TÍTULO ORIGINAL: Gambit DIRECCIÓN:
Michael Hoffman GUIÓN: Ethan Coen, Joel Coen MÚSICA: Rolfe Kent FOTOGRAFÍA: Florian
Ballhaus MONTAJE: Paul Tothill REPARTO: Colin Firth, Cameron Diaz, Alan
Rickman, Tom Courtenay, Stanley Tucci, Cloris Leachman
Siempre que se quiere señalar la falta de ideas u originalidad de
Hollywood se recurre al asunto de los remakes, es decir, las nuevas versiones
de títulos que dieron buen rédito, de clásicos incontestables, de géneros que
se quieren reinventar, hay ejemplos de todos los tipos y para todos los gustos
(dejaremos fuera las continuaciones, sagas, franquicias, series, ya que no es
exactamente lo mismo, y prescindiremos de un análisis histórico porque
excedería en mucho el objeto de este escrito, pero no conviene perder de vista
que, sin recurrir a ello con tanta asiduidad como en los últimos tiempos, el
cine se siempre se ha alimentado de sí mismo, es decir, que incluso Howard
Hawks filmaba dos versiones de la misma película); resulta difícil una breve
introducción al tema, puesto que cada proyecto tiene unos condicionantes, una
gestación, unos antecedentes propios, aunque sí querríamos dejar claro que,
hablando en general (con lo injusto que resulta), se habla de reverdecer
laureles sirviendo al público actual las historias que triunfaron antes, de permitirle
acceder y conocer películas que no buscaría en formato doméstico o por las que
pasaría con rapidez si se las topase haciendo zapping. Es decir, que se
desconfía de la herencia recibida, de lo que ya queda como historia
imperecedera del arte, se puede llegar a renegar de obras maestras considerándolas
antiguallas, menospreciando a los espectadores porque no se les considera
preparados para apreciar las excelencias de lo que gustó a sus padres y abuelos
(y más); los mandamases, los que tienen el dinero, deberían replantearse muchas
de sus reflexiones (en realidad, deberían hacérselas), puesto que si fuese así no
seguirían recurriendo a Shakespeare, a los autores del XIX, a Kerouac, a Scott
Fitzgerald (si algo ha pasado de moda, si algo tiene ese sambenito, esa mala
fama, no se va a revitalizar por mucho que lo rueden usando las ultimísimas
innovaciones tecnológicas o a los actores más deseados), sea para volver a
filmar algo ya rodado en su día o ampliando el conocimiento de la obra de un autor
al que se considera una buena carta de presentación y no tendríamos que sufrir
aberraciones como Psicosis (1998)
–Gus Van Sant debió sentirse muy creativo mientras plagiaba todos los planos de
Alfred Hitchcock-, ladrillazos intragables como Poseidón (2006) –Wolfgang Petersen decidió anegarnos en bostezos,
en lugar de ahogarnos con el sufrimiento de sus personajes- o sufrimientos
innecesarios (al menos para el espectador con memoria y con capacidad para
mirar hacia atrás y hacia delante) como The
Ladykillers (2004). Y aquí debemos detenernos, puesto que llegamos a lo que
importa: los hermanos Coen.
