No hace mucho, disfrutando como un loco del espectáculo Concha. Yo lo que quiero es bailar, mientras
que la muchachita de Valladolid rememoraba algunos de sus hitos interpretativos
(y también de sus estrepitosos fracasos –La
Truhana-, porque cuando una es grande se lo puede permitir todo), hacía
memoria en mi butaca intentando llegar al momento prístino en que decidí rendirle
pleitesía y no era capaz porque me recuerdo haciéndolo desde siempre, desde muy
pequeño: algo especial encontraba en esa señora divertida, chispeante, alocada,
que si hacía falta cantaba y bailaba, y muy pronto descubrí que su vena
dramática era aún más honda y espléndida que la cómica. Poco a poco, intentando
colocar cada pieza en su sitio, creo haber encontrado mi primera conciencia
como espectador de Concha Velasco: la película Pero… ¿en qué país vivimos? (1969) que, de eso no tengo ninguna
duda, vi en el Cine Carolina, en la calle Bravo Murillo, muy cerca de mi casa;
con toda seguridad, debía conocerla gracias a TVE que convirtió a nuestros
grandes actores en personajes a los que querer con suma facilidad y
naturalidad, en rostros con los que te rencontrabas cada poco, pero si la
pienso en pantalla grande y miro hacia atrás todo lo que soy capaz, la veo
junto a Manolo Escobar en uno de los títulos que rodaron juntos y de los que, al
contrario que muchos de sus compañeros, jamás ha renegado, sino todo lo
contrario (exitazos de taquilla que se mantenían años en cartel y se reponían
frecuentemente y por los que, en otros lugares, ella y su pareja artística
hubiesen ganado premios reconociendo la labor desarrollada).
Cuando uno se confiesa admirador irredento de alguien siempre tropieza
con voces que ponen en cuarentena cualquier elogio sobre el/la admirado/a,
acostumbradas a ver el mundo en blancos y negros, olvidando toda la gama de
grises; precisamente es mi admiración por Concha Velasco la que me hace
patalear cuando considero que no está a la altura anhelada, bien porque
interprete con desgana o mecánicamente, bien porque el conjunto no merece una
estrella de su calibre: he sido, soy y seré el primero que se ha disgustado con
determinados episodios artísticos que me resultaron indignos de alguien de su
categoría, es decir, siempre intento separar la paja del trigo, lo que no
impide que en el balance general lo positivo supere con creces a lo que
preferiría no haber visto (creo que el verdadero admirador, el digno de tal
nombre, es el que reconoce los tropiezos de su ídolo, no el que aplaude
vacuamente cualquier cosa). Por otro lado, hay profesionales que deben sudar el
triple que a otros (sobre todo a aquellos que no merecen tal calificación) para
obtener el aplauso, el galardón, el reconocimiento, artistas a los que se ponen
continuas trabas, palos en las ruedas (en forma de críticas, comentarios,
insinuaciones, leyendas, realidades tergiversadas), a los que se ningunea o
menosprecia negándoles el pan y la sal; por fortuna, muchos de ellos aguantan
como jabatos, creyendo en lo que hacen, no desfalleciendo a las primeras de
cambio, conscientes de que la moneda tiene una cara y una cruz. Sin duda,
Concha Velasco es uno de los mejores ejemplos de esto último.
Enumerar sus méritos es tarea titánica y casi inabordable porque a buen
seguro olvidaríamos capítulos imprescindibles (sobre todo en el ámbito teatral
ya que, por edad, uno no ha podido verlo todo –y porque, continuando con lo que
decía más arriba, cuando ha tenido la posibilidad de elegir, no ha querido
verlo todo-), pero en ese recorrido personal e intransferible que cada
espectador debe hacer no puedo dejar de mencionar algunos títulos que se han
convertido en parte de mi historia:
-Teresa de Jesús (1984): Una
de esas series de TVE que nunca perecerán, cita ineludible durante los lunes en
que fue emitida, regocijo que compartir con la tía Carmen, con mi madre, con mi
abuela, es decir, un producto con muchos niveles de lectura que acercó a mucha gente
a una de nuestras mejores poetas, un absoluto prodigio (que prometo revisar en
breve para actualizar emociones e incorporar las que se me escaparon debido a
mi juventud).
-Tormento (1974): Por fortuna,
cuando Concha se empecina en algo no ceja hasta lograrlo; sólo así, peleando
con productores, convenciendo a directores, buscando y buscándose las vueltas,
peleando contra su imagen icónica de chica ye-ye, podemos disfrutarla en una de
esas interpretaciones que deberían estudiarse en cualquier escuela de actores.
He vuelto a ella en varias ocasiones y nunca deja de sorprenderme.
