TÍTULO ORIGINAL: Jersey Boys DIRECCIÓN: Clint Eastwood GUIÓN: Marshall
Brickman, Rick Elice (basado en su musical homónimo) FOTOGRAFÍA: Tom Stern
MONTAJE: Joel Cox, Gary Roach REPARTO: John Lloyd Young, Vincent Piazza, Erich
Bergen, Michael Lomenda, Mike Doyle, Renné Marino, Christopher Walken
En un momento dado, casi de
un día para otro, Clint Eastwood se convirtió en un clásico (sin el tono
peyorativo con que algunos han vuelto después esta denominación en su contra,
atacándole o rebajando los calificativos elogiosos por seguir siendo fiel a sí
mismo, por representar una manera de hacer cine que se mantiene en plena forma
y que soporta los embates del paso del tiempo con mayor dignidad que la que
durante una temporada –a veces, ni eso- es “la sensación del momento”); de ser
un actor sólo valorado por un público fiel que le había conferido categoría
indudable de icono (y que en su hieratismo, en su sobriedad, en su economía de
recursos había encontrado un buen caldo de cultivo para ir potenciando sus
cualidades distintivas, sin asumir cometidos que no le fuesen, sin pretender
dar gato por liebre, magníficamente cincelado por Sergio Leone y, sobre todo,
por Don Siegel), un director interesante al que se arrinconaba en la categoría
de actores que se pasan al otro lado, con cierta displicencia, se atender a su ojo
certero para dar en la diana, a unas inquietudes que iban más allá de lo
meramente comercial, de la repetición de clichés o esquemas triunfadores, el
artífice (a un lado u otro de la cámara) de títulos referenciales como Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965), Harry, el sucio (1971), El jinete pálido (1985) o de pequeñas (o
grandes) joyas no valoradas lo suficiente como Escalofrío en la noche (1971) o El
aventurero de medianoche (1982), Bird
(1988) o Cazador blanco, corazón
negro (1990), Eastwood consiguió el aplauso generalizado y entusiasta de
muchos que le negaban el pan y la sal hasta dos días antes (ahí están las
hemerotecas o la memoria de lectores, oyentes, amigos y conocidos de los que
proferían determinadas críticas) con su espléndida Sin perdón (1992) –Oscar a la mejor dirección incluido-, que
algunos quisieron interpretar en clave de arrepentimiento y disculpas por todo
lo anterior, cuando en realidad era un sentido homenaje, un profundo
agradecimiento, unas evolución y maduración impresionantes como intérprete y
cineasta, inalcanzables de no haber existido su pasado cinematográfico. A partir
de ahí, el californiano no ha dejado de sorprender, de romper moldes, de hacer
lo que le ha venido en gana, aceptando incluso proyectos que no le iban, aunque
en realidad su estilo es muy ecléctico y, pasado por su tamiz, cualquier género
puede tener cabida en ese universo que pudiera intentar contenerse en el
adjetivo “eastwoodiano”, sin tener muy claro qué significa, aunque sus
múltiples seguidores saben a lo que nos referimos –o lo intentamos, cuando
menos-; y así, volvió a ser meramente actor y de qué manera en la estupenda En la línea de fuego (1993) –hecho que
no se repitió hasta la un tanto decepcionante Golpe de efecto (2012), en la que su presencia y la química
establecida entre él, Amy Adams y Justin Timberlake era lo que otorgaba cierta
consistencia al endeble guión-, a reinventar el romanticismo con la imprescindible
Los puentes de Madison (1995) –dejando
en pañales a la simple novelita que la inspiraba-, a darse una vuelta de tuerca
a sí mismo con la impactante Medianoche
en el jardín del bien y del mal (1997) o a avergonzar a la Warner (la
compañía se negó a distribuir la cinta a nivel internacional y sólo aceptó el
proyecto porque cumplió un plan de rodaje sencillo, rápido, con los medios
justos y un presupuesto más que ajustado –pero derrochando talento y sostenido
en el de los demás involucrados-) con esa obra maestra incontestable que es Million Dollar Baby (2004) –su segundo
Oscar como director-; también podríamos hablar de filmes irregulares,
inevitables en un ritmo de trabajo incansable, de fracasos estrepitosos, de
películas indignas de su maestría, pero lo cierto es que el saldo es más que
positivo en alguien que lleva casi 60 años en este negocio.
