TÍTULO ORIGINAL: Rush DIRECCIÓN: Ron Howard GUIÓN: Peter Morgan MÚSICA:
Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Anthony Dod Mantle MONTAJE: Daniel P. Hanley, Mike Hill
REPARTO: Chris Hemsworth, Daniel Brühl, Olivia Wilde, Natalie Dormer, Alexandra
Maria Lara, Pierfrancesco Favino
Dentro de los asuntos recurrentes en los que se centra la meca del cine
se encuentran aquellas historias de superación personal basadas en hechos
reales que tienen a grandes deportistas (héroes venerados por los aficionados,
santificados, glorificados) como protagonistas y, como en tantas ocasiones,
enumerar ejemplos haría este texto demasiado prolijo, pero resulta imposible no
evocar esa joyita titulada El orgullo de
los yanquis (1942) con unos fabulosos Gary Cooper y Teresa Wright, cinta
que, aunque tuvo sus antecedentes, podríamos decir es una de las canónicas a la
hora de abordar un análisis (por somero que sea) de este subgénero. Ron Howard
no es un neófito en estas lides, puesto que transformó a un meritorio Russell
Crowe en el boxeador Jim Braddock en Cinderella
Man (2005), uno de sus filmes menos aspaventosos, aunque el guión no supo
extraer toda la mordiente de la historia original (lo que era especialmente
notorio en lo mal desarrollado que estaba el personaje de Renée Zellwegger,
aunque muchas de las carencias quedasen compensada por un impresionante Paul
Giamatti); Howard, tras debutar con apenas cinco años en Rojo atardecer (1959) junto a Deborah Kerr y Yul Brynner, inició
una carrera como actor que le tuvo bastantes años muy ocupado (en la pequeña pantalla),
hasta que decidió tomarse en serio lo de dar el salto definitivo al otro lado
de las cámaras (ya a finales de los años 60 había dirigido algunos cortometrajes)
y fue así como conoció las verdaderas mieles del triunfo con taquillazos tan
sonados como Un, dos, tres… splash (1984),
Cocoon (1985) o Willow (1988).
Queriendo demostrar su supuesta versatilidad, comenzó a alternar proyectos de
diferente calibre y temática, buscando ser reconocido como algo más que un
artesano con oficio y gracia, bebiendo en las fuentes del Hollywood clásico,
quedándose a años luz de sus referentes, como pudo comprobarse en Un horizonte muy lejano (1992), Detrás de la noticia (1994), Apolo 13 (1995) o la propia película que
le hizo acreedor (aunque en realidad siga debiendo demostrar por qué) de un
Oscar de la Academia: Una mente
maravillosa (2001). Tal vez el contacto con la estatuilla dorada que a
tantos grandes les ha sido negada y que han sujetado otros colosos con el mayor
de los merecimientos provocó que Howard se viese a sí mismo como un autor, como
un creador, por lo que (sin negarse a filmar productos claramente destinados al
consumo masivo) fue involucrándose con mayor asiduidad en historias que le
permitiesen desarrollar esas supuestas (de nuevo) facultades, esa madurez, su
mejor expresión como cineasta (como en tantas ocasiones, acomplejado, vaya
usted a saber por qué, por sus obras “menores”, las entretenidas, las
simpáticas, las que no van de nada).
