TÍTULO ORIGINAL: Cloud Atlas
DIRECCIÓN: Tom Tykwer, Andy Wachowski, Lana Wachowski GUIÓN: Tom Tykwer, Andy
Wachowski, Lana Wachowski (basado en la novela homónima de David Mitchell)
MÚSICA: Reinhold Heil, Johnny Klimek, Tom Tykwer FOTOGRAFÍA: Frank Griebe, John
Toll MONTAJE: Alexander Berner REPARTO:
Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Ben Whishaw, Hugo Weaving, Jim Sturgess,
Doona Bae, Susan Sarandon, James D´Arcy, Hugh Grant
Ya que hablábamos el otro día de las narraciones autobiográficas, las
que se centran en un momento y un personaje concreto aunque su historia pueda
convertirse en el reflejo de muchas, hoy podemos cerrar el círculo de alguna
manera (lo maravilloso de la literatura, como de cualquier expresión artística,
es que siempre le quedan, nunca mejor dicho, capítulos por escribir) al tener
que centrarnos en ese tipo de novelas que quieren constituirse en metáfora y
continente del conjunto de la experiencia
humana, con ambición, sin dejar nada fuera (ese es el impulso que movía –siempre
es necesario volver a ellos- a muchos de los grandes autores del XIX y por ello
detenían la trama principal para dedicar un número ingente de páginas a
analizar la sociedad, la política, los términos náuticos, la zoología, lo que
tocase –los ejemplos, magistrales ejemplos, no escasean: Tolstoi, Víctor Hugo,
Melville, Galdós,…-); da lo mismo que lo hagan desde el realismo, desde la
fabulación, desde la mitología inventada o tomada prestada, desde el trazo de
una sociedad futura, desde un único volumen o parcelando el relato para que el
peso sea soportable a la hora de leer (podríamos recordar a Tolkien, Ursula K.
Le Guin, Isaac Asimov, Stephen King, Francisco Casavella, Luis Goytisolo y, por
supuesto, George R. R. Martin que aún trabaja en su Canción de amor y fuego, obra que ha anunciado se compondrá de
siete tomos de los que ha publicado cinco, y que es más conocida por el título
del primero, ya que fue el elegido para su adaptación televisiva: Juego de tronos), son narraciones que
buscan su inspiración en los que (a veces con tono peyorativo, otras con
sentido admirativo y testimoniando la realidad de su extensión) podemos
calificar como “novelones”, aquellas sagas familiares o “novelas-río” que
seguían un árbol genealógico a lo largo del tiempo y que nos han dado títulos
imprescindibles como Al este del Edén de
John Steinbeck o los debidos a Zola o Balzac –cuando algunos quieren ponerse
sesudos y elitistas, menosprecian a otros olvidando el verdadero origen de
ciertos términos o como lo comercial o directamente popular puede tener altas
dosis de calidad-.
El texto de David Mitchell que inspira la película que hoy nos ocupa formula
su particular cosmogonía recuperando una manera determinista de analizar la
Historia, estableciendo vasos comunicantes entre personajes separados por
siglos, colocando sus piezas como fichas de dominó que inevitablemente
golpearán a su consecutiva hasta el desplome final, no dejando nada al azar,
buscando siempre una causalidad, un porqué, encontrando una explicación a
cualquier suceso, perdiéndose en vericuetos que sólo tienen sentido en la letra
impresa, forzando en ocasiones la complicidad del lector, buscando la
trascendencia filosófica, desbordando el género en el que a priori pudiera ser
enclavado (o los géneros, ya que mezcla la ciencia ficción con la novela de
intriga y con la de aventuras). Nadie como los hermanos Wachowski, que se
inventaron el futuro de la humanidad en su excesivamente aclamada Matrix (1999), todo un aporte en lo
visual que provocó un paso de gigante en el mundo de los efectos especiales,
cinta que demostró su vacuidad (aunque dejaba un regusto de interés,
interrogantes no resueltos que le conferían una ambigüedad nada desdeñable), su
falta de recorrido, cuando se empeñaron en estirar el chicle con dos
innecesarias secuelas –Matrix Reloaded (2003)
y Matrix Revolutions (2003)-, nadie
como ellos para intentar trasladar a la pantalla todo lo que plasma Mitchell,
más en un momento en que, con el final de las respectivas sagas protagonizadas
por Harry Potter y los vampiros de Crepúsculo
(¡Gracias sean dadas a quien corresponda!), se buscan un tanto
desesperadamente productos susceptibles de continuaciones, historias que den
para varias películas (da igual que estén escritas o no: si la taquilla
responde ya inventarán precuelas, secuelas, trilogías o lo que toque) y, aunque
los superhéroes o determinadas franquicias como Star Wars o Star Trek suelan
traducirse en pingües beneficios, se anhela encontrar a toda costa los nuevos
personajes que conciten el interés y la pasión de admiradores en todo el mundo –habrá
que esperar a ver cómo le queda la cuenta de resultados a Hermosas criaturas (2013), primera parte de una serie que por el
momento ha dado tres volúmenes, película que vuelve a demostrar la
incompetencia de Richard LaGravenese para manejar una historia en diferentes
tonos (lo que fue especialmente palmario en su guión para El rey pescador (1991)), que sufre como tantos productos
hollywoodienses de no tener demasiado claro a qué público quiere convocar e
infantilizando y trivializando a diestro y siniestro, desaprovechando a actores
del calibre de Jeremy Irons, Viola Davis y Emma Thompson (¡Qué triste comprobar
cómo se adocena repitiendo las gansadas y simplezas de su Nanny McPhee!),
aunque permitiéndonos albergar ciertas esperanzas sobre el futuro de Alden
Ehrenreich, quien asume el rol principal con empaque, prestancia y atractivo-.
