miércoles, 27 de agosto de 2014

"OCHO APELLIDOS VASCOS": ESTO NO ES UNA CRÍTICA






DIRECCIÓN: Emilio Martínez Lázaro GUIÓN: Borja Cobeaga, Diego San José MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Gonzalo F. Berridi, Juan Molina MONTAJE: Ángel Hernández Zoido REPARTO: Clara Lago, Dani Rovira, Carmen Machi, Karra Elejalde, Aitor Mazo

   Ante todo, pido perdón al maestro Haro Tecglen por robarle el título para aquella crónica que se vio obligado a escribir después del bochornoso espectáculo dado por Alejandro Colubi, el empresario teatral, quien le arrebató la entrada con la que se disponía a asistir al estreno de Los bellos durmientes (ese magnífico texto de Antonio Gala –ironía en modo on- con el que poco pudo hacer Miguel Narros a pesar de contar con María Luisa Merlo, Eusebio Poncela y Amparo Larrañaga –de lo de Carlos Lozano mejor no opinar, ¿para qué?-), rompiéndola con furia delante del resto de invitados (conviene recordarlo: como no pudo evitar que El País siguiese confiándole la crítica teatral, optó por lanzarse al ataque y emplear el método más expeditivo que se le ocurrió para que no pudiese acceder a la sala), echándole con cajas destempladas porque estaba más que harto de sus análisis personales, de su vitriolo, de su sorna, de que fuese una de las pocas voces libres que llamaban a las cosas por su nombre (por el que pensaba que se merecían: lo argumentaba, lo justificaba) sin tener en cuenta quién o quiénes firmaban el espectáculo, sin atender a conveniencias empresariales, a intereses publicitarios, en definitiva, a todo ese mercadeo, trapicheo, amiguismo que reina ahora (en realidad, desde hace mucho pero muy agudizado en los últimos, procelosos, terribles, malos tiempos que nos azotan) en las páginas destinadas a la cultura y los espectáculos (así, por ejemplo, hoy mismo me topo con el cartel español de la última y esperada película de Clint Eastwood, Jersey Boys, en la que aparece una frase de esas que se saben pedidas de antemano, no seleccionadas entre las reseñas que se publiquen cuando haya tenido lugar el estreno, no escogidas entre las opiniones –se suponen sinceras, esa es otra, que hay mucho que es paniaguado en todo momento, que sabe moverse en todas las aguas, tal vez considerado líder de opinión o cuando menos referente, voz autorizada, y lo que hace es servir como altavoz, rendir pleitesía, redactar publicidad cuando no directamente propaganda-, entre las frases vertidas tras una proyección para la prensa, no, la opinión de alguien que se sabe trabaja codo con codo con la productora/distribuidora, que jamás ha hecho una crítica negativa de cualquier título hollywoodiense (excepto El código Da Vinci, claro, que no digo que mereciese ningún elogio, pero en este caso era claro que podía haber sido ovacionada por el resto de la profesión y/o el público lo que no le hubiese perturbado lo más mínimo –dirigía un programa para Intereconomía, ¿qué esperabais? Y hablo de ello porque yo estaba allí intentando ganar unos euros, intentando hacer periodismo, por fortuna compartía micrófonos con Beatriz Pécker, quien jamás me dictó qué debía decir y en qué tono-), un personajillo que denota en sus palabras su poco conocimiento y, sobre todo, su catadura moral (qué alaba y qué silencia, su tibieza, su nula implicación en asuntos sociales –“lo mejor que nos puede pasar es no mencionarlo” era su máxima a la hora de sentar las directrices de cada programa, llegando a negar la realidad, lo sucedido, viviendo en su burbuja-) y, para colmo, emplea sentencias que sólo revelan la nada absoluta, mareando la perdiz para no comprometerse, no ahondar, no despeñarse, no terminar reconociendo lo evidente (su argumento –si se le puede llamar así- favorito es “toda película tiene su público” –sí, ya, a veces tres despistados, ¿y eso qué tiene que ver?, ¿eso qué dice? ¿esos números dictan tu opinión?