jueves, 8 de noviembre de 2012

CONCHA VELASCO: MAMÁ, QUIERO A LA ARTISTA


  
 
 
   No hace mucho, disfrutando como un loco del espectáculo Concha. Yo lo que quiero es bailar, mientras que la muchachita de Valladolid rememoraba algunos de sus hitos interpretativos (y también de sus estrepitosos fracasos –La Truhana-, porque cuando una es grande se lo puede permitir todo), hacía memoria en mi butaca intentando llegar al momento prístino en que decidí rendirle pleitesía y no era capaz porque me recuerdo haciéndolo desde siempre, desde muy pequeño: algo especial encontraba en esa señora divertida, chispeante, alocada, que si hacía falta cantaba y bailaba, y muy pronto descubrí que su vena dramática era aún más honda y espléndida que la cómica. Poco a poco, intentando colocar cada pieza en su sitio, creo haber encontrado mi primera conciencia como espectador de Concha Velasco: la película Pero… ¿en qué país vivimos? (1969) que, de eso no tengo ninguna duda, vi en el Cine Carolina, en la calle Bravo Murillo, muy cerca de mi casa; con toda seguridad, debía conocerla gracias a TVE que convirtió a nuestros grandes actores en personajes a los que querer con suma facilidad y naturalidad, en rostros con los que te rencontrabas cada poco, pero si la pienso en pantalla grande y miro hacia atrás todo lo que soy capaz, la veo junto a Manolo Escobar en uno de los títulos que rodaron juntos y de los que, al contrario que muchos de sus compañeros, jamás ha renegado, sino todo lo contrario (exitazos de taquilla que se mantenían años en cartel y se reponían frecuentemente y por los que, en otros lugares, ella y su pareja artística hubiesen ganado premios reconociendo la labor desarrollada).

   Cuando uno se confiesa admirador irredento de alguien siempre tropieza con voces que ponen en cuarentena cualquier elogio sobre el/la admirado/a, acostumbradas a ver el mundo en blancos y negros, olvidando toda la gama de grises; precisamente es mi admiración por Concha Velasco la que me hace patalear cuando considero que no está a la altura anhelada, bien porque interprete con desgana o mecánicamente, bien porque el conjunto no merece una estrella de su calibre: he sido, soy y seré el primero que se ha disgustado con determinados episodios artísticos que me resultaron indignos de alguien de su categoría, es decir, siempre intento separar la paja del trigo, lo que no impide que en el balance general lo positivo supere con creces a lo que preferiría no haber visto (creo que el verdadero admirador, el digno de tal nombre, es el que reconoce los tropiezos de su ídolo, no el que aplaude vacuamente cualquier cosa). Por otro lado, hay profesionales que deben sudar el triple que a otros (sobre todo a aquellos que no merecen tal calificación) para obtener el aplauso, el galardón, el reconocimiento, artistas a los que se ponen continuas trabas, palos en las ruedas (en forma de críticas, comentarios, insinuaciones, leyendas, realidades tergiversadas), a los que se ningunea o menosprecia negándoles el pan y la sal; por fortuna, muchos de ellos aguantan como jabatos, creyendo en lo que hacen, no desfalleciendo a las primeras de cambio, conscientes de que la moneda tiene una cara y una cruz. Sin duda, Concha Velasco es uno de los mejores ejemplos de esto último.

   Enumerar sus méritos es tarea titánica y casi inabordable porque a buen seguro olvidaríamos capítulos imprescindibles (sobre todo en el ámbito teatral ya que, por edad, uno no ha podido verlo todo –y porque, continuando con lo que decía más arriba, cuando ha tenido la posibilidad de elegir, no ha querido verlo todo-), pero en ese recorrido personal e intransferible que cada espectador debe hacer no puedo dejar de mencionar algunos títulos que se han convertido en parte de mi historia:

   -Teresa de Jesús (1984): Una de esas series de TVE que nunca perecerán, cita ineludible durante los lunes en que fue emitida, regocijo que compartir con la tía Carmen, con mi madre, con mi abuela, es decir, un producto con muchos niveles de lectura que acercó a mucha gente a una de nuestras mejores poetas, un absoluto prodigio (que prometo revisar en breve para actualizar emociones e incorporar las que se me escaparon debido a mi juventud).

   -Tormento (1974): Por fortuna, cuando Concha se empecina en algo no ceja hasta lograrlo; sólo así, peleando con productores, convenciendo a directores, buscando y buscándose las vueltas, peleando contra su imagen icónica de chica ye-ye, podemos disfrutarla en una de esas interpretaciones que deberían estudiarse en cualquier escuela de actores. He vuelto a ella en varias ocasiones y nunca deja de sorprenderme.

