lunes, 14 de septiembre de 2015

"MA MA": POESÍA A TODA COSTA





DIRECCIÓN: Julio Medem GUIÓN: Julio Medem MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: Kiko de la Rica MONTAJE: Iván Aledo, Julio Medem, Yago Muñiz REPARTO: Penélope Cruz, Luis Tosar, Asier Etxeandia, Teo Planell, Silvia Abascal, Àlex Brendemühl

   Suele decirse que el público prefiere la comedia, cualquier género que suponga una evasión, una vía de escape, que nadie va al cine a sufrir, que incluso hay un miedo generalizado entre las audiencias, un rechazo por todo aquello que suponga dolor, sufrimiento, angustia, tal vez olvidando (obviando, cuando menos) que el género de terror lleva muchos años gozando de reconocimiento y deseo, de fans irredentos, de jugosas taquillas, de una larga vida comercial a través de los formatos domésticos; o que los dramas románticos, los amores imposibles, los triángulos amorosos, cualquier conflicto relacionado con los sentimientos y las emociones suelen ser un filón seguro (con acompañamiento de premios de la Academia en muchos casos); o que las películas de superhéroes cada vez exploran más el lado humano, los abismos en que se deja hundir el protagonista cuando se despoja de su disfraz; en definitiva, que si bien es cierto que, en España en concreto, se ha explotado y atendido más a la comedia por tradición, ésta no siempre es chispeante y/o alocada, deliciosa o groseramente intrascendente, sino que se ha aprovechado para hacer crítica social, reflejar una realidad miserable, ridiculizar y exponer directamente o con subterfugios, dobles lecturas e insinuaciones ingeniosas, cuyo origen estuvo durante mucho tiempo vinculado a la existencia de la nefasta censura. Como en todo, la preferencia del público depende de muchas circunstancias y de cada momento, no es posible generalizar y, además, resultaría perjudicial para el negocio, para los propios espectadores, porque se tendería aún más a querer repetir éxitos pasados, a copiar los títulos más vistos una y otra vez, a reducir la oferta (y bastante sufrimos estas secuelas como para seguir desanimando a los creadores que optan por aparcar la comedia).
   Dentro de esas películas cuyo fracaso o poca repercusión en taquilla se achaca al hecho de que “la gente no paga por sufrir”, ocuparían un lugar destacado aquellas que se centran en enfermedades, en decadencias físicas, en terribles circunstancias que parte de la platea puede haber vivido en sus propias carnes o en las de alguien cercano o que prefiere ignorar en lo posible, mantener fuera de su imaginario, pensar que son “cosas que les pasan a los otros”. Y el caso es que aquí también podríamos enumerar bastantes títulos que han hecho fortuna y se han ganado su hueco en la cartelera, en el corazón de las audiencias, en la propia historia del cine, a pesar de haber narrado con crudeza, sin tapujos ni maquillajes, el modo inmisericorde en que el mal avanza implacable, destrozando, degradando, condenando, deformando, obstáculo insalvable cuyo carácter infranqueable angustia, oprime, anula, sentencia, enajena, hace sentir impotentes, muy pequeños, inútiles, incapaces –sin tener datos a mano, uno se atrevería a afirmar que, a pesar de una impactante y prodigiosa interpretación de Julianne Moore, Siempre Alice (2014), tal vez por perder la dureza y desnudez de la novela original, hizo menos taquilla que Amor (2012), la espeluznante y al tiempo maravillosa, por real, por necesaria, por no hacer concesiones, por jugar limpio con el espectador sin recurrir a metáforas o artificios, por llamar a las cosas por su nombre, la impresionante (en todos los sentidos) inmersión que Michael Haneke hizo en el Alzheimer o, cuando menos, se conoce a más gente que ha visto esta última y la ha recomendado a pesar de advertir que su visionado puede hundir en la butaca y dejar tocado por varios días-.
   Con motivo de la presentación de sus memorias, Mayra Gómez Kemp, al igual que hace en las páginas del libro, ha reivindicado siempre que ha podido el derecho del enfermo a quejarse, a nombrar su enfermedad en voz alta, a no echar la culpa a éste si no mantiene la actitud correcta, la que algunos toman como placebo, la que utiliza diminutivos, la que exige una permanente sonrisa, un buen ánimo, el esfuerzo de una lucha que en tantas ocasiones tan sólo acelera el proceso, un comportamiento que pasa, sobre todo, por obviar la palabra maldita, es decir, “cáncer”, como si el hecho de desterrarla de nuestro vocabulario fuera suficiente para hacerlo desaparecer, para que remitan sus efectos nocivos (y mortales) –actitud ridícula, permítasele el adjetivo a quien se ha visto obligado a ser testigo de cómo el cáncer hace su cruel trabajo, que se prolonga cuando, en aras de no sé qué intimidad, actuando como si fuese un estigma o una vergüenza, escribimos, anunciamos, señalamos que alguien ha fallecido “tras una larga enfermedad”-. Y así las cosas, Julio Medem titula su nueva película ma ma (con esa grafía aparece en los carteles), un juego de palabras que