TÍTULO ORIGINAL: The Pearks of
Being a Wallflower DIRECCIÓN: Stephen Chbosky GUIÓN: Stephen Chbosky (basado en
su novela homónima) MÚSICA: Michael Brook FOTOGRAFÍA: Andrew Dunn MONTAJE: Mary
Jo Markey REPARTO: Logan Lerman, Emma Watson, Ezra Miller, Nina Dobrev, Johnny
Simmons, Paul Rudd, Dylan McDermott, Kate Walsh, Joan Cusack
Siempre se dice que todo escritor recurre a su propia vida para trazar
su primera novela porque es lo que tiene más a mano; en realidad, incluso los
autores más imaginativos y creativos se basan en aquello que conocen, en lo que
han vivido en propia piel o en lo sucedido a personas cercanas o a otros de
cuya peripecia vital han tenido conocimiento, si bien es cierto que los hay que
fabulan mucho y, como suele decirse, “cualquier parecido con la realidad es
mera coincidencia” o que se dejan atrapar por la inspiración y varían (y llegan
a dar una vuelta de 180 grados) los sucesos que les inspiran o que fagocitan
todo lo que ven, oyen, sienten, conocen (lo que no es malo: los grandes autores
del XIX lo hacían y no paraban de producir obras maestras) –los personajes que
más nos cautivan, llámense David Copperfield, Gandalf o Pepe Carvalho, lo hacen
porque reconocemos rasgos propios o de personas de nuestro entorno-. También
abundan (y por desgracia demasiado y para colmo gozando de gran predicamento y
siendo muy aplaudidos y considerados) los autores que podríamos denominar “ombliguistas”,
los que sólo hablan de ellos, considerándose lo suficientemente importantes e
interesantes como para convertirse en objeto de estudio, en héroes, en
argumento; conociéndole sólo por un título, resulta difícil juzgar si Stephen
Chbosky pertenece a este grupo, pero se aprecian en su escritura gran parte de
los defectos que suelen tener los creadores de este tipo y ninguna de las
virtudes que podrían asegurarle la trascendencia, más allá de la alcanzada en
un momento concreto (parece de esos bestsellers destinados a ser recordados
sólo por aquellos con buena memoria que, al mismo tiempo, se quedan un poco
anclados en las lecturas que les marcaron años atrás).
Las ventajas de ser un marginado pertenece
a un tipo de novelas con larguísima tradición (de hecho, Lazarillo de Tormes o Rinconete
y Cortadillo podrían considerarse ilustres precedentes, sin obviar su
lógica inclusión dentro del género picaresco): las que hablan, analizan,
reproducen un proceso de aprendizaje, de inclusión o exclusión de la sociedad,
de conformación de la personalidad, de construcción del adulto, de iniciación
en el mundo, y, sin movernos de EEUU (lugar de nacimiento de Chbosky), son
múltiples los ejemplos que, además, en muchos casos forman parte de las
lecturas obligatorias en la educación secundaria o universitaria (Matar un ruiseñor, El guardián entre el
centeno, por no citar a Goethe o nuevamente a Dickens –con lo que queda
bastante claro que al final permanecen los textos con auténtica altura
literaria-). Aunque el autor advirtió de su carácter semiautobiográfico cuando
publicó esta novela –su ópera prima-, parece lógico rastrear la realidad en una
historia que habla de los problemas de adaptación de un chaval con un mundo
interior excesivamente rico y trabajado, que no siempre tiene clara la frontera
entre lo real y lo que imagina, sueña, evoca, oculta, calla, teme; su carácter
epistolar provoca que todo esté tamizado por los sentimientos del protagonista,
incluso más allá de la omnisciencia de otras voces narrativas –tanto en primera
como en tercera persona-, puesto que sólo tenemos acceso a lo que él plasma en
el papel, apelando a un amigo al que no conocemos y del que ignoramos las
posibles respuestas, y aunque haya aportes curiosos y momentos brillantes, el
amaneramiento de la prosa, su anhelo por epatar y distanciarse de lo publicado
hasta el momento provocan tedio y fatiga, pérdida absoluta de la naturalidad y
sencillez que debería alentar un escrito de semejantes características, lastres
que se han vuelto aún más pasados al trasladar el autor a imágenes sus palabras.