-); así, como ejemplo más inmediato, lo que dice sobre Jersey Boys, se supone que para animar a todos a ir al cine, es algo tan inane como “Clint Eastwood cuenta esta apasionante historia como sólo él sabe hacerlo”… Y, ¿cómo sabe hacerlo? Es su primer musical, por lo tanto no tenemos referentes; sí, ya vemos que la historia te parece apasionante pero eso es sobre el papel, lo visto en Broadway o el West End, pero… ¿qué esperamos? (bueno, de ti sólo esas memeces, las cosas como son, sigues a tu nivel, querido –y ya ves que soy generoso, no digo tu nombre y así el que tenga curiosidad tendrá que buscar el cartel, o sea que en realidad te hago promoción, a ver si me lo agradeces o, mejor dicho, no, olvídame y no me mandes más mensajitos diciendo que piensas en mí en tu retiro al otro lado del Atlántico… ¡Qué bueno que estás lejos!-).
   Y no es extraño que aparezca en dicho cartel representando a un medio del Grupo Prisa (mira, qué avanzado, qué progresista el misógino, casposo, rancio, amigo de Julio Ariza, Antonio Jiménez y demás núcleo duro de la derecha más radical y energúmena), sabiendo poner alfombras rojas y dorando píldoras más allá de lo tolerable, mintiendo con descaro, sonrojando incluso a los se sienten cercanos políticamente, porque no quiero escribir una crítica en parte debido a lo que sucedió cuando se estrenó Ocho apellidos vascos, recibida con una algarabía inesperada, con ovaciones inacabables, con plácemes de propios y extraños (sobre todo, de estos últimos, gentecilla como Alfonso Ussía que alardean de no ver cine español pero lo ponen a caer de un guindo y, de repente, se topan con la mejor comedia en siglos –con ese desconocimiento palmario y reconocido, ¿cómo sabe que lo es? ¿Con qué la compara?-, se mueren de la risa, explotan, jalean, se sienten gamberros y políticamente incorrectos porque se atreve con tópicos, maniqueísmos, zafiedades, inclemencias varias –o eso cuentan, pero luego volveremos por aquí-); cuando empezaba a encaramarse a lo más alto de la taquilla de una manera que nadie esperaba ni el mejor de los sueños, cuando el público empezó a abarrotar las salas, cuando la crítica señalaba hallazgos más vistos que el tebeo, ingeniosidades negadas a títulos patrios con clamorosas recaudaciones, maravillas que ya estaban en películas de Martínez Soria, Landa, Mariano Ozores, Esteso y Pajares y demás cine denostado, insultado, vejado, ninguneado (no vamos a decir que son obras maestras, pero ahí está lo logrado, el carácter de documento que han adquirido, el reflejo de una época que querámoslo o no ahí estuvo y no se puede borrar –si ponemos en valor lo de “es la película más taquillera del cine español en no sé cuánto”, al margen de recordar que el mejor baremo sería el número de entradas vendidas porque no es lo mismo que cuesten 100 pesetas o 9 euros, lo tenemos en cuenta para todas, ¿no?, y nadie puede entonces quitar el cetro que tuvieron a No desearás al vecino del quinto, Pero, ¿en qué país vivimos? o Los bingueros-), resulta que un crítico honesto, Jordi Costa, publica su crítica en El País y no es tan complaciente, sin hacer sangre ni ensañarse, señala sus parecidos con esos y otros precedentes, su inscripción en cierta tradición, su parecido con un texto de Vizcaíno Casas, es decir, le reconoce el mérito de hacer reír, saber qué teclas pulsar (lo dice Jordi, ¿eh?, yo no), pero no se rinde categóricamente, no deja de ser una comedia y parece que eso no gusta en la cúpula de Mediaset, ahora de repente quieren recibir el beneplácito de la crítica, no les vale con los índices de audiencia, no se contentan con haber dado en la diana, diríase que menosprecian al público, y se produce una llamada a despachos similares desde los que ordena amordazar a Jordi Costa, dejarle a los pies de los caballos, publicando un texto lleno y pleno de encomio sobre la susodicha película firmado por otro de esos que ejercen la profesión (o en lo que la convierten) teniendo en cuenta a quién deben agradar, con quién hay que contemporizar, buscando amiguetes, medrando sin rubor.
