TÍTULO ORIGINAL: Les saveurs du
Palais DIRECCIÓN: Christian Vincent GUIÓN: Etienne Comar, Christian Vincent
(basado en las memorias de Danièle Mazet-Delpeuch) MÚSICA: Gabriel Yared
FOTOGRAFÍA: Laurent Dailland MONTAJE: Monica Coleman REPARTO: Catherine Frot,
Arthur Dupont, Jean d´Ormesson, Hippolyte Girardot, Jean-Marc Roulot, Philippe
Uchan, Laurent Poitrenaux
El género histórico ha gozado de un lugar privilegiado en las artes,
sobre todo en lo relativo al cine: ya en la época muda hubo creadores (los que
inventaron el negocio, los que lo convirtieron en algo digno, los que lo
cimentaron, los que desterraron el calificativo peyorativo de “atracción de
feria”) que decidieron echar la vista atrás y plasmar en imágenes lo que pudo
ser el pasado, bien utilizando la Historia como elemento propagandístico, bien
dando carta de naturaleza a leyendas, bien intentando ser un complemento (o un
sustitutivo) de libros poco atractivos (siempre resultan así los que uno debe
leer como parte del estudio), bien reescribiendo e inventando en beneficio propio
(o de los que se quería apoyar); nombres como los de Cecil B. DeMille o Fritz
Lang rompieron todas las barreas del momento y, al mismo tiempo, fueron
imprimiendo en los fotogramas un aliento épico, espectacular, sin importar el
metraje total. Como cualquier asunto, la manera de reflejar hechos históricos
en la pantalla ha ido cambiando con el paso del tiempo, dando paso a, podríamos
decir, diferentes subgéneros: uno de los más exitosos es sin duda el narrar la
intimidad de los personajes, su vida cotidiana, convertirlos en personas con
las mismas pasiones, inquietudes, virtudes y defectos que los sentados en la
platea; al fin y al cabo, al margen de un espléndido fresco de la época y de un
ajustado resumen de la política del momento, uno de los máximos atractivos de El león en invierno (la obra de James Goldman
transformada en una poderosa cinta en 1968 por Anthony Harvey gracias al
concurso de dos inconmensurables Katharine Hepburn y Peter O´Toole) es retratar
el convulso puzle de la Europa del siglo XII como un drama familiar. En los
últimos años se ha ido agudizando la tendencia a fijarse en sucesos muy
recientes, a hablar de gentes que aún están vivas, a querer llegar más allá de
lo que cuentan los medios de comunicación; tal vez la cinta canónica en este
sentido (al menos por el momento) sea The
Queen (2006) donde, gracias a un brillante guión de Peter Morgan, a una
cuidadosa dirección de Stephen Frears y a una prodigiosa encarnación no sólo de
la con todo merecimiento laureada Helen Mirren sino del resto del reparto (poniendo
el acento, con toda justicia, en Michael Sheen y James Cromwell), se transformó
lo que a priori pudiera pensarse como un capítulo de Spitting Image con actores en lugar de con marionetas en una
historia apasionante y reveladora (por lo que cuentan las críticas, Morgan ha
vuelto a lograrlo –y otra vez con la ya imprescindible Mirren- con la obra The Audience, en la que pasa revista a
las reuniones privadas entre Isabel II y los, por el momento, doce Primeros
Ministros que ha conocido). A partir de ahí, llegaron otras como El discurso del rey (2010) o La dama de hierro (2011) –sin olvidar,
claro, las influencias de una serie capital como El ala oeste de La Casa Blanca (1999-2006)- e incluso el cine
francés se atrevió a contar el ascenso al poder del que en esos momentos aún
era presidente en la meritoria De Nicolas
a Sarkozy (2011).
En un país que ha dado, querámoslo o no, tantos nombres para la Historia
resulta lógico que se continúe explotando el filón de desentrañar las
personalidades que han ocupado el Palacio del Elíseo desde un punto de vista
doméstico, intentando comprenderlas mejor (lo que no significa justificarlas o
dedicarles hagiografías encendidas), conocerlas en los pequeños detalles, en
sus rutinas, en su realidad cuando abandonan el despacho. De este modo, parecía
muy interesante adentrarse en los recuerdos de la que fue cocinera personal de
François Mitterrand durante dos años puesto que, ya que tanto se afirma de un
tiempo a esta parte “somos lo que comemos” y que la frase se repite como un
mantra y como si fuese la solución a cualquier problema, podía resultar muy
elocuente conocer qué platos prefería el presidente, si se preocupaba mucho o
poco de los menús, con qué agasajaba a sus invitados, en definitiva, detalles
en apariencia nimios que servirían para perfilar su retrato, para añadir
facetas, para completar nuestra visión. Sin duda, el resultado es una película
agradable, simpática, sin ínfulas, sin tremendismo ni sensacionalismo, más
centrada en la figura de esa mujer que, tal vez sin ser consciente de ello,
trabajaba en la verdadera cocina del poder y siendo una metáfora de cómo chocan
y compiten diferentes facciones por gozar del beneplácito y confianza del
máximo dirigente.