Como película, Las ventajas de ser
un marginado comete el error de querer sorprender en cada plano, de
perderse en virguerías visuales, en un montaje pretenciosamente innovador que,
como suele suceder cuando se busca a toda costa ser original, toma prestado de
muchos lados (Danny Boyle, Gus Van Sant, David Fincher –queda claro qué camino
quiere seguir Chbosky-) y se muestra incapaz de darle aliento propio y, muy
especialmente, barroquiza lo exterior para anegar la historia con elementos
prescindibles que motivan el distanciamiento del espectador. Y es una lástima
porque lo que subyace demuestra la universalidad de comportamientos, de miedos,
de roles asumidos o que se querrían asumir, de sensaciones que experimenta un adolescente,
viva en el país que viva o reciba la educación que reciba: durante los primeros
minutos de la película, uno no puede evitar sentir más de un cosquilleo, de un
culebreo en la boca del estómago ante situaciones que reconoce, identificándose
o identificando a personas a las que conoció en su época escolar, aunque poco a
poco el castillo de naipes (las expectativas) se desmorona porque Chbosky está más
pendiente de lucirse como cineasta y guionista que de profundizar en sus
protagonistas, le importa más lo estético e incluso quedar bien que desarrollar
la crítica, las cargas de profundidad con las que dinamitar a la que se
considera buena sociedad, buena comunidad, trayendo a colación a destiempo y
forzando excesivamente el tono de la cinta, intentando aportar un dramatismo,
el esbozo de un trauma, cuando ya es tarde porque el a pesar de todo buen rollo
que impera durante gran parte de la película ha desvirtuado lo que podría haber
constituido uno de los títulos más reseñables del momento.
Ni quedan claros ni son patentes el menosprecio, el acoso, el elitismo
de que hacen gala ciertos privilegiados (bien por el dinero de sus padres, por
su físico, por la posición que ocupan en la estructura escolar) ni –y nos lo
avisan desde el título, en eso no nos dan gato por liebre- tampoco queda bien
reflejado el orgullo con el que algunos hacen de la necesidad virtud y crean su
propia élite a base de ser vilipendiados por los primeros, pasando muy por
encima –cuando no obviando directamente- del desdén, la postergación, la
humillación a que son sometidos los considerados diferentes por los que imponen
las normas, arrinconando e incluso llenando de trivialidad asuntos como los trastornos alimenticios, las preferencias sexuales, el maltrato o los abusos. Sin duda, lo más acertado es el trío protagonista que se impone a
los arabescos de Chbosky, a secuencias ridículas, a momentos en los que el
director sólo se fija en la música, en la fotografía, en ser el más listo:
Logan Lerman imprime sensibilidad, dubitación, calidez, a su rol, Emma Watson
(despojada del esquematismo de la saga de Harry Potter que convirtió a su
Hermione Granger en una caprichosa ñoñísima) nos hace albergar muchas
esperanzas de cuál puede ser su futuro como actriz (a poco que se lo permitan y
tenga fortuna en sus elecciones batirá a todas las Jennifer Lawrence que
incluso ganan un Oscar) y Erza Miller logra romper el estereotipo para
demostrar un equilibro interpretativo que actores más experimentados nunca han
alcanzado y nos hace olvidar que fue uno de los Kevin de ese engendro en que
transformaron una espléndida novela –hablamos, claro, de Tenemos que hablar de Kevin (2001), filme que sólo resultaba
comprensible (en el sentido de comprender las causalidades, los
comportamientos, por lo demás difícil entender cómo se puede perpetrar
semejante atentado visual con esa historia) si uno tenía la lectura del
original reciente-.
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