Debo comenzar por donde tantas veces para glosar la figura de Manolo
Escobar: desde que tengo uso de razón (en realidad, desde antes de yo nacer),
fue el cantante favorito de la tía Carmen, compartiendo podio con Alberto
Cortez (otro de los descubrimientos y admiraciones que a ella le debo); por eso
conozco tantas canciones que no son de las que más han sonado o calado en el
público, que no son las que más han perdurado o las que se evocan nada más
escuchar su nombre, por eso soy más seguidor de ese Manolo Escobar que de aquel
que interpreta éxitos mundiales que incluso se han transformado en himnos, por
eso siempre he defendido su timbre, su dicción, su señorío, su elegancia:
porque más allá de Mi carro, El Porompompero
o Que viva España (canciones
pegadizas, emblemáticas, inolvidables), mis primeros recuerdos se asocian a Espigas y amapolas (sigue siendo una de
mis preferidas dentro de su inmenso repertorio, una tonada que interpreta con
hondura, presencia, rotundidad, pero con su buen gusto característico,
respirando, paladeando la letra, sin requiebros innecesarios o abigarramientos
a deshora –y unos versos que me llamaron la atención aunque no los comprendiese
del todo y que ahora rubrico: “Cariño, cariño mío, / no hagas caso de la gente,
/ que es más chiquitito el río, / que es más chiquitito el río / que el rumor
de la corriente”), Platero, tú y yo (y
así me enteré de que había un burro pequeño, peludo, suave, obra de un Premio
Nobel, lectura obligatoria en el colegio –y que el “tú” de la canción era un
añadido para personalizar el asunto: “En Andalucía hay muchos Plateros, / todos son poetas, todos son
muy buenos, / y a ti, vida mía, te voy a regalar / un burro Platero para caminar. / Y siempre
juntitos iremos los tres, / recorriendo el mundo con nuestro querer: / Platero y tú, Platero y yo. / ¡Qué hermosa es la vida si canta el amor! / Platero, tú y yo”), Arremángate (¡Qué picarón aquello de “arremángate, arremángate, niña,
tu vestío. / Arremángate, arremángate
al pasar el río. / Arremángate, arremángate, arremángate, / pero ten mucho cuidao que por debajo te van a ver”!) y
así podría seguir enumerando no sé cuántas más que tarareaba con la tía (Horóscopo, El golfillo de mi barrio, Hasta
luego, La ruleta), incluyendo sus villancicos (tanto su versión de Los peces en el río como los que conocí
en su voz –Cornetín y tambor, Todo para
el Niño-).
Del mismo modo, pensar en uno de los teatros que más quiero de Madrid,
el Calderón (sí, sí, ya sé que ahora se denomina de otra manera pero me hago
mayor y mi memoria inmediata flaquea), es emocionarme al recordarme en una de
sus butacas (tuvo que ser la primera vez que fui espectador en esa platea)
junto a la tía, mi abuela (que también era una ferviente seguidora del artista
de Almería), Toñi (una amiga íntima de la tía, una gran mujer que su fue demasiado
pronto, guardándose el dolor, la miseria, la podredumbre que la droga siembra
en una familia, ocultando la adicción de su hijo hasta que le estalló el
cerebro, intentando que nadie pudiera condenar a su ojito derecho) y su hija
Virginia (algo más pequeña que yo), dispuestos a aplaudir a Manolo Escobar en
uno de aquellos espectáculos que alternaban al cabeza de cartel con números
cómicos y otros artistas (no podría concretar el año, pero no más allá de 1976,
77 como mucho). Y también recuerdo sus películas, por supuesto, no faltaban en
aquellos cines de sesión continua, combinadas con alguna de aventuras o de risa
o de Terence Hill y Bud Spencer o vaya usted a saber, porque los
emparejamientos eran de lo más insólitos (daba igual: lo veíamos todo, nos
apetecía todo y era una oferta irresistible ver Convoy (1978) de Peckinpah junto a El alegre divorciado de Martínez Soria o combinar –eso ya fue en
los 80- El currante (1983) de Andrés
Pajares con Viaje alucinante (1966)
de Richard Fleischer; con decir que el estreno de Chispita y sus gorilas (1982) –había gran expectación por ver en
cine al Tito y El Piraña de la serie Verano
azul- compartió cartelera con el Ivanhoe
(1952) en que coincidieron los dos Taylor, Robert y Elizabeth –“no son
hermanos”, me explicó la tía Carmen-, queda muy claro que no había ningún tipo
de criterio a la hora de seleccionar las películas y eso que salimos ganando
los espectadores del momento). Títulos como Pero…
¿en qué país vivimos? (1967), que se reponían año tras año y que siempre
gozaban del favor del público (de hecho, han sido necesarios varios Torrentes, Lo imposible, Los otros y algunos más para desbancar a la citada y
alguna más con Manolo Escobar al frente del reparto de la lista de películas
españolas más taquilleras de la historia); como en otras ocasiones me he
lamentado, envidio a Francia por su defensa de lo que consideran sin ningún tipo
de rubor “glorias nacionales”, dando a cada quien su lugar, reconociendo el
éxito, los méritos, el papel jugado, sin menospreciar ni tildar de populachero,
alternando lo intelectual con lo más mundano, encumbrando a Louis de Funes,
Christian Clavier, comedias paródicas, de brocha gorda, cualquiera que engorda
las arcas del cine patrio.