Por utilizar las metáforas culinarias, podría decirse que el filme que
nos ocupa está cocinado con atención y mimo, vigilando las dosis, sin excederse
en las cantidades, quedando tal vez un poco soso, pero conformando un plato que
satisface y sacia lo suficiente, sin provocar digestiones pesadas. Lo más
sorprendente, tal vez por el culto que hay en torno a su figura, es que
Mitterrand no aparezca como tal, es decir, jamás se le nombre y que el
seleccionado para encarnarlo sea el prestigioso escritor Jean d´Ormesson, quien
no tiene ningún parecido físico con el personaje original, como si se hubiese
querido respetar su figura, no ir más allá, no hacer un editorial y sí una
cinta de “ficción”, en el sentido de que tampoco la protagonista aparece con su
nombre real, camuflando un tanto lo que se narra, aunque, por otro lado, eso
ayuda a que la historia sea fácil de digerir, sin referencias excesivamente
locales, evitando enredarse en discursos o soflamas y, al mismo tiempo,
agrandando el carácter metafórico de lo que sucede, nunca mejor dicho, en los
fogones del poder.
Hortense Laborie (el trasunto cinematográfico de Danièle Mazet-Delpeuch)
es nombrada cocinera personal del presidente para atenderle directamente, sin
pasar por el control del chef del Elíseo, tiene su propio ayudante y lugar de
trabajo diferenciado y alejado de la cocina central que atiende al resto de
trabajadores y habitantes del Palacio. El deseo del mandatario de recuperar los
sabores de su infancia se traducirá en la total libertad con que Hortense busca
ingredientes y se salta la férrea disciplina en lo que a proveedores se refiere
para localizar los mejores productos, sin importar el precio, puesto que están
destinados a la mesa personal de la máxima autoridad del país y de sus
invitados. Por supuesto, la aparición de esta mujer en el Elíseo y la estimación
que va ganando en el ánimo del presidente se traducirá en una guerra intestina,
como lo son todas las que hacen referencia a los egos y deseos de medrar de los
mediocres de alma, de los que no aceptan el papel que les corresponde, de los
que cualquier elogio o galardón siempre les parece poco. Son hilarantes las
secuencias en las que Hortense debe enfrentarse o sortear a los funcionarios
mimetizados con su poltrona, a los que hablan de ellos mismos en tercera
persona, a los que se piensan más necesarios que el propio presidente, a los
que tienen más agarraderas y recursos porque nunca juegan limpio, es
desternillante cómo el sentido común desarma a los que sólo se rigen por lo que
está escrito, por lo que debe hacerse, por lo que ellos sancionan como
tradición.
El máximo acierto de la película es entregar el rol principal a
Catherine Frot y convertirla en el eje de la misma: es una actriz muy completa
que carga de contenido cada mínimo gesto, capaz de expresar comicidad, dolor,
pesadumbre, enfado, con un fruncimiento de labios, aparentemente hierática
porque no precisa de grandilocuencia ni énfasis para hacer creíbles sus
personajes (recuérdese cómo evitó el ridículo en Odette, una comedia sobre la felicidad (2006) donde, ayudada por el
cuidado que puso tanto en la escritura como en la dirección Eric-Emmanuel
Schmitt, supo convertir en real el mundo imaginario de esta mujer, haciéndola
adorable, querible, inolvidable). Formando un simpático dúo con el muy acertado
Arthur Dupont, Frot vuelve a demostrar su dominio de la escena, orillando la
parodia, apuntando lo chistoso, pero sin despeñarse por lo grotesco (lo que no
evita que a veces echemos de menos un poquito más de azúcar, o sea de
diversión, de chanza, en lo narrado). Sin duda, un buen plato de cocina
tradicional, con la esencia que el cine nunca debería perder (que, además, nos hace creer que es muy fácil meterse en la cocina a crear y que abre el apetito hasta lograr que las tripas hagan ruido -mejor, véanla bien comidos, lo que no significa que deban llevar provisiones a la sala... ¡Coman antes!-).
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