AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN:
José Luis Cuerda GUIÓN: Manuel Rivas (basado en su novela homónima) MÚSICA:
Sergio Moure FOTOGRAFÍA: Hans Burmann MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO:
Quim Gutiérrez, Miguel Ángel Silvestre, Celia Freijeiro, Juan Diego
Manuel Rivas lleva algo más de veinte años siendo uno de los cronistas
oficiales de Galicia, tanto de la presente como de la pasada (más o menos
reciente, depende de la historia), utilizando para ello diferentes vías de
expresión (el cuento, el reportaje, la novela, el artículo) y demostrando en
todas su maestría a la hora de definir, de captar comportamientos, de plasmar personalidades,
de integrar a los personajes (reales o ficticios) con el ambiente en que se
mueven, utilizando para ello las palabras precisas, manejando a la perfección
las elipsis, suministrando la información justa (incluso economizándola), dando
trazos precisos con apenas dos pinceladas (de hecho, con la excepción de Los libros arden mal, casi todas sus
narraciones podrían ser catalogadas como cuentos largos, aunque se hayan
editado como novelas); sin embargo, a la hora de afrontar la escritura de un
guión, parece que el habitual y acertado uso de la insinuación, de la
evocación, de la sugerencia, de la sutileza, no ha fluido como en tantas
ocasiones y la traslación a la pantalla de su propio texto Todo es silencio ha resultado una de las películas más torpes,
erráticas, risibles y vacuas vistas en este 2012 que está a punto de echar el
cierre. Estas sensaciones vienen, por supuesto, agrandadas por la manera en que
está rodada: como al descuido, sin aparentes ganas, como si se hubiese dado por
buena la primera toma de cada secuencia, con un montaje que no parece seguir
ninguna línea argumental, obviando las causalidades, insertando escenas que no
aportan nada (a no ser confusión en el espectador) ni llevan a ninguna parte;
tras su errónea adaptación del espléndido libro Los girasoles ciegos (2008) de Alberto Méndez (lamento que fuese lo
último que escribió el inmenso Rafael Azcona, pero cuando un genio no acierta
hay que decirlo), José Luis Cuerda viene a confirmar la escasa inspiración que
de un tiempo a esta parte le acompaña, detalle que sorprende especialmente
cuando supo captar como pocos el realismo mágico que, con gran naturalidad,
constituye la cotidianidad gallega, en la que continúa siendo la cumbre de su
filmografía: El bosque animado (1987)
(en esa ocasión, como en tantas, sí que pudo dejar clara su maestría Rafael
Azcona, felizmente inspirado por las palabras de Wenceslao Fernández Flórez).
Presentando una de las novelas con sus personajes Nivardo Castro y
Carlos Conde, en concreto la titulada Narcos,
allá por 2001, el escritor gallego
Carlos G. Reigosa reconocía que la publicaba porque era una deuda contraída al
haber dejado tan espinoso asunto fuera del anterior título de la serie (La guerra del tabaco), pero que había
dudado mucho cómo abordarlo, qué contar y qué no, qué denunciar y qué callar, porque
al fin y al cabo tanto él como su familia seguían viviendo en Galicia y
pretendían seguir haciéndolo. Eso da una idea de lo complicado que es alzar la
voz para enfrentarse a lo que, en muchas ocasiones, es una tradición, una
ocupación habitual y lógica que se ha transmitido de padres a hijos, fuente de
ingresos para las poblaciones en las que se lleva a cabo, regidas por algún
cacique de medio pelo (marioneta a su vez de los verdaderamente poderosos y
peligrosos) que regala algunas monedas y rige los destinos de las gentes humildes
que, además de jugarse el pellejo en su lugar, han de rendirle pleitesía y
consentirle todos los abusos. No se sabe si esta prevención (por no darle otro
nombre) puede haber pesado en el ánimo de Manuel Rivas (algo sorprendente en
autor comprometido y valiente donde los haya) a la hora de abordar su historia
sobre el narcotráfico y por eso ha trufado el libreto de lugares comunes, malvados
grotescos y escaso realismo, confiándolo todo a la buena disposición del
público, el mismo que aplaudió La lengua
de las mariposas (1999), anterior ocasión en que José Luis Cuerda convirtió
en imágenes (de nuevo con el concurso de Azcona) las palabras del escritor
coruñés –película fallida por momentos, ya que unía tres cuentos del libro ¿Qué me quieres, amor?, pero con un
Fernando Fernán Gómez en absoluto estado de gracia-).
Lo que en principio resulta un prólogo demasiado largo (la infancia de
los tres protagonistas) termina por convertirse en lo mejor de Todo es silencio, sobre todo por la
enorme naturalidad que desprenden los tres actores jóvenes, algo que no puede
afirmarse de los que encarnan los roles principales, teniendo tristemente que
hacer hincapié en un Juan Diego bufonesco, que parece no tomarse en serio lo
que está haciendo y diciendo, autoparodiando algunas de sus grandes creaciones
(vienen a la memoria El rey pasmado (1991)
o Fugitivas (2000), todo por no
remontarnos a una de sus cimas interpretativas: Los santos inocentes (1984)). Aunque podemos vislumbrar el intento
de dotar al personaje de Fins de ambigüedad, complejidad, sentimientos
enfrentados, Quim Gutiérrez no acierta a transmitir ese tormento interior y es
incapaz de cambiar el gesto de estupor (o de enfado, no se sabe muy bien) que
acompaña con un tono monocorde y lento que, se supone, debe aportar intensidad
aunque en realidad sirve para demostrar su poca entidad actoral; a su lado, una
gélida Celia Freijeiro que es la que peor soporta la comparación con el tramo
que transcurre a finales de los años 60 del siglo XX y un desafortunado Miguel
Ángel Silvestre que, a pesar de ser el menos afectado del reparto, no logra
aunar las bruscas idas y venidas afectivas que experimenta su personaje. Por lo
demás, subtramas apuntadas que no son desarrolladas, acumulación gratuita y
excesiva de escenas pretendidamente dramáticas que en muchas ocasiones no se
sabe de dónde vienen; sin duda, un momento muy aciago (confiemos en que no se
repita) del estupendo escritor Manuel Rivas.
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