Aunque, del mismo modo que digo una cosa, debo reconocer que estoy
gratamente sorprendido porque el reconocimiento a la obra, la entrega al
trabajo, la figura de Manolo Escobar ha sido prácticamente unánime y por
fortuna han quedado acalladas las cuatro voces que, llegados a este punto, han
de hablar de lo rancio, lo trasnochado, lo reduccionista, lo leal a no sé
quién, los que hacen una relectura interesada (y errónea), sin ser capaces de
poner a remojar sus barbas al ver cómo ha habido tanto “moderno” que ha pasado
a la historia (no por su trascendencia, sino por todo lo contrario: porque cuesta
recordar su existencia) mientras que aquellos a los que ellos niegan el pan y
la sal permanecen porque son tradición, cultura, herencia, vigencia, eternidad –es
pedir peras al olmo rogarles que escuchen letras como las de Lola Puñales, Candelaria la del Puerto, Y,
sin embargo, te quiero, antes de acusar al género de lo que no es-. Y, por
eso, en una gala de los Goya en que Manolo Escobar estuvo como invitado, cuando
alguno de mis colegas dijo “¿qué pinta éste aquí?”, salté como un resorte “tal
vez viene a por el Goya de Honor, para el que ha hecho más méritos que muchos
de los presentes”, el mismo que le negaron a Sara Montiel, a Aurora Bautista, a
Alberto Closas, a tantos que en otros países no tendrían problemas para recoger
todo tipo de galardones (aunque no lo comparta, aplaudo a Hollywood por otorgar
uno de los Oscar honoríficos de la próxima edición a Steve Martin,
recompensando así una trayectoria con varios taquillazos y a un personaje muy
querido por aquellos lares).
Y tuve la ocasión de entrevistarle, en ese tiempo maravilloso en que
Miguel Ángel Yáñez y un servidor conseguimos que Cita a las dos devolviese a
Radio Intercontinental algo de su brillo pasado (feo está que yo lo diga, pero
la nómina de invitados habla por nosotros –sólo Álvaro Luis, con Caliente y frío, la igualaba o superaba,
pero él invitaba a cenar y nuestro presupuesto no daba para tanto-); y Manolo
llegaba con su CD Contemporáneo bajo
el brazo, nos dijeron que sólo podía estar una media hora o así porque tenía
otro compromiso, pero generoso como siempre fue, gran profesional, excelente
compañero, admirador de todo el mundo (resulta complicado encontrar a alguien
que pueda contar algo malo sobre él), se dejó envolver por la dinámica del
programa, se divirtió con las ocurrencias de Miguel Ángel, se emocionó cuando le
conté lo del teatro Calderón, se maravilló de lo mucho que sabíamos sobre él,
agradeció el sincero cariño y profundo respeto que nos inspiraba, y cuando
llegó el momento de irse, cuando le recordaron la siguiente cita, preguntó a
sus acompañantes “¿con quién hemos quedado? ¿Con mi hermano, no? Y él está en
mi casa, o sea, que le atienden, estará tan tranquilo, puede esperar sentado y
así no se cansa” –todo esto, claro, a micrófono cerrado mientras sonaba uno de
sus temas-; por lo tanto, se quedó todo el programa, incluso participó en un
concurso que hacíamos y, al confesar la oyente agraciada que era su cumpleaños,
Manolo no se lo pensó dos veces y le regaló un espléndido Cumpleaños feliz. Quise repetir la experiencia años después, pero
ya estaba muy mermado de salud, no pudo venir al estudio, y la charla
telefónica no tuvo el brío que seguía conservando en escena, el poderío que
supo mantener hasta el último concierto. Por
encima de todo, al margen de la banda sonora particular, de mi vinculación
personal, recodaré su voz redonda, limpia, contundente, exquisita, su elegancia
como artista y como persona y reivindicaré el lugar que merece, el que sin duda tiene en tantos corazones, el que le corresponde por derecho propio.
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