sábado, 26 de septiembre de 2015

"LOS EXILIADOS ROMÁNTICOS": JONÁS, ESTO NO ES FRANCIA





DIRECCIÓN: Jonás Trueba GUIÓN: Jonás Trueba MÚSICA: Tulsa FOTOGRAFÍA: Santiago Racaj MONTAJE: Marta Velasco REPARTO: Vito Sanz, Luis E.Pares, Francesco Carril, Renata Antonante, Isabelle Stoffel, Vahina Giocante, Miren Iza

   El apellido es un arma de doble filo cuando alguien quiere dedicarse a la misma disciplina artística (o cualquier actividad) en la que uno de sus progenitores o familiar cercano haya destacado: por un lado, parece que todas las puertas se le abren con cierta facilidad, bien porque es el propio papá (o el parentesco que sea) el que mueve los hilos, bien porque los amigos no tienen ningún problema en echar un cable (o los que haga falta) tal vez en pago a favores previos, por un sentido pétreo de la amistad o buscando una especie de cheque en blanco que poder cobrarse posteriormente, bien porque se piensa que el talento se hereda sin más, bien por la repercusión que tiene propiciar el debut de alguien supuestamente llamado a grandes logros (olvidando la otra cara de la moneda, es decir, que siempre habrá a quien echar las culpas cuando el supuesto heredero no responda a las expectativas o entremos en el otro filo, es decir, en lo que se desarrolla a continuación); también puede ocurrir que se sea (como tantas veces) injusto por actuar apriorísticamente, por sospechar que el sujeto coge el camino fácil, colocarse bajo la estela de un apellido celebrado, popular, prestigioso, que se mire con excesivo recelo y se juzgue severamente, con desconocimiento, sin atender a la obra que desarrolla, reduciéndolo todo a “hay que ver con el hijo de tal, con la hermana de cual, con la prima de éste, con la pareja del otro, con el sobrino de aquella”, que no se permita el desarrollo de una inquietud, de unos talentos, de una posibilidad, que se coarte el genio naciente, que se lastre una constante progresión. Un personaje de Mario Puzo decía en La mamma que los hijos pagan los pecados de los padres, y en muchas ocasiones hay quien descarga viejos enconos, odios fraguados a fuego lento, epítetos murmurados o callados durante años a través de persona interpuesta, es decir, utilizando a los descendientes como blanco; así, sería muy fácil liquidar en dos patadas el tercer largometraje de Jonás Trueba y más teniendo en cuenta las desafortunadas e incoherentes palabras de su padre al enfundarse el cheque anejo al Premio Nacional de Cinematografía pero renegar de su nacionalidad (de la propia y, consecuentemente, de la que se premia, de la que caracteriza al galardón), la misma que le valió un merecido Oscar por aquella gozosa cinta conocida como Belle Epoque (1992), aquella por la que pudo optar y ganar varios Goyas, la que se celebraba en La niña de tus ojos (1998), pero estos hechos no afectan en nada a la película de su hijo, de igual manera que, estar en desacuerdo e incluso sentir indignación por la actitud del cineasta, encontrarse en el otro extremo de su ideología, no coincidir con la persona que es el artista en su vida privada, en este caso y en cualquiera, no implica que no gustemos de su producción, de parte de ella, de alguna de sus obras.
   Y nadie puede negar a Jonás Trueba su empeño por quitarse de encima la sombra de su padre (y de su tío David), por no aprovecharse del apellido, por rehuir el camino fácil, el que parece que tomó con su ópera prima, bien distribuida, producida sin apuros, película pequeña (o que se presentaba como tal, con una humildad un tanto impostada y falsaria) pero apoyada y auspiciada por muchos, Todas las canciones hablan de mí (2010) fue una carta de presentación que no ocultaba las aspiraciones del debutante por hacer un cine trascendente, plagado de citas, de supuesta profundidad, con personajes que hablan engoladamente, con abundante subtexto recargando y emborronando lo que pudiera ser la historia primordial, cargado de simbolismo y haciendo hincapié en las metáforas y en las referencias intelectuales. Pero, tras esta experiencia, el joven Trueba optó por hacer un cine en permanente construcción, supuestamente espontáneo, de muy bajo coste, contando con la complicidad y entrega de amigos, experimentando, probando, como si siempre fuese la primera vez, en realidad un cine al que se ven todos los trucos con apenas una secuencia, una puesta al día acartonada y cansina de un cierto tipo de cine francés que desde hace mucho (casi desde su nacimiento en el caso de determinados cineastas) se ha quedado anticuado, anclado en el pasado, patética herencia de aquel vendaval, de aquella renovación, de la revolución que supuso la generación formada por gentes como Truffaut, Chabrol, Rivette, Godard o Rohmer, sin duda el que más sobrevuela e influye en el modo en que se ha construido Los exiliados románticos.
   Enfangada en unos diálogos nada naturales donde alguien es capaz, por ejemplo, de recitar de memoria un cuento completo de Natalia Ginzburg, lastrada por secuencias tan rutinarias y aburridas como suele serlo la vida (por eso el cine nos cuenta otras cosas o sabe transmitir esas sensaciones sin que el público bostece), calcadas de otras que ya hemos soportado en títulos similares en sus pretensiones y desarrollo (o falta del mismo), anclada en ese estilo que intenta resultar informal y que se olfatea cuidadamente descuidado (¿una conversación como la de la mesa de la cocina, en realidad constituida por sucesivas parrafadas de gran parte de los actores, surge así, de manera natural, con sólo unas cuantas indicaciones y a ver por dónde salís? ¡Chico, ni Mike Leigh! –a quien no es que no alcance, es que ni lo huele-), la película se regodea en su apariencia indie, en su pretencioso y nada oculto tufillo intelectualoide –desde la explicación de apertura hasta la cita final-, vendiendo como auténtico lo que se nota forzado, preparado, insertando las canciones esforzadamente, sin captar ni por un segundo la verdad que transpiraba –y que sigue conservando- el free cinema británico, pareciendo que nos habla de marcianos, personajes muy poco creíbles en España –esto sí debe ser influencia de su padre, consecuencia de no haberse sentido ni vivido como tal más allá de cinco minutos-, que sólo en la hilarante secuencia en los Jardines de Luxemburgo parisinos consigue despojarse de lo falsario para incorporar algo de verosimilitud gracias a las reacciones de la joven francesa que no acaba de dar crédito a lo que está escuchando. Si Jonás Trueba se atreve a soltar todo el lastre y volar de verdad sin ataduras ni esquemas previos, tal vez consiga un cine en el que podamos reconocernos y/o con el que podamos interactuar; por el momento, mientras siga mirando hacia horizontes que sólo pueden alcanzarse con un cierto bagaje, con determinadas experiencias, mientras pretenda ser auténtico a fuerza de querer imitar aquello por lo que siente querencia, todo se quedará en experimentos tan estomagantes y absurdos como éste.

2 comentarios:

  1. De hecho, no me quedó claro hasta el final que en realidad no se trataba de una parodia del snobismo que he visto abunda en cierto sector social en España (especialmente trentañeros). Después supe que el autor es el hijo de Trueba y me repateó el estómago. En mi país, Argentina, esta forma de vida caen muy gordas, aquí se vive y se sufre en serio.
    Suscribo plenamente su crítica.

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  2. Sí, lamentablemente la película se toma muy en serio a sí misma (lo mismo puede decirse del director y guionista). Gracias por su lectura y por el comentario. Un saludo transoceánico desde Madrid.

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