DIRECCIÓN: Raúl Arévalo GUIÓN: Raúl Arévalo,
David Pulido MÚSICA: Lucio Godoy FOTOGRAFÍA: Arnau Valls Colomer MONTAJE: Ángel
Hernández Zoido REPARTO: Antonio de la Torre, Luis Callejo, Ruth Díaz, Manolo
Solo, Alicia Rubio, Raúl Jiménez
Hay
películas de las que conviene contar poco, no porque se basen en sorpresas, en
piruetas de guión, en trucos más o menos honestos, no porque su engranaje sólo
funcione cuando se ignora la resolución, no porque contenga un golpe de efecto
como conclusión, sino para evitar los prejuicios, las expectativas (tan nefasto
-y poco ético en lo que a los analistas o así proclamados se refiere- es
criticar duramente lo que no se ha visto, denostar antes de poder conocer -o de
querer hacerlo- como cantar las supuestas excelencias de aquello que se está
rodando, montando, postproducciendo o, incluso, es tan sólo un proyecto más
sobre una mesa de trabajo), hay películas que aumentan sus virtudes cuando uno
consigue llegar al visionado sin tener demasiado o nada claro qué va a ver, más
allá del género en que ésta se inscribe, el nombre de los actores y/o el
director -si es que le son familiares, puede que admirados, quizás la única
razón para elegir esa opción de entre todas las que proporciona la cartelera-, a
veces ni tan siquiera eso, sobre todo en lo que hace referencia al género (que
puede ser el dato, tal vez, más importante, puesto que hay días en que uno no
está para dramas o no le apetece otra comedia o no quiere saber nada de una
historia de amor). Y de una manera u otra se desarrolla la capacidad de
sorpresa, claro, porque uno va experimentando sensaciones sin tenerlas previstas
(por desgracia, hay muchos que llegan a la proyección con la crítica escrita y
no alteran ni una coma) y porque, además, puede que el filme contenga
revelaciones que no conviene intuir (o conocer) antes de tiempo, que hay que ir
atisbando, calibrando, descubriendo al mismo tiempo que los personajes, datos o
hechos que uno va imaginando o que le asaltan sin previo aviso, depende de la
pericia del guionista y de lo activo que sea el espectador. Aunque Tarde para la ira contiene algún
elemento inesperado o que no se explica hasta el momento adecuado (aunque, como
decíamos, habrá en la platea quien sepa reunir las piezas diseminadas con bastante
acierto por los guionistas y componga el puzle antes del final), no basa su
fuerza, su aliento enérgico que atrapa desde la primera secuencia (aunque abusa de la pirotecnia, hace temer lo peor, lo que por fortuna se diluye según se van presentando personajes y situaciones), su
contundencia y bravura en tener que responder a interrogantes puramente
policiacos, no hay un misterio que resolver más allá del necesario “¿qué pasará
ahora?” que nos hace estar muy pendientes de lo que sucede en pantalla, pero puede
jugar en contra del modo en que la historia se va desarrollando en lo que a
construcción de personajes y expresión de sentimientos se refiere el hecho de
que algunas palabras, algunas declaraciones, algunas críticas hayan descubierto
más de lo que sería deseable conocer, error en el que especialmente han caído
algunos de los máximos responsables de la cinta a la hora de presentarla ante
los medios, no así el tráiler, absolutamente modélico, muy sugerente pero nada
explícito, sembrando incluso el desconcierto entre aquellos que consiguieron
llegar a una proyección sin saber mucho más y se encontraron con una historia
muy diferente a la que habían podido imaginar.
