DIRECCIÓN: Julio Medem GUIÓN: Julio
Medem MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: Kiko de la Rica MONTAJE: Iván Aledo,
Julio Medem, Yago Muñiz REPARTO: Penélope Cruz, Luis Tosar, Asier Etxeandia,
Teo Planell, Silvia Abascal, Àlex Brendemühl
Suele decirse que el público prefiere la comedia, cualquier género que
suponga una evasión, una vía de escape, que nadie va al cine a sufrir, que
incluso hay un miedo generalizado entre las audiencias, un rechazo por todo
aquello que suponga dolor, sufrimiento, angustia, tal vez olvidando (obviando,
cuando menos) que el género de terror lleva muchos años gozando de
reconocimiento y deseo, de fans irredentos, de jugosas taquillas, de una larga
vida comercial a través de los formatos domésticos; o que los dramas románticos,
los amores imposibles, los triángulos amorosos, cualquier conflicto relacionado
con los sentimientos y las emociones suelen ser un filón seguro (con
acompañamiento de premios de la Academia en muchos casos); o que las películas
de superhéroes cada vez exploran más el lado humano, los abismos en que se deja
hundir el protagonista cuando se despoja de su disfraz; en definitiva, que si
bien es cierto que, en España en concreto, se ha explotado y atendido más a la
comedia por tradición, ésta no siempre es chispeante y/o alocada, deliciosa o
groseramente intrascendente, sino que se ha aprovechado para hacer crítica
social, reflejar una realidad miserable, ridiculizar y exponer directamente o
con subterfugios, dobles lecturas e insinuaciones ingeniosas, cuyo origen
estuvo durante mucho tiempo vinculado a la existencia de la nefasta censura. Como
en todo, la preferencia del público depende de muchas circunstancias y de cada
momento, no es posible generalizar y, además, resultaría perjudicial para el
negocio, para los propios espectadores, porque se tendería aún más a querer
repetir éxitos pasados, a copiar los títulos más vistos una y otra vez, a
reducir la oferta (y bastante sufrimos estas secuelas como para seguir
desanimando a los creadores que optan por aparcar la comedia).
Dentro de esas películas cuyo fracaso o poca repercusión en taquilla se
achaca al hecho de que “la gente no paga por sufrir”, ocuparían un lugar destacado
aquellas que se centran en enfermedades, en decadencias físicas, en terribles
circunstancias que parte de la platea puede haber vivido en sus propias carnes
o en las de alguien cercano o que prefiere ignorar en lo posible, mantener
fuera de su imaginario, pensar que son “cosas que les pasan a los otros”. Y el
caso es que aquí también podríamos enumerar bastantes títulos que han hecho
fortuna y se han ganado su hueco en la cartelera, en el corazón de las
audiencias, en la propia historia del cine, a pesar de haber narrado con
crudeza, sin tapujos ni maquillajes, el modo inmisericorde en que el mal avanza
implacable, destrozando, degradando, condenando, deformando, obstáculo
insalvable cuyo carácter infranqueable angustia, oprime, anula, sentencia,
enajena, hace sentir impotentes, muy pequeños, inútiles, incapaces –sin tener
datos a mano, uno se atrevería a afirmar que, a pesar de una impactante y
prodigiosa interpretación de Julianne Moore, Siempre Alice (2014), tal vez por perder la dureza y desnudez de la
novela original, hizo menos taquilla que Amor
(2012), la espeluznante y al tiempo maravillosa, por real, por necesaria,
por no hacer concesiones, por jugar limpio con el espectador sin recurrir a
metáforas o artificios, por llamar a las cosas por su nombre, la impresionante
(en todos los sentidos) inmersión que Michael Haneke hizo en el Alzheimer o,
cuando menos, se conoce a más gente que ha visto esta última y la ha
recomendado a pesar de advertir que su visionado puede hundir en la butaca y dejar
tocado por varios días-.
Con motivo de la presentación de sus memorias, Mayra Gómez Kemp, al
igual que hace en las páginas del libro, ha reivindicado siempre que ha podido
el derecho del enfermo a quejarse, a nombrar su enfermedad en voz alta, a no
echar la culpa a éste si no mantiene la actitud correcta, la que algunos toman
como placebo, la que utiliza diminutivos, la que exige una permanente sonrisa,
un buen ánimo, el esfuerzo de una lucha que en tantas ocasiones tan sólo
acelera el proceso, un comportamiento que pasa, sobre todo, por obviar la
palabra maldita, es decir, “cáncer”, como si el hecho de desterrarla de nuestro
vocabulario fuera suficiente para hacerlo desaparecer, para que remitan sus
efectos nocivos (y mortales) –actitud ridícula, permítasele el adjetivo a quien
se ha visto obligado a ser testigo de cómo el cáncer hace su cruel trabajo, que
se prolonga cuando, en aras de no sé qué intimidad, actuando como si fuese un
estigma o una vergüenza, escribimos, anunciamos, señalamos que alguien ha
fallecido “tras una larga enfermedad”-. Y así las cosas, Julio Medem titula su
nueva película ma ma (con esa grafía
aparece en los carteles), un juego de palabras que no oculta el punto de
partida, la cruel realidad (o lo que debería ser tal, ahora entraremos en
materia) a la que se enfrenta la protagonista desde la primera secuencia: un
cáncer de mama diagnosticado tras analizar un bulto en su pecho. El problema es
que el cineasta, si bien es cierto que algo más austero que en ocasiones
anteriores, sin ser tan telúrico, cósmico o enrevesado en lo que a encuadres
insólitos o movimientos de cámara rupturistas se refiere, no se resiste a
contar la historia a través de imágenes grandilocuentes, insertos innecesarios
que devienen en elipsis un tanto ridículas (ese corazón que no aporta nada, que
marca sin sentido las emociones que el espectador debería sentir pero que no
llegan a estallar por la lejanía, por la frialdad, por la irrealidad que destila
la pantalla).
