viernes, 23 de noviembre de 2012

"EN LA CASA": DÉJAME QUE TE CUENTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Dans la maison AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: François Ozon GUIÓN: François Ozon (inspirado libremente en la obra de teatro El chico de la última fila de Juan Mayorga) MÚSICA: Philippe Rombi FOTOGRAFÍA: Jérôme Alméras MONTAJE: Laure Gardette REPARTO: Fabrice Luchini, Ernst Umhauer, Kristin Scott Thomas, Emmanuelle Seigner, Bastien Ughetto
 

   Leí en una ocasión no sé dónde ni a quién (o tal vez se lo escuché decir a alguien en una tertulia radiada o televisada –hablo de hace bastantes años, cuando el término no había degenerado de la forma en que lo ha hecho y abundan ejemplos bochornosos en ambos medios-) que el origen del teatro, de casi cualquier espectáculo de masas, de las conferencias, de los mítines, de la oratoria, había que cifrarlo en el momento en que un hombre se subió a una piedra y empezó a explicar un suceso o, sencillamente, aquello que imaginaba en ese momento y los demás, alzando la mirada, callaron mientras se dejaban atrapar por el poder de las palabras (da igual que fuesen gruñidos, sonidos guturales o cualquier otra forma rudimentaria y primitiva de expresión). Sin duda, la alumna más aventajada de este primer ejemplo de elocuencia verbal y la que más escuela ha creado a la hora de articular un discurso o historia anulando la capacidad de respuesta del receptor fue Sherezade, quien, durante mil y una noches, enseñó a persuadir sin que se vislumbraran las intenciones y a narrar con emoción, despertando un continuo interés e interrumpiendo el cuento en uno de sus nudos para, de este modo, asegurarse la audiencia al menos durante el siguiente tramo. Al igual que sucedía con el sultán del famosísimo libro, el profesor interpretado por Fabrice Luchini en la película que nos ocupa va a caer en las redes de un relato (en esta ocasión en forma de redacción) que se sale de la tónica habitual de lo que suele encontrarse entre sus alumnos (frases cortas e inconexas, vocabulario muy reducido, faltas de ortografía), no sólo por su calidad literaria y su intencionalidad, sino porque concluye con una palabra que, bien manejada, provoca adicción e implicación, a la que es imposible resistirse: “Continuará”.

   François Ozon se hizo acreedor de la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián celebrado hace tan sólo dos meses con esta adaptación (los propios créditos anuncian que bastante libre) de una obra de teatro de Juan Mayorga (a quien pidió que le acompañase a la hora de recoger el otro galardón obtenido en el certamen y concedido al guión que, sin embargo, firma el cineasta en solitario), aunque cuesta imaginarla sobre las tablas tras contemplarla en imágenes: Mayorga tiende al subrayado, a remarcar cuál de las lecturas posibles de su texto pretende que haga el público, a explicar las metáforas, a enredarse en su propia dialéctica, mientras que Ozon filma con absoluta limpieza, con sencillez, mezclando lo real y lo ficticio, rizando el rizo cuando trata como invención lo que vamos conociendo a través de las redacciones encadenadas que, como capítulos de un folletín, recibe el profesor aunque sepamos (o creamos saber -en ocasiones siembra la duda con suma inteligencia-) que lo que allí se narra es un mero reflejo de lo vivido por su alumno, implicando en la lectura de las mismas a su mujer y transformándose ambos en personajes, no sólo en lectores, logrando que todos estos planos confluyan en una única línea argumental que jamás despista al espectador. Tan sólo en el tramo final pierde la cinta un poco el fuste y la solidez, al empeñarse Ozon en que todas las piezas encajen más allá de lo necesario, privando al público de cierta libertad a la hora de buscar explicaciones que están muy bien diseminadas a lo largo del metraje; a pesar de ello, En la casa no se consiente ningún desbarre, despropósito o irregularidad que estropee el conjunto, algo que por desgracia era habitual en la filmografía del parisino (sirvan como ejemplo Swimming Pool (2003) u Ocho mujeres (2002)), cuando no se dejaba llevar por la deriva de un humor tosco y burdo (Sitcom (1998)) que parece haber dejado definitivamente atrás con la gratificante Potiche (2010).

   Uno de los máximos aciertos de la cinta es saber alternar a la perfección todo lo que gira en torno a las redacciones (mezclando con dominio del lenguaje cinematográfico lo que en ellas se narra con las verdaderas situaciones y con las correcciones del profesor -muy bien insertadas, sin permitirse tentaciones excesivamente humorísticas o metaliterarias, en las que sí suele caer Mayorga-) con la recepción y lectura en común de las mismas que hace el profesor junto a su esposa, aportando los datos necesarios sobre su vida cotidiana e incluso referencias nunca gratuitas al trabajo de ella, todo ello engrandecido por el acierto en la elección del reparto, con esa revelación llamada Ernst Umhauer y la perfecta pareja cómica formada por Fabrice Luchini y Kristin Scott Thomas. Él demuestra cómo dar entidad a un rol anodino, a una persona gris, absolutamente hueca, un ser mediocre convencido de que una conjura universal impide que brille como merece, un envidioso patológico que prefiere regodearse en su miseria en lugar de aplicarse y cambiar las tornas, un tipo con una venda en los ojos que le impide beneficiarse de las oportunidades que se le ofrecen y opta por echar la culpa a los demás de que éstas nunca den fruto; ella, que no necesita dejar claras sus elegancia, categoría e inagotables facultades, vuelve a enamorar y cautivar como, de un tiempo a esta parte, sólo le está permitiendo el cine francés, alternando personajes con tantos matices como el asumido en Hace mucho que te quiero (2008) –por una décima parte de lo que hace en esa cinta otras actrices han acumulado premios y distinciones por doquier- con otros más livianos que van acentuando su esplendorosa madurez, su sabiduría como actriz (no en vano algunos la han comparado a la Diane Keaton de Misterioso asesinato en Manhattan (1993), encontrando en Fabrice Luchini el trasunto perfecto de Woody Allen para conformar uno de los dúos más compenetrados vistos en pantalla en los últimos tiempos. Sin duda, ellos son los amos de la función (casi al modo en que Rex Harrison y Kay Kendall anularon a Sandra Dee y John Saxon en Mamá nos complica la vida (1958)), aunque el brío que François Ozon imprime a toda la narración consigue que la película apenas tenga fisuras y sigamos sus imágenes como si estuviese hablando el mejor orador o pasásemos páginas para saber qué hay después del nuevo “continuará”.           

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