Ante la tarea ingente de transformar una historia compuesta por seis en
imágenes, los Wachowski involucraron en el proyecto a Tom Tykwer, cuyo mayor
logro cinematográfico fue conseguir que El
perfume (2006), tal y como exigía la novela original, oliese, atufase,
embriagase, fuera un goce para todos los sentidos; y aunque el ritmo no decae y
las tres horas de proyección fluyen, uno no consigue implicarse con lo que se
le está contando, resulta imposible no considerar prescindible gran parte de lo
que se está viendo, tener que retener demasiados datos y personajes
redundantes, sufrir los embates de un montaje demasiado tributario de los
paralelismos, muy pendiente de establecer las conexiones desde principio,
frenando el desarrollo de algunos de los mejores momentos para detenerse en
insertos que aportan poco o que son innecesarios justo donde están hechos. Las sorpresas
que pueden deparar los maquillajes a que se ven sometidos los actores (la mayoría
de ellos interviene en los distintos tramos temporales) son como las burbujas,
estallan muy pronto, y en realidad acaban consiguiendo el efecto contrario
porque resultan estrambóticos, ridículos, más pendientes de destacar por sí
mismos que de integrarse en el conjunto, cuando no convirtiéndose en un gag no
buscado (Doona Bae como mexicana, Jim Sturgess como coreano –una buena
interpretación que la caracterización automatiza y camufla-). Si Tom Hanks
resulta reconocible al primer vistazo, si la mejor Halle Berry no necesita camuflarse,
si Hugo Weaving o Jim Broadbent son capaces de mucho más sin necesidad de tanta
parafernalia, si Susan Sarandon o James D´Arcy saben a muy poco, sin duda el
intérprete que más destaca es Ben Whishaw, quien desde la citada El perfume no ha hecho más que afianzar
su carrera y lucir su versatilidad, su manera de construir sus personajes con
el cuerpo, con la voz, con los ojos, en simbiosis asombrosas y magistrales
(recuérdesele en Regreso a Brideshead (2008)
y, muy especialmente, encarnando a John Keats en esa belleza que Jane Campion
filmó y tituló Bright Star (2009).
Para colmo, el filme destila excesiva moralina, poca capacidad
autocrítica, sólo preocupado de dejar claro su mensaje, es demasiado ambicioso al querer contarlo todo (error en que también cae el texto original, pero en una novela eso se nota menos o incide en el ánimo del lector de manera diferente), de sembrar el
desconcierto e incluso la culpa gratuita al mantener más allá de los límites
que la propia realidad nos muestra día a día que nuestro gesto más mínimo, si
se sale de lo que debemos hacer, de lo que nos viene –sepámoslo o no- por
herencia, por tradición, por imposición, puede provocar una alteración de
consecuencias cósmicas, con lo que parece condenar el libre albedrío y la
capacidad de decisión (esa que ahora, para lo que les interesa y con la
definición que ellos consideran pertinente, reivindican algunos). Es una
lástima cómo una película que podría haber sido todo un viaje, una grata
experiencia, se quede en lo más superficial, en lo menos interesante y, a pesar
de verse sin aburrimiento, apenas nos deje un par de secuencias en el recuerdo
e incluso éstas se nos pierdan en una nebulosa según va pasando el tiempo.
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