TÍTULO
ORIGINAL: Now You See Me 2 DIRECCIÓN: Jon M. Chu GUIÓN: Ed Solomon, Pete
Chiarelli MÚSICA: Brian Tyler FOTOGRAFÍA: Peter Deming MONTAJE: Stan Salfas
REPARTO: Jesse Eisenberg, Mark Ruffalo, Woody Harrelson, Dave Franco, Daniel
Radcliffe, Lizzy Caplan, Morgan Freeman, Michael Caine
Conviene
hacer autocrítica, es un ejercicio positivo si se practica con humildad,
honestidad, ética, reconocimiento del error y propósito de la enmienda:
aquellos que escribimos recurrentemente sobre cine, por mucho que lo amemos,
analicemos, escudriñemos, disfrutemos y también, por supuesto, odiemos (cuando
la película no resulta de nuestro agrado), nos vemos obligados a utilizar frases
hechas, tópicos, etiquetas y categorías establecidas como tales, cosas que ya
se dijeron, en parte porque son inmejorables, en parte porque las rubricamos,
en parte porque no se nos ocurre nada propio que tenga coherencia y solidez
argumentativa. Pero, querámoslo o no, es tentación irresistible la de sacar a pasear
una vez más aquel viejo dicho que afirma que “segundas partes nunca fueron
buenas”, adagio que nunca se cae de la boca de un tiempo a esta parte porque,
metiendo todo en el mismo saco y generalizando sin rubor aunque en seguida
comencemos a matizar, Hollywood lleva demasiado tiempo sobreviviendo (con
mejores o peores recaudaciones, eso parece importar poco cuando se apuesta por
fórmulas que acusan su desgaste en taquilla mientras se desechan otras a las
primeras de cambio) a base de refritos, revisitaciones, renacimientos, copias
descaradas de éxitos anteriores, sagas, series que se ramifican y van
conformando una genealogía que a veces es complicada de seguir para el
espectador que no puede o no quiere (o no le da tiempo a) verlo todo. Y se da
el caso de oír hablar o leer sobre la profusión de “segundas partes” (o
terceras, cuartas o quintas), “secuelas”, “continuaciones” y términos similares
utilizados con escasa propiedad, incluso llegando a confundir al público: no
hace mucho alguien afirmaba que la carrera de Tom Hanks reflotaría en lo que al
éxito comercial se refiere gracias al estreno de “la tercera parte de El código Da Vinci”, hay quien no se
cansa de lanzar vaticinios que no se cumplen (y que luego “olvida” haber hecho
públicos e incluso llega a negar lo publicado), la cinta que dirigió Ron Howard
inspirada en la novela citada recaudó bastante menos que la que le sucedió
intentando repetir la jugada e incluso, aunque se hizo un lanzamiento de
campanillas, tuvo menos copias en exhibición desde el mismo momento del
estreno, veremos qué sucede con Infierno -ese
es su título-, pero se da el caso de que no es la tercera parte de nada, en
todo caso sería la cuarta y no de El
código Da Vinci sino de Ángeles y
demonios que fue la primera novela que Dan Brown publicó con Robert Langdon
como protagonista, pero es que técnicamente no es una parte de algo sino tan sólo una historia con un personaje que ya ha aparecido anteriormente en otros
libros. En el sentido de “consecuencia o resulta de algo”, primera acepción que
recoge el DRAE para definir “secuela”, sí estaríamos ante una, pero cuando en
la tercera se matiza que también puede entenderse como tal aquella “obra
literaria o cinematográfica que continúa una historia ya desarrollada en otra
anterior” caemos en la cuenta del uso un tanto incorrecto que se viene haciendo
de la palabra porque, técnicamente, si la historia primigenia concluyó
satisfactoriamente en el sentido de saber cerrar su peripecia, por mucho que se
estire el chicle y se dé vueltas al mismo asunto, por mucho que aparezca el/los
mismo/s personaje/s protagonista/s, volviendo a El código Da Vinci, ni ésta es secuela de Ángeles y demonios ni las posteriores lo son de una u otra (o de
ambas, rizando el rizo), puesto que en cada una se aborda una investigación
diferente, se trata de una serie al estilo de tantas que en la literatura y en
el cine han sido y son, continúan en el tiempo (aunque a veces sea complicado
trazar una cronología -Miss Marple, Hércules Poirot, el comisario Maigret, en
parte Sherlock Holmes, son muchos los que parecen anclados en el tiempo y se
acepta sin mayores complicaciones la situación aunque sin considerar sus
novelas secuelas de las anteriores, incluso aunque haya vagas referencias a
otras son totalmente independientes y se comprenden sin que sea necesario
leerlas todas en orden-); pero, las cosas como son, las definiciones de las
palabras no siempre consiguen plasmar su verdadero uso, el matiz que pueden
adquirir según el contexto o se le añaden detalles que les quitan frescura, es
el caso de “secuela” cuando se especifica que en lo literario o cinematográfico
se debe continuar la historia pero, bueno, como la puerta se dejó abierta, como
quedaron flecos, interrogantes, destinos en el aire, como el final un tanto
abierto (que no era arbitrario ni frustrante, que suponía un espléndido remate)
se veía diseñado con la intención de tener un cabo que agarrar por si la jugada
se saldaba con fortuna (tal y como sucedió), lo cierto es que Ahora me ves 2 comienza justo en el
punto que concluyó su predecesora (no literalmente, no el segundo después, pero
enganchando con los minutos finales de aquella gratísima sorpresa que fue Ahora me ves…) y, aunque pueda decirse
que “el caso” al que se enfrentan los personajes es otro, sólo con el
conocimiento de la primera pueden comprenderse algunas situaciones,
insinuaciones o relaciones personales que aquí se dan, ciertas frases que
recurren a un código restringido.