no oculta el punto de partida, la cruel realidad (o lo que debería ser tal, ahora entraremos en materia) a la que se enfrenta la protagonista desde la primera secuencia: un cáncer de mama diagnosticado tras analizar un bulto en su pecho. El problema es que el cineasta, si bien es cierto que algo más austero que en ocasiones anteriores, sin ser tan telúrico, cósmico o enrevesado en lo que a encuadres insólitos o movimientos de cámara rupturistas se refiere, no se resiste a contar la historia a través de imágenes grandilocuentes, insertos innecesarios que devienen en elipsis un tanto ridículas (ese corazón que no aporta nada, que marca sin sentido las emociones que el espectador debería sentir pero que no llegan a estallar por la lejanía, por la frialdad, por la irrealidad que destila la pantalla).
   Rosa Montero explicaba en su emocionante La ridícula idea de no volver a verte cómo tendemos a extraer belleza de los momentos más horribles (“El arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero nos consuelan del espanto. En primer lugar, porque nos unen al resto de los humanos: la literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos. Pero además el sortilegio funciona porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el espinazo, el arte consigue convertir ese feo y sucio daño en algo bello.”) y el recurso es sin duda lícito, ha servido como aliento para grandes obras, de hecho es de lo que habla la escritora y periodista, no de negar la evidencia, de ocultar la realidad, sino de cómo se impone la digestión de lo sucedido nombrándolo, sacándolo fuera, intentando comprenderlo a base de convertirlo en algo bello (lo que excluye lo doloroso, todo lo contrario, piénsese en los románticos, en Lorca llorando a Sánchez Mejías, en Manrique componiendo coplas a la muerte de su padre). Y es en esa intersección donde Medem derrapa y aboca su película al fracaso emocional, a la falta de empatía, a lo molesto e incómodo (por no emplear otro término mucho más adecuado pero que puede sonar demasiado duro) que resulta el visionado para quien ha tenido la mala fortuna de enfrentarse de cerca a un proceso similar: porque si se supone que la película es un drama no puede optar por un esteticismo un tanto hueco, con ese blanco omnipresente que transforma las imágenes en una nebulosa, en algo como soñado, sublimado, difuminado y difuso, hurtando el abatimiento, la desesperación, la pena, colocando una sordina que, en lo relativo a las múltiples secuencias que transcurren en un hospital, puede incluso indignar por el modo benéfico, plácido y por momentos ñoño con que se filman las sesiones de quimioterapia; uno cree captar las marcadas intenciones de huir de cualquier elemento melodramático (si se saben manejar sus códigos es un género muy efectivo y no se engaña a nadie si se reconoce desde el principio en qué territorio estamos), pero ese empeño choca con el modo en que acumula desgracias y golpes bajos sin recato ni medida, utilizando los recursos más tramposos y de brocha gorda buscando la lágrima, los suspiros, el encogimiento de la audiencia (por no hablar del sonrojante alivio cómico que supone el increíble personaje del ginecólogo –una especie de superhombre-, especialmente en su afición por cantar a todas horas y en los momentos más inadecuados).
   Penélope Cruz ya ha demostrado con creces su capacidad para insuflar vida al guión más mortecino y torpe (sin ir más lejos, ganó un merecidísimo Oscar por rescatar de la mediocridad Vicky Cristina Barcelona (2008), título que sin su presencia hubiese sido olvidado al día siguiente) y en ma ma hace todo lo posible por transmitirnos el infierno que su personaje intenta mantener a raya, logrando momentos memorables en que saca oro de vetas agotadas (el partido de fútbol que ve sola mientras toda la vecindad celebra los goles, su entrada en la consulta antes de escuchar el veredicto fatal, cuando pide a su hijo que la mire a los ojos), pero en ocasiones parece contagiarse (o ser consciente) de la escasa veracidad de sus líneas y de las situaciones dibujadas, aunque por fortuna siempre remonta el vuelo (por mucho que el director le niegue el último plano de la película, ese que debería pertenecerle sin ningún género de duda), mientras Luis Tosar poco puede hacer con el cometido encargado, siendo todo un logro no parecer excesivamente ridículo, por mucho que el modo en que Medem filma sus momentos más dramáticos juega en su contra y lastra su interpretación. Una cosa es dejar fluir la supuesta/aparente/consecuente poesía que puede aparecer cuando se aborda un asunto hondamente dramático, otra muy distinta forzar la máquina en un ejercicio estilístico que uno no sabe cómo tomarse, con un Medem más prisionero de sí mismo que nunca, no sabiendo evitar que quien ha vivido un drama (porque no puede calificarse de otro modo) similar se sienta enojado (y a partir de ahí, cada uno hará subir –o bajar, que de todo hay- la intensidad de su reacción).

No hay comentarios:

Publicar un comentario