Será difícil olvidar el que por el momento (nos aferraremos a esta
fórmula, confiando en que sea verdad y la economía –la doméstica, la propia-
cambie de rumbo y/o los asuntos laborales sean, existan, es decir, se perciba
alguna remuneración por desempeñar un oficio, por ejecutar ciertas tareas) ha
sido nuestro último viaje a Londres: primero, porque lo vivimos con especial
intensidad y emoción desde que lo planificamos, desperdiciando recursos para
algunos, malgastando para otros, derrochando para aquellos, regalo personal
entre los dos, sin empeñarnos ni pedírselo a nadie (para eso sirven los
ahorros, mermados pero no esquilmados todavía), cumpliendo un sueño; segundo,
porque vimos uno de los musicales que no podíamos dejar de ovacionar, porque lo
de Miss Saigon en el Prince Edward
Theatre superó cualquier expectativa, porque no lo dudamos dos veces cuando las
actualmente muy codiciadas entradas se pusieron a la venta, porque era una
reposición deseada y necesaria; tercero, porque volvimos a estar muy cerca (en
esta ocasión, aún más) de nuestra idolatrada Julie Andrews, porque cantar Edelweiss junto a su prodigioso susurro
fue una experiencia cercana a la levitación; cuarto, porque vimos en escena a
una de las actrices más enormes que verán los tiempos, una de las más
versátiles, de trayectoria irreprochable en teatro, cine y televisión, un
nombre para adorar, una intérprete con aureola, mágica, sorprendente,
carismática, impactante, hipnótica, es decir, Angela Lansbruy.
Habrá quien arrugue el ceño, se sorprenda, incluso se alarme o lleve las
manos a la cabeza por el hecho de dedicar este texto de pleitesía en un blog
dedicado en exclusiva al mundo del cine, y, con su habitual cortedad de miras,
con sus escalafones absurdos y segregacionistas, le concederán su lugar
(ínfimo, casi escondido, sin grandeza ni brillo) entre los rostros televisivos
que marcaron a una generación, insultando como de habitual a los múltiples
admiradores de esa divertida joya conocida como Se ha escrito un crimen (en antena durante doce temporadas
consecutivas, es decir, mucho más que una moda pasajera, un éxito continuado
que consiente las reposiciones y revisitaciones), fans de cualquier edad, como
siempre los tuvo la espléndida actriz londinense puesto que sus créditos
cinematográficos incluyen Luz de gas (1944)-su
debut ante las cámaras, demostrando que traía el magisterio en los genes), El retrato de Dorian Gray (1945), Los tres mosqueteros (1949), El largo y cálido verano (1958), Mamá nos complica la vida (1958), La bruja novata (1971), El espejo roto (1980) o que su
fantástica voz dotó de humanidad y dotes canoras a la inolvidable Sra. Potts de
La bella y la bestia (1991) con la
que Disney regresó a lo más alto; es decir, la Lansbury (de nuevo ese artículo
determinado que sólo merecen quienes se lo ganan a pulso, los que son
reconocibles por su apellido) ha tocado todos los palos, todos los estilos,
todos los géneros, incluso ha inventado algunos, ha variado tonos, los ha
mezclado, los ha matizado, los ha recreado, los ha engrandecido, porque no
conviene olvidar que sus hazañas sobre las tablas se saldan con cinco Tonys,
cuatro de ellos como actriz de musical y el quinto como secundaria por la
función que tuvimos oportunidad de contemplar en Londres: Un espíritu burlón de Noël Coward.
En la feliz época en que Pablo y yo compartíamos micrófono en la radio,
durante uno de esos veranos en que había tiempo para conversar, para recrearse
en la suerte, para gozar con la música, con los contenidos, sin interrupciones
ni monólogos, Angela Lansbury fue la protagonista de una de sus recordadas
intervenciones (no lo digo yo, lo dicen los oyentes), recorriendo los cuatro
musicales que la convirtieron en reina de Broadway: su impresionante Mame, la menos conocida e injustamente
tratada Dear World, su magistral e
insuperable Gypsy (¡Y eso que la
estrenó la espectacular Ethel Merman!) y su vibrante Sweeney Todd, todas parte de nuestra banda sonora en casa y en el
caso de esta última incluso con imágenes puesto que se grabó para ser emitida
por televisión (aunque también en ese caso le fue negado el Emmy, único
galardón de los considerados importantes que se le ha resistido a pesar de
haber sido candidata en dieciocho ocasiones). Fue, sin duda, un rato delicioso
en el que su portentosa voz, su manejo de los agudos, sus múltiples cualidades
interpretativas quedaron al descubierto incluso para el más reticente o para el
que piensa que sólo ha sido la señora Fletcher, icono por el que ya merecería ser
venerada sin necesidad de nada más; Pablo fue narrando algunas anécdotas,
momentos simpáticos, hitos de esta gran mujer de la que el tío Miguel hacía mofa
(más por hacernos rabiar que por otra cosa) cuando la tía Carmen y yo estábamos
en tensión con el capítulo dominical de Se
ha escrito un crimen: “Nadie se ha dado cuenta de nada, todos son tontos,
pero ahora llega ella, se fija en una colillita y dice quién es el asesino”.
Sí, en realidad era así, es parte del juego, una convención que funciona si la
que se reviste de ella es una actriz de un calibre difícil de cuantificar y,
por eso, desde ese día, Pablo la rebautizó como “la señora de la colillita” y
es como la llamamos cariñosamente.
Verla en escena es abracadabrante, de no creerlo, de frotarse los ojos
(además, estábamos en el centro de la fila cinco, casi con alargar la mano
hubiésemos podido tocarla): con la inteligencia que sólo alguien así demuestra,
sin tener que demostrar nada pero jugándosela en directo, implicándose,
entregándose, Lansbury no imita a la no menos genial Margaret Rutherford para
la que fue escrito el rol de Madame Arcati, la evoca/invoca (nunca mejor dicho)
para bien, para que le dé alas, para homenajearla, mientras lleva el personaje
por otro camino, imprimiéndole su sello, bailando, canturreando, jugando con su
sonrisa coqueta y entrañable, disparatando, dejando sin aliento (en ese momento
tenía 88 años, hoy cumple 89), provocando una de esas ovaciones cerradas,
rendidas, con la platea puesta en pie, la misma que recibió su salida a escena
con un aplauso cómplice y entusiasta, el que puede cortarse de raíz o quedar en
agua de borrajas si no se recibe aquello que se espera; pero Angela Lansbury
siempre da más, como si fuese la primera vez, reverdeciendo laureles, sin
adocenarse, sin creer que ya lo ha conseguido todo, aumentando cada día su
nómina de seguidores, logrando la inmortalidad con sus personajes, escribiendo
una y mil veces páginas brillantes en el arte de la interpretación.
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