TÍTULO ORIGINAL: The BFG DIRECCIÓN: Steven
Spielberg GUIÓN: Melissa Mathison (basado en el libro The Big Friendly Giant de Roald Dahl) MÚSICA: John Williams
FOTOGRAFÍA: Janusz Kaminsky MONTAJE: Michael Kahn REPARTO: Mark Rylance, Ruby
Barnhill, Jemaine Clement, Bill Hader, Rebecca Hall, Penelope Wilton, Rafe
Spall
Dentro de ese hábito por querer tenerlo etiquetado absolutamente todo,
creando categorías que se pretenden inamovibles y sin posibilidad de
evolucionar o servir de abono para otras que supongan variaciones sobre lo
estipulado, siempre han aparecido voces que intentan salvaguardar a la
infancia, a los jóvenes, a los que están formándose (¡Como si uno dejase de
aprender! ¡Que lo digan, por ejemplo, Goya o Solón de Atenas!), a los que
consideran incapacitados (cuando no inferiores) para comprender un contenido
que sólo debe ser disfrutado por adultos (aunque habría mucho que matizar sobre
la idoneidad del término según a quien se aplique -el número de años vividos
sólo es eso, no otorga un mayor conocimiento, una mayor capacidad de
discernimiento, un juicio más sólido y ecuánime-). Por este motivo se intentan
trazar fronteras firmes entre lo que es “infantil” y lo que es “para mayores”
(en este caso, las comillas sirven para incorporar un cierto retintín, una
cierta burla, un tono marcadamente peyorativo para indicar aquello que confunde
términos -ya que existen, utilicémoslos con la mayor propiedad posible-,
trivializando la seriedad y aplicación que un creador debe tener a la hora de
producir algo dirigido específicamente a los niños o pensando que lo adulto se
ciñe a la cuestión sexual); sin entrar en un debate que da para mucho y excede
el objeto del presente escrito, es fácilmente comprensible que hay obras de
arte que sólo pueden apreciarse y valorarse en su complejidad y totalidad
gracias a la experiencia, los estudios, el bagaje, pero del mismo modo hay
otras que, por aceptar diferentes lecturas, por no causar “daños irreparables en
mentes inocentes” (esos que hay quien intenta exorcizar persignándose de manera
compulsiva y elevando plegarias desesperadas a cualquiera que pueda impedirlo),
porque la interpretación y percepción que de ellas se extraigan dependen de los
códigos que cada espectador posea, pueden ser conocidas por receptores de
edades muy diversas. ¿Por qué los Muppets -esos que en España llamamos durante
mucho tiempo Los Teleñecos- no pierden fans, todo lo contrario, según estos van
cumpliendo años? ¿Por qué los grandes clásicos de Disney son imbatibles? ¿Por
qué el ogro Shrek o el pez Nemo -no digamos Asno y Dory- son personajes
queridos por el público más variopinto? Precisamente porque han sabido aunar
con enorme sencillez elementos de enganche con casi cualquier tipo de
espectador, más allá de la fecha que aparezca en su DNI (eso, si tiene edad
suficiente para tenerlo).
Uno
de los escritores que con más acierto y talento ha sabido hablar a los niños
como a iguales, creando historias que, al mismo tiempo, divierten y entretienen
a los mayores, respetando la estructura de los cuentos clásicos pero
incorporando detalles que implican a los padres, tíos, abuelos, hermanos
mayores (esos que, al releerlo con los pequeños, perciben los cambios que el
texto experimenta, el modo en que asuntos que pasaron desapercibidos cobran
significado o adquieren relevancia), es el escritor británico Roald Dahl, autor
también de narraciones destinadas en concreto a los adultos, poseedor de una
prosa diáfana y expresiva que, llegado el punto, sabe volverse tenebrosa y
ambigua, combinando a la perfección los tonos para no perturbar más de lo
debido, consiguiendo la complicidad del lector y dándole libertad para encarar
la lectura del modo que desee. Steven Spielberg ha tenido que aguantar mucho
tiempo que se le considerase un director para el público infantil, sigue
habiendo muchos que le restan autoría, seriedad, capacidades (también hay
algunos que, de repente, tras años de negarle el pan y la sal, cuando les ha
convenido y por una película en concreto -la fría y bastante fallida El puente de los espías (2015), que al
basarse en un guión de los hermanos Coen entra en una categoría diferente para
los que viven de apariencias e imposturas-, han sido varios los que de repente
sólo cantan excelencias sobre el cineasta, recuerdan sus múltiples obras
maestras, a las que ahora consideran de ese modo como si no existiesen
hemerotecas e historiales en las redes sociales que deberían servir para que
ningún medio de comunicación que se considere mínimamente responsable de lo que
publica contase con ellos), no importaba que Loca evasión (1974), Tiburón (1975),
Encuentros en la tercera fase (1977)
o El color púrpura (1985) fuesen,
claramente, productos muy adultos, daba igual que En busca del arca perdida (1981) y sus secuelas o Parque Jurásico (1993) recaudasen
millones en todo el mundo sin necesidad de tener que llevar un niño a la sala
para justificar nuestra presencia en la misma, nadie parecía comprender que E. T. El extraterrestre (1982), el film
culpable de la etiqueta por la que Spielberg tenía que pedir continuamente
perdón (como si, por otro lado, fuese algo negativo dedicarse a los
espectadores más jóvenes), la historia de Elliot y su amigo llegado de otro
planeta provocaba entusiasmo, asombro, lágrimas y carcajadas en los chavales y
en los padres, en cualquiera con sensibilidad para dejarse atrapar por una
historia que abogaba por la diversidad, por el respeto, por la convivencia, por
el entendimiento. Aunque ha tardado tiempo en suceder, era lógico que en algún
momento los caminos de Dahl y Spielberg se cruzasen y que, además, la firma de
Melissa Mathison rubricase la unión.