Alguien
dirá que resulta inevitable traer a colación la palabra “venganza” a la hora de
glosar, comentar y analizar el debut de Raúl Arévalo como director y guionista,
y en parte es cierto, pero con hablar de “viejas deudas”, así un tanto en
abstracto, puede estar bien para que, de ese modo, uno sienta nacer la
sospecha, la inquietud, el desasosiego que transmite el personaje interpretado
por Antonio de la Torre cuando va dejando traslucir que su hieratismo, su
apatía, su grisura, ocultan resentimiento, furia, dolor, su contención responde
a unos nervios excesivamente tensados, a una presión a la que no se sabe cómo
dar salida, el actor malagueño gradúa, refrena, atenúa su tendencia a la
intensidad (notoria incluso en un rol que tenía que estar muy alejado de la
mueca -Caníbal (2013)-), evita el
irritante subrayado que los directores le han consentido/exigido y que ha dado
al traste con lo que podrían haber sido interpretaciones estupendas -aunque,
paradójicamente para quien esto escribe, han sido laureadas y aplaudidas hasta
la extenuación- para recuperar la naturalidad y sencillez de los trabajos que
le dieron merecida fama y éxitos como el Goya ganado en buena lid por Azuloscurocasinegro (2006), su
inexpresividad consigue conmover, incomodar, desazonar, ir comprendiendo y
asumiendo el calvario diario que debe haberle supuesto el mero hecho de
respirar en la progresión que el guión ha medido con metrónomo y precisión de
orfebrería contribuye al estupor del espectador, le implica más en la película,
le obliga a participar, a plantearse interrogantes íntimos, esos que nos
enfrentan a nosotros mismos y que confieren importancia y grandeza a las obras
de arte que los provocan, esos que incluso van cambiando de orientación o de
bando según transcurre el metraje. Luis Callejo incorpora un magnífico reverso
para componer junto a Antonio de la Torre una moneda que a ratos sólo tiene una
cara, los personajes están tan sólidamente construidos que no podemos sino
reconocer sus motivaciones, sus crímenes, sus actos por mucho que nos espanten;
rostro muy conocido gracias a la pequeña pantalla, nombre a seguir para los
espectadores teatrales, en los últimos tiempos ha intervenido en varias
películas que han incrementado su popularidad y, sobre todo, han dado cuenta de
su infinita versatilidad, de su estupendo hacer, han fijado su nombre en la
memoria del público, nombre que debe resultar imborrable a partir de ahora
gracias a una interpretación llena de aristas que jamás cae en el estereotipo,
en lo exagerado, dotando de alma y emociones puras (no fingidas ni manidas) a
alguien que, a pesar de su aparente fortaleza, es tan frágil como cualquiera
cuando se enfrenta a circunstancias que no controla ni es capaz de prever.
La
portentosa escritura de dos novatos en estas lides como son Raúl Arévalo y David
Pulido (psicólogo de profesión, sin duda eso se nota en el modo de dibujar y exponer
personalidades ambiguas, sentimientos llevados al límite, estallidos y
reacciones irracionales con suma naturalidad, sin juzgar, sin maniqueísmos, con
la turbiedad necesaria para que resulten fieramente humanos), la firmeza del
guión descansa sobre los cimientos más sólidos posibles, los personajes, las
personas que vemos en pantalla y respiran verdad, y esas virtudes aún se
demuestran más en aquellos que aparecen menos tiempo que el dúo protagonista,
los que sólo necesitan unos minutos para conformar retratos rotundos y sin fisuras,
bien sea desde un segundo plano plagado de miradas cargadas de reproche, de
hartazgo, de dolor, de ilusiones destrozadas, de miedo, de negación de la alegría
(una monumental Ruth Díaz que cuando ocupa el primer plano aún arrebata,
perturba y estremece mucho más, premiada en la sección Orizzonti del Festival
de Venecia como mejor actriz, la única lástima es que su personaje no
intervenga más en la acción -aunque su ausencia es comprensible y, por otro
lado, ha incendiado de tal modo la pantalla que su presencia sobrevuela por
todo el filme aunque sólo aparezca lo estrictamente necesario-), bien sea
magnetizando a la cámara y robando la escena como hace un espléndido Manolo
Solo, quien se adueña de una secuencia que se convierte en legendaria desde el
primer visionado y eleva a su intérprete a las cotas más altas de excelencia.
Reivindicando la herencia del cine de Saura en los 70, del de Eloy de la
Iglesia o José Antonio de la Loma, evocando al Camus de Con el viento solano (1966), citando también como referentes a Sam
Peckinpah o los hermanos Dardenne, es una lástima que Raúl Arévalo se deje
llevar en demasiadas ocasiones por las tentaciones autorales de estos últimos,
atendiendo más a los frenéticos y un tanto estrambóticos movimientos de cámara
que al conjunto, pareciendo que no confía en el poderoso material que tiene
entre manos (tanto en lo relativo al guión como en el aspecto actoral),
precipitando el ritmo tan magníficamente medido en lo escrito, forzando el
arrebato, desvirtuando a ratos la atmósfera lograda con esa violencia sorda que
se intuye y anticipa, con esa rabia que se ha ido transformando en ira a fuerza
de apretar los dientes hasta hacerlos sangrar, con esa fiereza a la que no sabe
cómo dar curso y que se ha ido macerando con la lentitud necesaria, esa
venganza (¿por qué no decirlo si ya lo han hecho tantos?) fraguada a fuego
lento que, en realidad, está a medio cocer, de ahí el espeluznante resultado,
de ahí el nerviosismo que contagia a los testigos atrapados en sus butacas, de
ahí que nada derive en lo obvio, en lo fácil, de ahí que cierta tosquedad formal
-muy bien conseguida, sin manierismos- imprima tanta garra a algunas secuencias,
de ahí que (sin desvelar nada) cuando llega la conclusión, la única posible y
verosímil (la que se ha intuido -si bien es cierto que sólo en los últimos
compases, cuando se ha recabado toda la información-), a pesar de esa cámara
que debería estar más templada, por el trazo vigoroso de su escritura (de la de
ambos guionistas) y su impactante rúbrica, uno sólo puede celebrar el
nacimiento de un estupendo narrador.
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