DIRECCIÓN: Jonás Trueba GUIÓN:
Jonás Trueba MÚSICA: Tulsa FOTOGRAFÍA: Santiago Racaj MONTAJE: Marta Velasco
REPARTO: Vito Sanz, Luis E.Pares, Francesco Carril, Renata Antonante, Isabelle
Stoffel, Vahina Giocante, Miren Iza
El apellido es un arma de doble filo cuando alguien quiere dedicarse a
la misma disciplina artística (o cualquier actividad) en la que uno de sus
progenitores o familiar cercano haya destacado: por un lado, parece que todas
las puertas se le abren con cierta facilidad, bien porque es el propio papá (o
el parentesco que sea) el que mueve los hilos, bien porque los amigos no tienen
ningún problema en echar un cable (o los que haga falta) tal vez en pago a
favores previos, por un sentido pétreo de la amistad o buscando una especie de
cheque en blanco que poder cobrarse posteriormente, bien porque se piensa que
el talento se hereda sin más, bien por la repercusión que tiene propiciar el
debut de alguien supuestamente llamado a grandes logros (olvidando la otra cara
de la moneda, es decir, que siempre habrá a quien echar las culpas cuando el
supuesto heredero no responda a las expectativas o entremos en el otro filo, es
decir, en lo que se desarrolla a continuación); también puede ocurrir que se
sea (como tantas veces) injusto por actuar apriorísticamente, por sospechar que
el sujeto coge el camino fácil, colocarse bajo la estela de un apellido
celebrado, popular, prestigioso, que se mire con excesivo recelo y se juzgue
severamente, con desconocimiento, sin atender a la obra que desarrolla,
reduciéndolo todo a “hay que ver con el hijo de tal, con la hermana de cual,
con la prima de éste, con la pareja del otro, con el sobrino de aquella”, que
no se permita el desarrollo de una inquietud, de unos talentos, de una
posibilidad, que se coarte el genio naciente, que se lastre una constante
progresión. Un personaje de Mario Puzo decía en La mamma que los hijos pagan los pecados de los padres, y en muchas
ocasiones hay quien descarga viejos enconos, odios fraguados a fuego lento,
epítetos murmurados o callados durante años a través de persona interpuesta, es
decir, utilizando a los descendientes como blanco; así, sería muy fácil
liquidar en dos patadas el tercer largometraje de Jonás Trueba y más teniendo
en cuenta las desafortunadas e incoherentes palabras de su padre al enfundarse
el cheque anejo al Premio Nacional de Cinematografía pero renegar de su
nacionalidad (de la propia y, consecuentemente, de la que se premia, de la que
caracteriza al galardón), la misma que le valió un merecido Oscar por aquella
gozosa cinta conocida como Belle Epoque (1992),
aquella por la que pudo optar y ganar varios Goyas, la que se celebraba en La niña de tus ojos (1998), pero estos
hechos no afectan en nada a la película de su hijo, de igual manera que, estar
en desacuerdo e incluso sentir indignación por la actitud del cineasta, encontrarse
en el otro extremo de su ideología, no coincidir con la persona que es el
artista en su vida privada, en este caso y en cualquiera, no implica que no
gustemos de su producción, de parte de ella, de alguna de sus obras.
Y nadie puede negar a Jonás Trueba su empeño por quitarse de encima la
sombra de su padre (y de su tío David), por no aprovecharse del apellido, por
rehuir el camino fácil, el que parece que tomó con su ópera prima, bien
distribuida, producida sin apuros, película pequeña (o que se presentaba como
tal, con una humildad un tanto impostada y falsaria) pero apoyada y auspiciada
por muchos, Todas las canciones hablan de
mí (2010) fue una carta de presentación que no ocultaba las aspiraciones
del debutante por hacer un cine trascendente, plagado de citas, de supuesta
profundidad, con personajes que hablan engoladamente, con abundante subtexto
recargando y emborronando lo que pudiera ser la historia primordial, cargado de
simbolismo y haciendo hincapié en las metáforas y en las referencias
intelectuales. Pero, tras esta experiencia, el joven Trueba optó por hacer un
cine en permanente construcción, supuestamente espontáneo, de muy bajo coste,
contando con la complicidad y entrega de amigos, experimentando, probando, como
si siempre fuese la primera vez, en realidad un cine al que se ven todos los
trucos con apenas una secuencia, una puesta al día acartonada y cansina de un
cierto tipo de cine francés que desde hace mucho (casi desde su nacimiento en
el caso de determinados cineastas) se ha quedado anticuado, anclado en el
pasado, patética herencia de aquel vendaval, de aquella renovación, de la
revolución que supuso la generación formada por gentes como Truffaut, Chabrol,
Rivette, Godard o Rohmer, sin duda el que más sobrevuela e influye en el modo
en que se ha construido Los exiliados
románticos.
Enfangada en unos diálogos nada naturales donde alguien es capaz, por
ejemplo, de recitar de memoria un cuento completo de Natalia Ginzburg, lastrada
por secuencias tan rutinarias y aburridas como suele serlo la vida (por eso el
cine nos cuenta otras cosas o sabe transmitir esas sensaciones sin que el
público bostece), calcadas de otras que ya hemos soportado en títulos similares
en sus pretensiones y desarrollo (o falta del mismo), anclada en ese estilo que
intenta resultar informal y que se olfatea cuidadamente descuidado (¿una
conversación como la de la mesa de la cocina, en realidad constituida por
sucesivas parrafadas de gran parte de los actores, surge así, de manera
natural, con sólo unas cuantas indicaciones y a ver por dónde salís? ¡Chico, ni
Mike Leigh! –a quien no es que no alcance, es que ni lo huele-), la película se
regodea en su apariencia indie, en su
pretencioso y nada oculto tufillo intelectualoide –desde la explicación de
apertura hasta la cita final-, vendiendo como auténtico lo que se nota forzado,
preparado, insertando las canciones esforzadamente, sin captar ni por un
segundo la verdad que transpiraba –y que sigue conservando- el free cinema británico, pareciendo que
nos habla de marcianos, personajes muy poco creíbles en España –esto sí debe
ser influencia de su padre, consecuencia de no haberse sentido ni vivido como
tal más allá de cinco minutos-, que sólo en la hilarante secuencia en los
Jardines de Luxemburgo parisinos consigue despojarse de lo falsario para
incorporar algo de verosimilitud gracias a las reacciones de la joven francesa
que no acaba de dar crédito a lo que está escuchando. Si Jonás Trueba se atreve
a soltar todo el lastre y volar de verdad sin ataduras ni esquemas previos, tal
vez consiga un cine en el que podamos reconocernos y/o con el que podamos
interactuar; por el momento, mientras siga mirando hacia horizontes que sólo
pueden alcanzarse con un cierto bagaje, con determinadas experiencias, mientras
pretenda ser auténtico a fuerza de querer imitar aquello por lo que siente
querencia, todo se quedará en experimentos tan estomagantes y absurdos como
éste.
De hecho, no me quedó claro hasta el final que en realidad no se trataba de una parodia del snobismo que he visto abunda en cierto sector social en España (especialmente trentañeros). Después supe que el autor es el hijo de Trueba y me repateó el estómago. En mi país, Argentina, esta forma de vida caen muy gordas, aquí se vive y se sufre en serio.
ResponderEliminarSuscribo plenamente su crítica.
Sí, lamentablemente la película se toma muy en serio a sí misma (lo mismo puede decirse del director y guionista). Gracias por su lectura y por el comentario. Un saludo transoceánico desde Madrid.
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