Su encuentro con Peter Morgan (ese brillante dramaturgo que, por
desgracia, sólo en La reina (2006) ha
demostrado su destreza y excelsitud a la hora de escribir directamente para el
cine) para el rodaje de El desafío –
Frost contra Nixon (2008) –todos los aciertos son de la obra de teatro-,
filme que fue un verdadero desperdicio dejar en manos de director tan nefasto
(a pesar de su fuerza, de las poderosas interpretaciones, de la carpintería
teatral que incorporó añadidos con suma pericia, es inevitable sentir un
pellizco de nostalgia por cómo hubiese brillado ese material en manos de un
Lumet), parece que dejó ganas de repetir la experiencia y, de ese modo,
escritor y cineasta se han reunido para contar lo que sucedió durante la
temporada de Fórmula 1 de 1976, esa que ha pasado a los anales de la historia,
esa que no olvidan los aficionados, esa transmitida a las generaciones
posteriores con tintes legendarios, esa en la que Niki Lauda y James Hunt se
disputaban el título, esa en la que el primero estuvo a punto de perder la vida
en el circuito alemán conocido como “el infierno verde” (Nürburgring),
sufriendo quemaduras que le dejarían secuelas todavía hoy visibles. Lo único
plausible en el libreto firmado por Morgan es cómo ha evitado los lugares
comunes, lo más convencional y falsario, lo más plañidero, los defectos más
tópicos e irritantes de este tipo de cintas, pero a costa de eliminar lo
prescindible ha dejado la historia en el esqueleto, en lo superficial, sin
imprimir brío a los personajes, sin narrar con tensión, dejándolo todo al albur
de las carreras, el sonido de los motores, es decir, preocupándose tan sólo de
que la carcasa quede lucida. No será la última vez en esta temporada en que
habrá que recomendar a un director que intente aprender de la manera en que
Alfonso Cuarón ha grabado su nombre con letras de oro en la privilegiada nómina
de cineastas que crean escuela, que hacen avanzar el arte cinematográfico, que
marcan un antes y un después, que regalan al espectador una experiencia
inolvidable, que no se andan con zarandajas, que dirigen con escuadra y
cartabón pero haciéndolo sencillo y agradable a la vista –hacemos referencia a Gravity (2013), por supuesto-; Ron
Howard parece ir por otro camino, por mucho que él piense que hace lo correcto:
todo es parafernalia, enrevesamiento, fuegos de artificio, porque se conocen
simuladores, videojuegos, atracciones en las que se vive más intensamente y con
mayor verismo la sensación de estar a bordo de un coche de Fórmula 1
participando en una carrera; los encuadres imposibles, el montaje acelerado
pero abrupto y sin visibilidad, el abigarramiento del estilo (si es que lo
tiene) de Howard no sirven para camuflar la desgana, la nula capacidad para sugerir,
para emocionar, para electrizar.
En un tratamiento tan plano de los dos corredores en los que se centra
la historia, Chris Hemsworth sigue dejando claro su carisma, su idoneidad para
determinados personajes (por mucho que se empeñen en negárselo o que le exijan
unos recursos que no necesita, al menos en los roles que está interpretando) y
es una lástima que no se explote más su vena sardónica, su tono paródico tan
medido y controlado, su manera de aprovechar sus condiciones físicas para dotar
de entidad y contenido a James Hunt; Daniel Brühl sigue haciendo gala de todos
sus vicios, de su engolamiento, de su escaso peso interpretativo (es uno de los
prestigios más inconsistentes de los últimos tiempos), confiando en el maquillaje
para intentar transmitir alguna emoción, abusando hasta la saciedad del mismo
gesto para demostrar cómo ha estudiado a Niki Lauda (su único acierto es la
reproducción de la voz después del accidente, siempre mejor cuando oficia como
narrador que cuando está en pantalla –otro, por cierto, de los errores más
clamorosos del filme: abandonar lo que en las primeras secuencias podría
pensarse va a ser la dinámica de la película, lo que a buen seguro le hubiese
inyectado adrenalina y empuje, es decir, el hecho de que ambos corredores
fuesen dando su versión de los acontecimientos-). Pero, bendecido por la
industria, Ron Howard ya tiene nuevo proyecto en marcha (donde, por cierto,
repite con Hemsworth y ha convocado a intérpretes tan sólidos como Ben Whishaw
y Cillian Murphy) e incluso otro anunciado para después, mientras que hay
tantos a los que se echa de menos pero se topan con mil obstáculos (entre
ellos, la indiferencia del público) a la hora de, al menos, intentar sacar su
trabajo adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario