La peor noticia relacionada con la reciente entrega de los Globos de Oro
que otorga cada año la prensa extranjera afincada en Hollywood es que Tina Fey
y Amy Poehler dejaron muy clara su intención de renovar en la tarea de maestras
de ceremonias desopilantes, punzantes, de réplica veloz, divertidas y
divirtiéndose, de verbo agudo, inteligentes, sin afán de protagonismo, sabiendo
dosificarse y apuntalar el edificio con economía y versatilidad de recursos. Para
la ocasión, en una gala marcada sin duda por los recientes sucesos ocurridos en
Francia a raíz del terrible atentado terrorista sufrido en la sede del
semanario satírico Charlie Hebdo (la manifestación de pocas horas antes en
París no podía ser acallada, su clamor estaba instalado en el corazón de cualquier
demócrata), las dos actrices no rebajaron el tono y fueron sutiles pero
directas (el mejor humor, la denuncia más implacable, la acusación más
contundente no están reñidas con la contención ni con el laconismo: el buen
entendedor sabe de lo que se trata y cierta parafernalia puede diluir el
mensaje), implacables sin perder la sonrisa, hablando sin darse importancia,
como si fuesen frases espontáneas, desarmando con su gesto al contrario, al
criminal, al verdugo, al que querría verlas calladas (por no decir algo más
estremecedor y, por desgracia –no hay que volver a los hechos-, real). Del mismo
modo, no pudieron dejar de meter el dedo en el ojo al dictador norcoreano King
Jong-Un, ese cuya única defensa ante lo que no le gusta es destruir, prohibir,
censurar, guillotinar, cometer ilegalidades, imponer, avasallar, sacándose de
la manga a una corresponsal norcoreana que atemorizó a toda la sala (uno de
esos momentos que sólo gracias a intérpretes tan entregados como Meryl Streep,
Benedict Cumberbatch o Michael Keaton resultan frescos e inolvidables –ese buen
rollo y esas ganas por hacer espectáculo que supo exprimir Ellen DeGeneres en
los Oscar-) y amenazó por ser la próxima presentadora (con tal de que no
regrese Ricky Gervais, ese que considera que hacer humor es resultar grosero y
brutal sin freno ni medida, insultante y ofensivo, más allá de las leyes –porque
eso es lo que se defendió en París: la libertad para hablar, para decir, para
expresar, para enriquecer, para comunicar, no para lanzar acusaciones sin
gracia ni fundamento (y si lo tienen, puesto que hacen referencia a lo privado,
mientras no se cometa un delito del que poder acusar a nadie le importa lo que
creas, pienses o sepas sobre otra persona, cuyo comportamiento tal vez te
irrite, perturbe o perjudique –o tal vez, sencillamente, envidias por no ser
capaz-, pero no influye en los demás)-, justo el extremo contrario de la acidez
bien medida y nada complaciente ni cobarde de Tina y Amy). Gran parte de los
presentadores y galardonados utilizaron los micrófonos para lanzar mensajes de
solidaridad, apoyo y compromiso (nada insólito en personas como Jared Leto o
George Clooney), sabiendo sortear el escollo de “si estamos en una entrega de
premios no hemos venido más que a eso” por ir muy al grano y no andarse por las
ramas (es lo que falla en España, sobre todo porque sólo se toleran
determinados discursos, en realidad se quiere imponer un pensamiento único y
dictar cómo, cuándo, dónde y en qué forma y dirección se expresa la protesta),
resultando impecable e imprescindible el alegato del presidente de la
Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood (él, como periodista, y
representando a quienes representa, sólo podía decir lo que dijo –aunque imagino
a alguno de esos escondido debajo de la mesa: esos meaqueditos que se lavan las
manos como Pilatos, que enarbolan banderas con la boca pequeña sólo para que algunos
lo sepan, pero luego esconden el rabo entre las piernas y bailan el agua a
cualquier poderoso que pueda ayudarles a medrar- y fue un placer ver a esa
Meryl Streep levantándose a aplaudir con fervor y provocando el efecto dominó
en toda la sala). Como ya comentamos hace casi un año al hablar de los Oscar,
si no nos gusta que se mezclen las cosas no podemos decir bravo a unos (los de
allí) y afear la conducta a otros (los de aquí), pero tal vez el problema sea
ese: el modo de expresar una opinión, una solidaridad, saber transformarse en
altavoz.
En cuanto a los premios, como muy pronto tendremos que ir diseccionando
los mismos títulos con motivo de los Oscar y/o por su estreno en España, sólo
apuntaremos que, puestos a elegir, es infinitamente más osada, virtuosa,
coreografía visual a lo mecanismo de relojería, un alarde de dirección
artística, la a ratos irregular El gran
hotel Budapest que la ampulosa, fatua y prepotente Birdman, la una sí tiene huellas de un autor, de un visionario, de
un universo propio, la otra fuerza la maquinaria, exagera, disparata, posee
algunos hallazgos (que no son tales pero sabe apropiárselos) y un montón de
despropósitos (y le va bien lo de competir en la categoría de comedia porque si
Iñárritu cree haber hecho un drama y no una parodia –bastante poco afortunada-
tiene mucho más que revisar de lo que uno pensaba). Michael Keaton se ha ganado
(parece: veremos qué opinan sus compañeros, recordemos a Bill Murray por no
irnos más lejos) el reconocimiento de todo el mundo por dejar a un lado algunas
de sus muecas más reconocibles pero eso es poco al lado de un meritorio y
sorprendente Eddie Redmayne (beneficiado aquí de la división entre drama y
comedia) y de un soberbio Benedict Cumberbatch (por citar dos nombres que, junto
a Keaton, parecen seguros en la terna de actores candidatos al Oscar que
conoceremos el próximo jueves). Julianne Moore, por fin, no debería tener rival
para conseguir una estatuilla dorada, por mucho que Felicity Jones sea una
oponente de altura en La teoría del todo (y
alguna fémina más de lo que aún no hemos podido disfrutar): lo suyo en Siempre Alice es un absoluto prodigio
precisamente en cómo se despoja de personalidad, de humanidad, cómo queda
anulada, borrada, reducida a esa nada cruel que impone el Alzheimer. J. K.
Simmons tiene todas las papeletas para seguir recogiendo premios aunque su
participación en Whiplash no pase de
lo convencional, lo prototípico, lo esquemático, lo que es en realidad toda la
cinta, y lo mismo podría pensarse de Patricia Arquette, presencia interesante y
desaprovechada en la muy cansina Boyhood
en la que, como en tantas ocasiones, se está premiando más el esfuerzo, la
valentía, la forma que el resultado, el contenido, la película en sí.
Y como colofón, fue un gustazo ver a Maggie Gyllenhaal recoger el premio
de mejor actriz en miniserie por The
Honourable Woman, ese prodigio que sólo podría llegar desde el Reino Unido,
esa película de ocho horas que se ve sin sentir y que remueve, conmueve,
altera, aterra, conmociona, emociona, impacta y hace reflexionar (y pensar en
Jon Voight allí en la sala sentadito produce, no hay que negarlo, una sonrisita
con rebaba y casi pedorreta… ¡Ahí lo tienes, ignorante!).
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