En
muchas ocasiones, el cineasta contó que su idea sobre la amistad entre un
chaval y un extraterrestre se le venía se le venía abajo en cada intento hasta
que Mathisson se involucró en el proyecto y supo armar un guión sencillo cuya
mayor baza es la naturalidad y cuyo mejor ingrediente es la humanidad que
destila sin necesidad de moralejas forzadas. Es indudable el paralelismo entre
aquella cinta y el material original de Dahl (ambos, entre otras cosas, comparten
la honestidad de no pretender descubrir nada, todo lo contrario), por eso Spielberg
puso en manos de la guionista la traslación a imágenes del libro que en España
se publicó como El gran gigante bonachón (ahora
ya reeditado con el título de la película), trabajo que sería el último llevado
a cabo por Mathisson antes de fallecer el pasado mes de noviembre. Aunque el
éxito ha acompañado a adaptaciones previas (tanto en cine como en teatro), el
universo de Roald Dahl es difícil de plasmar en su totalidad, suele quedar
reducido a lo más básico e infantil en el peor sentido del término, pierde fuerza
y frescura: si Danny DeVito lo hizo aparecer como una sucesión de chistes sin
demasiada gracia en Matilda (1996),
Tim Burton fracasó estrepitosamente en Charlie
y la fábrica de chocolate (2005) puesto que logró un espectáculo colorido y
atractivo, pero vacío y carente de emoción -sin su presupuesto ni posibilidades
técnicas, Mel Stuart fue más fiel y conservó las esencias de Dahl en Un mundo de fantasía (1971), con un
sorprendente Gene Wilder como Willy Wonka-, ambos títulos se han convertido en
musicales en el West End londinense pero, a pesar del lógico éxito en un país
en que el autor es lectura imprescindible, a pesar de la brillantez de
determinados números, a pesar de -sobre todo Matilda-mantenerse en cartelera varias temporadas, no han
traspasado la batería, no tienen canciones que vayan a quedar en la historia.
Mathisson sortea con cierta facilidad los primeros escollos, nos mete en
situación, narra con sencillez, sigue fielmente el modo de contar de Dahl, pero
no consigue evitar que, llegado cierto punto, algunas secuencias se alarguen
innecesariamente y el metraje parezca excesivo. Por fortuna, Spielberg pone
toda la maquinaria en funcionamiento durante el tramo final para que el
espectáculo esté servido y la cinta retome el vuelo, poniendo, como tantas
veces, los efectos especiales al servicio de la historia, usándolos sin recato
porque así se precisa pero sin abusos ni rimbombancias, apoyado en un libreto
que, tal y como sucede en el original literario, no trata de adoctrinar ni de
moralizar.
Mark
Rylance, el señor capaz de inyectar veracidad y hondura a la gelidez de los
Coen (volvemos a El puente de los espías,
su muy merecido Oscar como actor secundario en la última edición de los
premios), el intérprete que, fuera del Reino Unido y de los amantes del teatro,
apenas era conocido hasta que Spielberg puso sus ojos y confianza en él (aunque
la miniserie de televisión Wolf Hall,
en la que interpreta un espléndido Thomas Cromwell, ha compartido honores en el tiempo con la película citada), vuelve
a dejar clara su categoría, su capacidad para emocionar desde la aparente
imperturbabilidad (en realidad, apenas cambia el gesto: trabaja las corrientes
subterráneas, lo muy sutil, va acumulando sin que se perciba hasta que los
efectos se notan en el patio de butacas), olvidamos que estamos viendo el
resultado de una interpretación procesada, matizada, capturada, completada a
través de un ordenador (o de muchos), el prodigioso y puntilloso trabajo del
equipo de efectos especiales (y de otros departamentos técnicos) permite,
consiente y coadyuva a que el rostro de Mark Rylance no pierda humanidad, a que
el gigante (y su mundo) parezca real, a que no nos extrañe su aparición, como
le sucede a la niña protagonista, Sophie (una estupenda Ruby Barnhill), que no
en vano es una grandísima lectora, como también lo era Matilda (es toda una
declaración de intenciones, un reconocimiento al maestro, un ponerse bajo sus
auspicios, que esté leyendo Nicholas
Nickleby cuando el gigante se la lleva), de ahí que no se haga preguntas
inútiles y se limite a querer comprender. Ver en pantalla a la siempre
eficiente Penelope Wilton (en una simpática encarnación de Isabel II) siempre
es gratificante y más cuando forma una curiosa y bien acoplada pareja con
Rebecca Hall en algunos de esos momentos que Dahl incluye como guiño al público
adulto aunque integrados de tal forma en el tono original que los niños los
reciben con algarabía y sin desconectar. A pesar de ciertas arritmias ya
señaladas, Spielberg demuestra una vez su solvencia como narrador, su maestría
sin recurrir a extravagancias o reclamaciones fuera de lugar, él sabe que
ciertas estructuras nunca van a sufrir los efectos del tiempo y la carcoma, no
hace falta inventar nada, tan sólo ser fiel a lo que funciona sin volverse
rutinario o repetitivo (y, a pesar de las semejanzas con E. T., al fin y al cabo esos son los asuntos que más le interesan,
ahí está la voz de un autor, el cineasta no cae jamás en el error del
mimetismo).
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