Todo
lo que en la película que dirigió Louis Leterrier era sorpresivo,
abracadabrante, trepidante, fluido, rápido, se transforma en elefantiásico,
grandilocuente, apabullante sin emoción, artificial, John M. Chu no es capaz
(como sí lo fue el parisino en su día) de renunciar a su habitual pirotecnia, a
forzar y retocar tanto las imágenes que, nunca mejor dicho, el truco queda
demasiado a la vista, el conjunto no nos gana el corazón, nos deja fríos,
hastiados porque esas piruetas ya las hemos visto o suenan a vistas, porque el
director está más interesado por trazar un arabesco que por la trayectoria del
mismo, por dónde puede llevarle y, sobre todo, por la repercusión que éste
pueda (y deba) tener en el público. Aunque carente del brío que supo inyectar
Leterrier en el material original, sólo en la secuencia del robo (no contaremos
más por no boicotear las pocas sorpresas que alguien puede llevarse, es decir,
no diremos qué objeto se quiere sustraer) vuelve la magia, el hechizo, el
enrevesado pero fantástico artificio que nos involucra y nos hace abrir la boca
con asombro, creyendo lo que vemos, participando de lo rocambolesco de la
situación, celebrando el buen hacer de los ejecutantes, por desgracia el ritmo
no es el mismo ni de lejos durante el resto del metraje, no porque se
entretenga en lo que no viene a cuento, en realidad parece el correcto, no hay
tiempos muertos (siendo estrictos, cada secuencia tiene su porqué, nada sobra
en apariencia ni esencia), pero algo va lastrando el ánimo del espectador, es
en las butacas donde se reduce la velocidad, donde tiene lugar el desenganche,
el desencanto, el malestar ante lo previsible, es fácil anticipar qué va a
suceder e incluso qué personaje va a hacer su aparición triunfal y cuál es su
relación con la rutilante incorporación de esta secuela: Daniel Radcliffe
parodiando el rol que le convirtió en estrella (aunque sutilmente, con
ligereza, sólo como momento para la risotada -no hubiera estado mal un poquito
de sorna y de ambición en ese sentido-), transformado casi en caricatura, muy
por debajo de sus probadas dotes interpretativas más allá de Harry Potter,
aunque el magnetismo que desprenda le ayuda a no hacer el ridículo, al final
parece casi un estrambote, un añadido que no encaja ni haciendo fuerza. El
filme descansa excesivamente en el carisma de los intérpretes (intacto sólo en
parte porque falla el vehículo, el contenido, hay poco a lo que aferrarse, por
momentos son meros arquetipos), incluso abusa de este hecho lo que deja al
descubierto la escasa línea argumental, la vacuidad de la trama, lo innecesario
de esta secuela que, para colmo, incorpora un humor desfasado e histriónico que
recupera al peor Woody Harrelson en un demasiado obvio desdoblamiento de
personaje y se concreta en el lastimoso rol femenino que, ante la ausencia de
Isla Fisher, recae sobre una exagerada y a ratos estomagante Lizzy Caplan (no podemos
juzgar si se aleja mucho o nada de su cometido en Masters of Sex, la serie que protagoniza junto a Michael Sheen y
cuya cuarta temporada podrá verse en EEUU a partir de septiembre). Los demás
hacen lo que pueden (vuelve a destacar un Jesse Eisenberg que olvida sus tics y pucheritos, ejecutante, además, del único truco que cautiva en el tramo final), con mayor o menor fortuna, aunque los más veteranos,
especialmente Michael Caine, sí han venido en esta ocasión a poner la mano para
llevarse el cheque sin ningún sonrojo, algo que en gran medida posibilita el
casi inexistente guión que se limita a ir sumando situaciones con escasa
fortuna y sin que la varita mágica con la que fue bendecida Ahora me ves… surta demasiado efecto
(tal vez ha perdido sus poderes, pero no es necesario que se planteen una
tercera película para resolverlo).
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