-¡Mamá, quiero ser artista!:
Estuvo en cartel mucho tiempo, yo la vi en marzo de 1986 porque fue el regalo
de cumpleaños que pedí al tío Miguel. Durante los últimos meses de 1985, TVE
había emitido La comedia musical española
(así aparece en todos los sitios, pero yo creo recordar que el primer rótulo
que aparecía anunciaba La revista) y,
aunque ese y otros géneros me eran familiares y queridos porque eran la banda
sonora en mi casa, me convertí para siempre en fan (todo sin olvidar que los
tíos me llevaron a ver la inolvidable Por
la calle de Alcalá); y aunque fue genial ver a la maravillosa Esperanza
Roy, a mi admirada Paloma San Basilio o descubrir las capacidades de Teresa
Rabal, fue Concha (sobre todo con Cinco
minutos nada menos, regalo de Navidad emitido el 25 de diciembre de 1984
como anticipo de la serie) la que me hipnotizó una vez más. Por lo tanto,
después de aguantar a pie firme un sábado por la mañana (ese teatro Calderón en
el que la Velasco ha triunfado como pocas y ha fracasado como tantas), pude
sentarme en la fila siete a gozar con su versatilidad, con su energía, con su
carisma, con su entrega. Y, en un rasgo insólito de osadía, pregunté si podía
bajar al camerino al terminar la función y la tuve cara a cara; aún guardo ese
programa firmado por ella y por el inolvidado Paco Valladares, prueba de esos
minutos que pensé irrepetibles.
-Hello, Dolly: Tuve la fortuna
de verla en octubre de 2001, en una de las primeras funciones, aquellas en las
que se agotaron las entradas hasta que, como de un día para otro, el público de
Madrid empezó a dar la espalda a un espectáculo que competía en cartel con la My Fair Lady de Paloma San Basilio. Si
bien es cierto que el montaje era demasiado aparatoso y que no todo el reparto
estaba a la misma altura, lo que sucedía cuando Concha acometía la mítica
canción homónima del musical es casi indescriptible: todo un teatro seguía sus
movimientos de brazos, coreaba a la artista, ovacionaba como pocas veces he
visto (por eso sigo sin comprender lo que pasó, aunque en su gira –larga gira-
pudo resarcirse de este sinsabor). Gracias a un buen amigo pudimos bajar al
camerino y, de nuevo, fui aquel chaval tembloroso y emocionado que hacía una
reverencia a su diosa; aunque pude presentarme como periodista, me comporté
como público, besándola, queriéndola, pidiéndole que me firmase el programa,
contándole que aún conservaba (y conservo) aquel que me dedicó 16 años antes,
admirándose de que así fuese pero leyendo en mis ojos que todo era verdad.
-Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975): Sabía que era una de sus películas
más famosas, que en muchas entrevistas ella misma la citaba con orgullo, pero conocía
muy poco más; el título me hizo imaginar que era una de sus comedias
entrañables, esas que tanto me gustaban desde crío como Las chicas de la Cruz Roja (1958) o El día de los enamorados (1959), hasta que ya adolescente me la
topé en televisión un viernes por la noche (es curioso cómo algunos datos se
graban a fuego). Y, sí, al principio baila el tiro-liro, saca su tono frescales
y castizo, pero según el metraje avanza uno va conociendo las sombras y
miserias de una época terrible como si estuviese viendo un documental y el
rostro de la Velasco adquiere una contundencia trágica que erosiona, conmueve y
golpea.
-Buenas noches, madre: Debí
verla a finales de 1984 o principios de 1985, imagino que con mi hermana Pilar (con
la que he ido mucho al teatro) y hasta que lo he consultado en Internet dudaba
en qué teatro (el Reina Victoria); sea como sea, lo que no olvido es esa
sensación de estar clavado en la butaca, de no respirar, de saber que
espectáculos de ese calibre no iban a repetirse en muchas ocasiones: ¡Concha
Velasco y Mari Carrillo juntas en escena y con semejante texto! ¡Aún me
recorren escalofríos cuando lo rememoro! ¿No podría volver a representarse
ahora, siendo Concha la madre? (y, eso sí, que la hija se la encomienden a
Blanca Portillo, Adriana Ozores o Vicky Peña, por favor).
Podría seguir durante horas, me queda mucho por contar, pero creo que
cada uno debe seguir sus propios recuerdos tomando como punto de partida el
desbordante talento de una mujer luchadora, trabajadora, humilde (aunque pueda
tener comprensibles y tolerables ataques de divismo, no hay más que ver cómo
habla de sus compañeros, cómo los trata, cómo se le nota la admiración cuando
los entrevista), artista completa y total que merece todos los reconocimientos
y los que, a buen seguro, han de llegar.
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