Rosa Montero explicaba en su emocionante La ridícula idea de no volver a verte cómo tendemos a extraer belleza
de los momentos más horribles (“El arte en general, y la literatura en
particular, son armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los
vencen (son invencibles), pero nos consuelan del espanto. En primer lugar,
porque nos unen al resto de los humanos: la literatura nos hace formar parte
del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos.
Pero además el sortilegio funciona porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el
espinazo, el arte consigue convertir ese feo y sucio daño en algo bello.”) y el
recurso es sin duda lícito, ha servido como aliento para grandes obras, de
hecho es de lo que habla la escritora y periodista, no de negar la evidencia,
de ocultar la realidad, sino de cómo se impone la digestión de lo sucedido
nombrándolo, sacándolo fuera, intentando comprenderlo a base de convertirlo en
algo bello (lo que excluye lo doloroso, todo lo contrario, piénsese en los
románticos, en Lorca llorando a Sánchez Mejías, en Manrique componiendo coplas
a la muerte de su padre). Y es en esa intersección donde Medem derrapa y aboca
su película al fracaso emocional, a la falta de empatía, a lo molesto e
incómodo (por no emplear otro término mucho más adecuado pero que puede sonar
demasiado duro) que resulta el visionado para quien ha tenido la mala fortuna
de enfrentarse de cerca a un proceso similar: porque si se supone que la
película es un drama no puede optar por un esteticismo un tanto hueco, con ese
blanco omnipresente que transforma las imágenes en una nebulosa, en algo como
soñado, sublimado, difuminado y difuso, hurtando el abatimiento, la desesperación,
la pena, colocando una sordina que, en lo relativo a las múltiples secuencias
que transcurren en un hospital, puede incluso indignar por el modo benéfico,
plácido y por momentos ñoño con que se filman las sesiones de quimioterapia; uno
cree captar las marcadas intenciones de huir de cualquier elemento
melodramático (si se saben manejar sus códigos es un género muy efectivo y no
se engaña a nadie si se reconoce desde el principio en qué territorio estamos),
pero ese empeño choca con el modo en que acumula desgracias y golpes bajos sin
recato ni medida, utilizando los recursos más tramposos y de brocha gorda
buscando la lágrima, los suspiros, el encogimiento de la audiencia (por no
hablar del sonrojante alivio cómico que supone el increíble personaje del
ginecólogo –una especie de superhombre-, especialmente en su afición por cantar
a todas horas y en los momentos más inadecuados).
Penélope Cruz ya ha demostrado con creces su capacidad para insuflar
vida al guión más mortecino y torpe (sin ir más lejos, ganó un merecidísimo
Oscar por rescatar de la mediocridad Vicky
Cristina Barcelona (2008), título que sin su presencia hubiese sido
olvidado al día siguiente) y en ma ma hace
todo lo posible por transmitirnos el infierno que su personaje intenta mantener
a raya, logrando momentos memorables en que saca oro de vetas agotadas (el
partido de fútbol que ve sola mientras toda la vecindad celebra los goles, su entrada
en la consulta antes de escuchar el veredicto fatal, cuando pide a su hijo que
la mire a los ojos), pero en ocasiones parece contagiarse (o ser consciente) de
la escasa veracidad de sus líneas y de las situaciones dibujadas, aunque por
fortuna siempre remonta el vuelo (por mucho que el director le niegue el último
plano de la película, ese que debería pertenecerle sin ningún género de duda),
mientras Luis Tosar poco puede hacer con el cometido encargado, siendo todo un
logro no parecer excesivamente ridículo, por mucho que el modo en que Medem
filma sus momentos más dramáticos juega en su contra y lastra su
interpretación. Una cosa es dejar fluir la supuesta/aparente/consecuente poesía
que puede aparecer cuando se aborda un asunto hondamente dramático, otra muy
distinta forzar la máquina en un ejercicio estilístico que uno no sabe cómo
tomarse, con un Medem más prisionero de sí mismo que nunca, no sabiendo evitar
que quien ha vivido un drama (porque no puede calificarse de otro modo) similar
se sienta enojado (y a partir de ahí, cada uno hará subir –o bajar, que de todo
hay- la intensidad de su reacción).
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