámetros muy claros, siendo fiel a una tradición
(idiosincrasia oriental, sin duda), Miyazaki fue ampliando horizontes,
encontrando su propio estilo, rompiendo moldes sin que lo pareciese,
subvirtiendo el género sin pretensiones, aportando ritmo, vigor, personalidad,
recurriendo a una animación muy reconocible (esa que en manos de otros es
considerada trasnochada, superada, anticuada, torpe, roma), suponiendo el
reencuentro con códigos que siguen funcionando siempre que sepan utilizarse y
revitalizarse, sin perder esos pasmo y asombro primigenios que los nuevos
espectadores mantienen intactos, sin intoxicaciones, y que regalan a través de
exclamaciones, aplausos, bocas abiertas, regocijo sin límites, reacciones
idénticas, por cierto, a las que experimenta el adulto cuando comparte una
proyección de El viaje de Chihiro (2001),
una joya absoluta por su libertad, por no poner frenos a la imaginación, por no
pretender dar lecciones, por saber ganarse el favor del público de cualquier
edad sin complejos, sin renegar de lo elemental, consintiendo y propiciando la
particular implicación de cada uno en el nivel que prefiera, en el que se
sienta más cómodo, pudiendo variar la percepción en cada nueva revisión.
Y Miyazaki anuncia su retirada tras el estreno de El viento se levanta, ofreciendo una película que responde a lo que
esperamos de su universo fílmico, en el que encontramos su sensibilidad, su
ternura, su preferencia por lo onírico, su gusto por los que se atreven a soñar
y luchan por llevar a la práctica eso que un buen día creen posible, pero lo
que podría haber sido una cinta emocionante, romántica, con el punto necesario
de nostalgia (tanto la anticipada por la despedida como la que viven los
personajes), sensible y conmovedora, se queda un tanto en lo superficial,
ensamblando con poca pericia lo fantasioso y lo real, abusando de los sueños
del protagonista sin que eso tenga una verdadera continuidad en la historia,
deteniéndose en explicaciones demasiado prolijas que sólo un iniciado en la
materia (la aviación, la aeronáutica) logra comprender, prestando atención a
detalles que, si no son prescindibles, al menos no debieran ocupar tanto
metraje, perdido un poco en su admiración por el personaje real que inspira la
película (Jiro Horikoshi, el diseñador de algunos de los cazas japoneses
utilizados durante la II Guerra Mundial), pareciendo que a partir de cierto
punto no se tiene muy claro el lugar al que se quiere llegar, cerrando la cinta
con precipitación, dejando la sensación de que falta algo. Aun así, es un gusto
rastrear la mano del maestro, sentir que se entra en el túnel del tiempo,
comprobar que aquella animación que nos gustaba aunque no supiéramos decir por
qué, aunque no tuviésemos el bagaje para preferirla por nosotros mismos, aunque
no conociéramos la nomenclatura correcta para referirnos a ella, mantiene
intactos todos sus valores y virtudes, especialmente cuando la maneja alguien
que sólo se preocupa por narrar, por comunicar (incluso quedándose a medio
camino, hay secuencias para la leyenda, guiños para cinéfilos, trampolines para
lanzarse a soñar sin freno ni red), por desarrollar su trabajo sin
condicionamientos de ningún tipo (lo único que cabría esperar es que Miyazaki
dé marcha atrás en su decisión y nos sorprenda, más pronto o más tarde –preferiblemente
lo primero-, con otra de sus creaciones).
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