Durante un tiempo, se anunció que el próximo proyecto de Eastwood sería
una nueva versión del clásico Ha nacido
una estrella con Beyoncé como protagonista, hecho que dio pie a un debate
sobre su idoneidad como director de un musical; por un lado, parecía olvidarse
que la historia original de William A. Wellman y Robert Carson (en cuya
reescritura para la gran pantalla participó Dorothy Parker) había servido como
base para un estupendo melodrama y que, cuando años después el maestro George
Cukor la transformó en uno de sus trabajos más abracadabrantes, en esa
maravilla en color con una Judy Garland insuperable, se respetó la estructura
dramática, incluso se la explotó más, aunque se añadieron fastuosos números
musicales que servían para explicar mejor los caracteres principales, las
emociones sentidas, exprimiendo así la versatilidad y grandeza de la estrella
principal (cuando, en la década de los setenta, Barbra Streisand volviese sobre
el mismo asunto, al margen de componer una de las canciones más bellas jamás
escuchadas, un instantáneo y merecido clásico –Evergreen, que le valió su segundo Oscar, en este caso como
compositora-, al margen de cantar como sólo ella puede hacerlo y de elegir como
compañero al también exitoso cantante Kris Kristofferson, no se descuidó el
aspecto dramático, el choque de personalidades, la base de la historia, puesto
que la reelaboración de la misma fue encomendada a dos intelectuales de la
talla de Joan Didion y su marido, John Gregory Dunne, y al experimentado Frank
Pierson); por otro, parecía ignorarse el modo en que Eastwood sabe integrar la
banda sonora con las imágenes, componiendo parte de ella, interpretándola, un
amplio conocimiento musical que fue su mejor baza en las ya mencionadas El aventurero de medianoche y Bird, título este último que es,
posiblemente, una de las mejores traslaciones de lo que significa, supone,
evoca, sustenta, provoca el jazz que se han visto en pantalla. Sin embargo,
aquella idea quedó en la mesa de algún productor, fue desechada, olvidada,
sepultada, pero la de vincular a Eastwood a un musical quedó flotando en el
ambiente hasta que llegó la posibilidad de tomar el timón de Jersey Boys, la obra que narra el
nacimiento y carrera del grupo The Four Seasons, los creadores de éxitos como Sherry, Big Girls Don´t Cry, Walk Like a Man
o December, 1963 (Oh, What a Night),
el cuarteto que se hizo muy popular en los 60 gracias en parte al falsete de Frankie
Valli, un sonido propio y copiado hasta la saciedad, peculiaridad que les
identifica con apenas tres notas, protagonistas de un espectáculo merecedor del
Tony al mejor musical el año de su estreno en Broadway (2005), donde aún sigue
en cartel al igual que en el West End londinense al que llegó en 2008.
Sorprende que los firmantes del guión sean los mismos que escribieron el
libreto original, puesto que las canciones han pasado a un segundo plano,
apenas importan (tanto es así, que algún cerebrito de esos que abundan en las
productoras/distribuidoras ha decidido que la copia en versión original
subtitulada que se exhibe en España no traduzca el contenido de las mismas,
como diciendo “¿qué más le da lo que digan?” –bueno, es la historia del grupo,
deberíamos poder saber qué fue lo que conquistó al público, más allá de las
melodías y de las voces empastadas y conjuntadas, ¿no?; aunque sea en un jukebox musical (reunión de éxitos, obra
construida a partir de los mismos, intentando trenzarlos con mayor o menor
pericia), las canciones no están metidas con calzador, tienen un porqué, cobran
un sentido-), el ritmo contagioso e imposible de resistir que Jersey Boys posee en escena, su
electrizante fuerza, su incontenible energía, su atractivo hechizante, su
arrollador carisma queda en agua de borrajas, diluido, desdibujado, dando
primacía a la parte dramática (magníficamente combinada y utilizada en el
original, buen y acertado sustento para los diferentes números que se van
sucediendo), espléndidamente filmada con la mesura y el comedimiento
proverbiales de Eastwood, regalando algunas de sus mejores páginas,
sustentándose en la soberbia dirección artística de Patrick M. Sullivan Jr. -cómplice
del cineasta en la prodigiosa El
intercambio (2008) y la un tanto incomprendida J. Edgar (2011)-, un nuevo homenaje a Sergio Leone, escenas con
ecos del mejor Scorsese, que no pueden evitar resultar un tanto huecas,
superficiales, quedándose en una excelente reconstrucción de la época sin alma
ni mordiente. En los números musicales, Eastwood parece perdido, sin tener
claro a qué debe atender, sin ocuparse de los intérpretes, sin contagiarse de
la música, filmando de una manera plana muy alejada de sus anteriores experiencias
en estas lides, como si estuviese incómodo y quisiera quitarse de encima lo
antes posible la tarea, sin aprovechar las posibilidades de su elenco,
encabezado por un a pesar de todo plausible John Lloyd Young, ganador del Tony
al mejor actor cuando estrenó Jersey Boys
en Broadway. Es una lástima que uno de los musicales más vibrantes que uno
recuerda haber vivido quede tan deslucido y un tanto desolador que Clint
Eastwood parezca haber perdido ese toque especial, esa particular sensibilidad
para filmar la música.
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