   Pues el caso es que Ocho apellidos vascos no levanta ni media sonrisa a un servidor tiene porque recurre a chistes, guasas, obviedades que ya eran antiguas cuando era pequeño (y voy para los 45, o sea, no nací ayer), que se supone provoca carcajadas tocando temas serios cuando lo que hace es herir susceptibilidades al mostrar una cara divertida de lo que maldita la gracia que tiene, al tomarse a broma una realidad violenta, de constante amenaza, de miedo sordo y latente (por desgracia, experimentada en primera persona en varias ocasiones), que estira la situación con escaso tino, que ni siquiera es capaz de reproducir lo que, a pesar de su humor de brocha gorda, todavía hoy en día tiene cierta chispa, sustentada sobre todo en unos actores sin sentido del ridículo, personajes entrañables y simpaticotes, risibles en sus modos, aires de una España que, por lo que se ve (aunque muchos lo nieguen y otros lo ignoren, aunque los haya que crean que se la han inventado para este filme), todavía está muy viva y activa (piénsese que lo de Torrente se ha convertido en saga y que sigue convocando a un público más que numeroso –y, por cierto, sin ser en absoluto fan de Santiago Segura, más bien todo lo contrario, a éste se las dan todas en el mismo carrillo pero nos derretimos con esta bobada indigna del que fuese estupendo director Emilio Martínez Lázaro, aunque pueda destacarse su contención y sencillez a la hora de componer los planos-), nivel interpretativo que no encontramos aquí con una Clara Lago que repite el tono/personaje en que parece haber quedado atrapada, una Carmen Machi que recurre a sus sonrisitas y gestitos (por fortuna, menos desmesurada de lo habitual), un Karra Elejalde que da el tono (cualquier cosa es mejor que ese Cristóbal Colón gallego que se marcó en También la lluvia, Goya incluido -¡Ay, bendito!-) y un Dani Rovira que demuestra que sabe hacer muy bien de sí mismo, de ese andaluz que exagera el acento porque se piensa gracioso (y eso, la gracia, es una cosa bien distinta y muy seria, hay que tenerla, moldearla, llevarla, no la da un “mi arma”, un “ozú” o un “olé” –véase a los patéticos Los del Río al final, si es que se llega, para comprenderlo, y eso que al menos cantan su mejor canción, que luciría más en cualquier garganta y sin su ampulosidad, su convencimiento de que son los mejores, ese pedestal sobre el que parecen estar en todo momento-), de ese insólito sex symbol en que lo han convertido, con esa permanente carita de no haber roto un plato y pedir asilo, ese actor que no es tal, ni siquiera monologuista porque a las cosas hay que llamarlas por su nombre y lo que él y tantos como él hacen tiene otro nombre, otro pasado, unos referentes a los que jamás alcanzarán. En fin, hasta aquí por hoy porque, para no querer hacer una crítica, me he despachado a gusto.

P.D.: Y alguien pensará que menuda foto he escogido para ilustrar el texto; como digo, esto no es una crítica: aunque siempre escribo con talante periodístico, puesto que mi blog es algo personal, particular, nacido precisamente cuando algunos decidieron dejarme fuera de los medios, hoy me he olvidado de mi profesión y, así, he podido ser libre para decir lo que de verdad pienso sobre algunas cosas (en otra circunstancia tendría que hacer prevalecer la ética y deontología debidas, al público no puedes vomitarle sin ton ni son todas tus rabias -o tal vez debiéramos empezar a hacerlo, en el sentido de no maquillar, no ocultar connivencias, ser más honestos y directos-) y, por eso mismo, publico las fotografías de quien me apetece y a los que no quiero ni ver los sepulto con esta indiferencia visual (Clara Lago es el mal menor).

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