   -¡Mamá, quiero ser artista!: Estuvo en cartel mucho tiempo, yo la vi en marzo de 1986 porque fue el regalo de cumpleaños que pedí al tío Miguel. Durante los últimos meses de 1985, TVE había emitido La comedia musical española (así aparece en todos los sitios, pero yo creo recordar que el primer rótulo que aparecía anunciaba La revista) y, aunque ese y otros géneros me eran familiares y queridos porque eran la banda sonora en mi casa, me convertí para siempre en fan (todo sin olvidar que los tíos me llevaron a ver la inolvidable Por la calle de Alcalá); y aunque fue genial ver a la maravillosa Esperanza Roy, a mi admirada Paloma San Basilio o descubrir las capacidades de Teresa Rabal, fue Concha (sobre todo con Cinco minutos nada menos, regalo de Navidad emitido el 25 de diciembre de 1984 como anticipo de la serie) la que me hipnotizó una vez más. Por lo tanto, después de aguantar a pie firme un sábado por la mañana (ese teatro Calderón en el que la Velasco ha triunfado como pocas y ha fracasado como tantas), pude sentarme en la fila siete a gozar con su versatilidad, con su energía, con su carisma, con su entrega. Y, en un rasgo insólito de osadía, pregunté si podía bajar al camerino al terminar la función y la tuve cara a cara; aún guardo ese programa firmado por ella y por el inolvidado Paco Valladares, prueba de esos minutos que pensé irrepetibles.

   -Hello, Dolly: Tuve la fortuna de verla en octubre de 2001, en una de las primeras funciones, aquellas en las que se agotaron las entradas hasta que, como de un día para otro, el público de Madrid empezó a dar la espalda a un espectáculo que competía en cartel con la My Fair Lady de Paloma San Basilio. Si bien es cierto que el montaje era demasiado aparatoso y que no todo el reparto estaba a la misma altura, lo que sucedía cuando Concha acometía la mítica canción homónima del musical es casi indescriptible: todo un teatro seguía sus movimientos de brazos, coreaba a la artista, ovacionaba como pocas veces he visto (por eso sigo sin comprender lo que pasó, aunque en su gira –larga gira- pudo resarcirse de este sinsabor). Gracias a un buen amigo pudimos bajar al camerino y, de nuevo, fui aquel chaval tembloroso y emocionado que hacía una reverencia a su diosa; aunque pude presentarme como periodista, me comporté como público, besándola, queriéndola, pidiéndole que me firmase el programa, contándole que aún conservaba (y conservo) aquel que me dedicó 16 años antes, admirándose de que así fuese pero leyendo en mis ojos que todo era verdad.

   -Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975): Sabía que era una de sus películas más famosas, que en muchas entrevistas ella misma la citaba con orgullo, pero conocía muy poco más; el título me hizo imaginar que era una de sus comedias entrañables, esas que tanto me gustaban desde crío como Las chicas de la Cruz Roja (1958) o El día de los enamorados (1959), hasta que ya adolescente me la topé en televisión un viernes por la noche (es curioso cómo algunos datos se graban a fuego). Y, sí, al principio baila el tiro-liro, saca su tono frescales y castizo, pero según el metraje avanza uno va conociendo las sombras y miserias de una época terrible como si estuviese viendo un documental y el rostro de la Velasco adquiere una contundencia trágica que erosiona, conmueve y golpea.

   -Buenas noches, madre: Debí verla a finales de 1984 o principios de 1985, imagino que con mi hermana Pilar (con la que he ido mucho al teatro) y hasta que lo he consultado en Internet dudaba en qué teatro (el Reina Victoria); sea como sea, lo que no olvido es esa sensación de estar clavado en la butaca, de no respirar, de saber que espectáculos de ese calibre no iban a repetirse en muchas ocasiones: ¡Concha Velasco y Mari Carrillo juntas en escena y con semejante texto! ¡Aún me recorren escalofríos cuando lo rememoro! ¿No podría volver a representarse ahora, siendo Concha la madre? (y, eso sí, que la hija se la encomienden a Blanca Portillo, Adriana Ozores o Vicky Peña, por favor).

   Podría seguir durante horas, me queda mucho por contar, pero creo que cada uno debe seguir sus propios recuerdos tomando como punto de partida el desbordante talento de una mujer luchadora, trabajadora, humilde (aunque pueda tener comprensibles y tolerables ataques de divismo, no hay más que ver cómo habla de sus compañeros, cómo los trata, cómo se le nota la admiración cuando los entrevista), artista completa y total que merece todos los reconocimientos y los que, a buen seguro, han de llegar.    
 

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