Esta película fue, precisamente, la primera que firmaron los dos como
directores (hasta ese momento, sólo Joel aparecía como tal, figurnado Ethan
como único productor y compartiendo ambos los créditos como guionistas), aunque
desde su debut se habló de ellos como de un autor bicéfalo, sin distinguir las
tareas que cada uno asumía o reconocía; aunque despertaron interés muy
tempranamente, fue su tercer título, Muerte
entre las flores (1990), el que les granjeó prestigio y aplauso
generalizado y el que demostró que, siendo muy fieles a una estética, a una
tradición, a una manera de hacer –la del cine negro en este caso-, eran capaces
de aportar una visión propia, un nervio muy personal, una relectura apasionante
con recompensa para el conocedor pero comprensible para el neófito, que no
escondía sus referentes pero no se limitaba a tomar prestado. Tras ese logro,
empezaron a cristalizar y depurar el estilo y el tono que les habían hecho
populares con Sangre fácil (1984) y,
especialmente, Arizona Baby (1987) -una
comedia desenfrenada, disparatada, excesiva, rocambolesca, repleta de tipos
estrambóticos, violenta, chusca, con una perfecta planificación dentro de su
apariencia de mero divertimiento rodado entre amigos y como disfrute personal,
con una estética descuidada pero sin dejar nada al azar (al menos en lo visual
y/o estético)-, aunque cimentaron su mito y aureola de grandes autores con Barton Fink (1991), clásico ejemplo de
filme elevado a los altares por aquellos que gustan de creerse más inteligentes
y exquisitos que el resto de los mortales (y que obtuvo tres premios en Cannes,
incluyendo la Palma de Oro, cuando luego hay jurados que se ponen cicateros
para no reconocer las excelencias de determinadas películas. Fargo (1996), con la que consiguieron el
Oscar al mejor guión, y sobre todo El
gran Lebowski (1998) –infinitamente inferior a la anterior, limitándose a
repetir los mejores hallazgos de aquella que se transformaron en chistes
privados, imbuidos de complacencia propia con altas dosis de ombliguismo y un
humor restringido a sus cofrades- fueron los cimientos definitivos de lo que
puede definirse como “el estilo Coen” o, al menos, aquel que goza del
beneplácito de muchos fieles, tanto entre la crítica como entre el público,
aquel al que recurren una y otra vez cuando les falla la inspiración o el gusto
por explorar otros territorios y que nos ha dado cintas tan cansinas e
irritantes como Crueldad intolerable (2003)
o Quemar después de leer (2008);
podría afirmarse que los mejores Coen son aquellos que no pretenden demostrar
nada, que no van de nada, y que son capaces de desaparecer en aras de una buena
narración y de una película sin aspavientos –de ahí que su glorificación por
parte de la Academia de Hollywood fuese con No
es país para viejos (2007), modélica traslación a imágenes de la prosa
lacónica, certera y raedora del gran Cormac McCarthy-. Y en medio de su
producción, va notándose una querencia por regresar a películas de hace años,
intentando no se sabe muy bien qué, ya que mejorar El quinteto de la muerte (1955) se antoja tarea imposible y no hay
que remitirse de nuevo al despropósito que ellos filmaron con Tom Hanks al
frente; con Valor de ley (2010)
tuvieron más fortuna, aunque fue alabada en exceso, pero no resultaba demasiado
complicado soltar los muchos lastres de la rodada por Henry Hathaway en 1969 –y
que valió a John Wayne el Oscar que durante tantos años le negaron,
menospreciándole incluso en las nominaciones-. Ahora, aunque sólo como
guionistas, han decidido volver sus ojos hacia un título muy menor de los años
60 en el que compartían cabecera de cartel Shirley MacLaine y Michael Caine,
conocido en España como Ladrona por amor (1966),
para convertirlo en la enésima repetición de sus chanzas más burdas y gruesas.
Un director tan anodino y al mismo tiempo grandilocuente como Michael
Hoffman (consciente de sus limitaciones trata de superarlas inflando cada plano
como si fuese trascendental, barroquizando y exagerando sin freno –y por eso
estuvo a punto de cargarse la que a día de hoy es, y con mucho, su mejor
película gracias al concurso de los intérpretes y el guión: La última estación (2009)-) se limita a
ser un vulgar trasunto de los Coen detrás las cámaras, heredando todos sus vicios,
sus gracietas visuales, el ritmo tomado de una narración sincopada, sólo
preocupada de ir salpicando sin orden ni concierto los gags (o los así
pensados, otra cosa es la reacción que obtienen), de subrayar y repetir lo más
obvio, lo más básico, de recurrir a dobles sentidos burdos que ya eran cándidos cuando se inventaron, de utilizar sin recato ventosidades y demás escatologías, guasas que no hacen gracia ni a un niño de cinco años. Si a todo ello le sumamos que Cameron Diaz puede hacer
todo su repertorio de muecas y gansadas con el que tan feliz es (resulta una
lástima que ella misma no se considere mejor comedianta porque lo es o que no
se valore más como actriz, porque a la vista están La boda de mi mejor amigo (1997) o Un domingo cualquiera (1999) para demostrarlo), que Alan Rickman
saca el peor histrión que lleva dentro, que Tom Courtenay no tiene personaje o
que Colin Firth –ese actor capaz de seguir resultando elegante sentado en un
retrete al comienzo de Un hombre soltero (2009)-
parece haber olvidado lo mucho que sabe sobre interpretación, poco más puede
decirse del título más superfluo que encontramos en la cartelera actual, ya que
podría ser capaz por sí solo de hundir las brillantes carreras de algunos de
sus actores y, a juicio del que escribe, es otra muesca en el alma del
espectador que comprueba cómo los Coen llevan demasiado tiempo viviendo de las
rentas en lo que al género cómico se refiere.
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