No resulta ningún esfuerzo recordar la primera vez que tuve conciencia
de que existía una actriz llamada Eleanor Parker, el momento en que decidí
rendirle pleitesía sin remisión (nunca mejor empleada esta expresión, ya que
supone una de sus cimas interpretativas; luego llegaremos a ello): habíamos ido
en plan excursión hasta el Palacio del Progreso (en la actualidad Teatro Nuevo
Apolo -¡Qué gran noticia no tener que decir que lo cerraron y/o demolieron!-)
para asistir al reestreno de Sonrisas y
lágrimas (1965), todo un acontecimiento, una noticia que provocó un éxtasis
en casa, una gran conmoción, una alegría, y que supuso que mi abuela y la tía
Carmen comandasen a aquel grupo de chavales inquietos ante la aventura de bajar
al centro a ver una película (mis hermanos, mis primos Luis y Nieves y creo
recordar que también los hijos de Margarita, una señora cubana en cuya casa
limpiaba mi tía –puede que me deje a alguien y añada otros: el caso es que
éramos unos cuantos). Ya sólo entrar a esa sala enorme con ese pantallón
cubierto por un gran telón provocaba un cosquilleo especial, el de alguien que
nació espectador, auspiciado y aumentado por las cosas que nos iban adelantando
en el metro sobre lo que íbamos a ver; de repente, las luces se apagaron y
comenzó la ansiada, bendita y emocionante ceremonia de ver cómo la luz del
proyector estallaba en la pantalla y cobraba vida la realidad de un filme que,
desde ese momento, se iba a convertir en uno de mis favoritos, en uno de los
motivos por los que amé, amo y amaré el cine. Tras ver cómo Julie Andrews
triscaba por los montes, pletórica, entusiasmada, olvidada de todo al son de la
canción que en inglés da título al original (es decir, The Sound of Music), mientras ella emprendía una alocada carrera
hasta la abadía en la que debía estar, se iniciaron los créditos y, de repente,
como anticipo, como anuncio, como presentación, llegó aquel que me hizo soñar,
fascinarme, enamorarme sin haber conocido aún al objeto de todas esas
sensaciones: “Y Eleanor Parker como la baronesa”; no puedo explicar con
precisión qué experimenté, pero tengo muy vívido el suspiró que exhalé ante
algo que me superaba, ante toda una revolución en mi interior, ante lo bien que
sonaba esa leyenda, ante el regusto que sentí al repetirla en mi interior, casi
como un mantra cuando ni sabía qué era eso (“Y Eleanor Parker como la baronesa”).
Poco después (bueno, en realidad un buen trecho, pero como no hay fotograma que
no sea fascinante en Sonrisas y lágrimas me
pareció un suspiro), la promesa se cumplía, aparecía la baronesa y la
elegancia, la mordacidad, la belleza, el talento de la actriz hicieron el
resto: en el musical original, a pesar de interpretar dos canciones que fueron
suprimidas en la pantalla, la baronesa es casi un elemento de decoración, una
antagonista tópica, un personaje poco y mal diseñado; en el filme, es un regalo
para los ojos, una fascinación continua, una malvada que cautiva, que divierte,
a la que se comprende, y todo gracias a que Eleanor Parker le otorga entidad,
mesura, coqueteo con el espectador, aureola mítica.
A partir de ahí, gracias como tantas veces se ha dicho a esa impresionante
programación de TVE (y a la tía Carmen de la que he aprendido más sobre cine
que leyendo a algunos de los considerados popes, solemnes tostones que no
transmiten ni un ápice de pasión y motivan a todo lo contrario –o sea, a huir
en dirección contraria-), la fastuosa pelirroja fue transformándose en una de
mis favoritas en títulos que no pierden vigencia, que son de y para siempre,
como Cuando ruge la marabunta (1954),
Fort Bravo (1953) y, por encima de
todo, uno de los favoritos de la tía, una joya que no hace mucho revisamos
Pablo y yo y que parece filmada ayer: Scaramouche
(1953), cinta en la que, a pesar de competir con la belleza de Janet Leigh,
se erige como gran protagonista, gana la partida por goleada, resulta fresca,
vivaz, divertida, rompe la cámara con su rostro, su sonrisa, sus ojos, su
impresionante carcajada. Y llegó, en uno de esos añorados ciclos dedicados al
cine negro, Sin remisión (1950), su
primera candidatura al Oscar, su galardón como mejor actriz en el Festival de
Venecia (el único que, para vergüenza de propios y extraños, logró en su
fructífera carrera), uno de esos clásicos que dejan sin aliento, que impactan e
hipnotizan, que remueven y entusiasman (y en el que estaba acompañada por, nada
menos, que Agnes Moorehead y Hope Emerson) y me la encontré en esos
maravillosos melodramas que tan buenos ratos hacen pasar (Melodía interrumpida (1955) –su tercera opción al premio que nunca
le dieron- y ese espléndido Minnelli –como tantos- llamado Con él llegó el escándalo (1960)); y por fin disfruté otra de esas
películas que la tía no se cansaba de evocar: Brigada 21 (1951), su segunda opción a ser reconocida por la
Academia (por sus compañeros), en un rol que en realidad es secundario pero que
sobrevuela durante todo el metraje, imponiéndose incluso a Kirk Douglas; y
apareció en mi vida El hombre del brazo
de oro (1956) para dejar clara su versatilidad, su dosificación de
recursos, su cuidado para no excederse, su prudencia interpretativa, el porqué
de su grandeza.
Y, sin embargo, a pesar de sus poderes, abandonó la gran pantalla muy
pronto (a finales de la década de los 60) y sólo se dejó ver en televisión, si
exceptuamos su intervención en Sol
ardiente (1979), filme a mayor gloria de Farrah Fawcett (aún con el Majors)
que, por otro lado, parece que no alcanzó ninguna (gloria, quiero decir). Pero
su rostro, su sabiduría, su belleza, su hondura, su nervio cuando era
necesario, su elegancia en formas y modos, su perfecta adecuación al género que
fuese, su categoría siempre tendrá un hueco en el olimpo de las diosas de la
pantalla, en el recuerdo de los amantes del cine, en la admiración de los que
no pueden (podemos) resistirse a una mujer que literalmente se sale de la pantalla;
y, por encima de todo, será la baronesa que sabe lo que quiere y va a por ello
pero sabe reconocer su derrota y se retira de escena tal y como llegó:
destilando glamour del de verdad, es decir, del que se tiene, con el que se
nace. Hubiese sido una excelente ocasión para que la Academia rindiese cuentas,
no sólo porque el saldo le era favorable, sino por la excelente interpretación
que llevó a cabo en Sonrisas y lágrimas,
pero sus compañeros decidieron nominar a Peggy Wood, estupenda actriz que fue
doblada en su mejor secuencia (Climb
every mountain, lo que supone en escena ese impresionante final de primer
acto) y, una vez más, menospreciar ese algo indefinible, casi inaprensible, que
distingue a las auténticas estrellas, a las rutilantes cuya luz no se apagará
jamás.
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