miércoles, 6 de febrero de 2013

"EL CUARTETO": PIEZA DE CÁMARA


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Quartet DIRECCIÓN: Dustin Hoffman GUIÓN: Ronald Harwood (basado en su obra de teatro homónima) MÚSICA: Dario Marianelli FOTOGRAFÍA: John de Borman MONTAJE: Barney Pilling REPARTO: Maggie Smith, Tom Courtenay, Billy Connolly, Pauline Collins, Michael Gambon, Dame Gwyneth Jones, Sheridan Smith, Andrew Sachs


   Han sido muchos los actores que, en un momento dado, han querido experimentar las sensaciones al otro lado de la cámara, algunos combinando casi desde los inicios de su carrera (y sin casi) las dos actividades (Orson Welles, Woody Allen), otros como prueba o por sacarse una espinita, sólo como aventura (aunque el nombre que viene a la cabeza, Charles Laughton, tal vez no quiso repetir desolado ante el menosprecio sufrido por su obra maestra –la única- La noche del cazador (1955)) o como labor esporádica (Tom Hanks), algunos para llevar mejor las riendas de su carrera o potenciar su lucimiento (Barbra Streisand, Laurence Olivier, Warren Beatty –sobre todo lo segundo, incluso cuando sólo actúa como productor y dirige otro-), los hay que buscan imbuirse de prestigio -más o menos inflado- (Kevin Costner, Mel Gibson, Jodie Foster), para otros es una evolución natural y terminan arrinconando su carrera actoral o colocándola en segundo término (Clint Eastwood) y los hay que sienten esa inquietud y no se quedan con las ganas, pero miden muy bien sus pasos (George Clooney) y, además, separan con acierto unas labores de las otras (el modelo perfecto es Robert Redford, especialmente con aquella deslumbrante ópera prima –Gente corriente (1980)-, uno de esos títulos que aumenta sus valores según pasa el tiempo); ya veremos los siguientes pasos de Ben Affleck, quien, por el momento, sigue recogiendo las mieles muy merecidas por su trabajo en Argo (2012), reconocimiento del Sindicato de Directores incluido, aunque haya sido apeado de la carrera por el Oscar (y es hiriente comprobar cómo dos de los nominados –David O. Russell y Benh Zeitlin- no merecen tal honor, mientras que Steven Spielberg llega a la final por una de sus direcciones más decepcionantes a pesar de algunos logros). Y en éstas, a los 75 años, el veterano intérprete Dustin Hoffman decide debutar como director y lo hace confiando en lo que más y mejor conoce: las personas, es decir, los actores.

   Sorprende gratamente que sepa mantenerse en la sombra, llevando la batuta con mimo y cuidado, sin pretender llamar la atención, confiando en la afinación de los instrumentos, delegando en la legendaria escuela británica para que el concierto (perdón, la película –uno no puede evitar dejarse llevar por la melodía que emana de la pantalla y se pierde en metáforas-) transcurra con placidez, casi susurrado, a sotto voce, con la apabullante sencillez y naturalidad que despliegan todos los intérpretes, derrochando y propiciando empatía, encanto, carisma, despertando cariño, emoción, ternura, sin énfasis, sin trampas, con entrega, honestidad, amabilidad y buen gusto. Porque si hubiese que buscar una sola palabra para definir El cuarteto, esa sería sin duda elegancia: en la manera de abordar la vejez, incluso la decrepitud, cómo las fuerzas se van perdiendo, el vigor no puede ser el mismo, las facultades se ven mermadas, pero nadie –empezando por uno mismo- puede ni debe hacernos sentir inservibles, muebles que deben esperar su turno en el desguace, y no necesita discursos facilones o irreales, sandeces y/o conformismos muy al estilo de El lado bueno de las cosas (2012), evocando historias de monjes y Ferraris, dioses y Harleys o las fábulas de esos autores llenos de palabrería ñoña y vana, previsible y simplona, muy poco o nada analítica, la prosa placebo de Albert Espinosa, Jorge Bucay, Alejandro Jodorowsky o Paulo Coelho, todo un acierto el texto de Ronald Harwood, sin meandros ni recovecos, sin tremendismos ni patetismos, sin chanzas ni groserías, directo y pleno; elegancia en la puesta en escena, sobria, precisa, sin tentaciones artísticas ni extravagancias autorales, sin complejos, dejando que las imágenes sean acunadas por la música, tanto por la medida partitura de Dario Marianelli como por las composiciones de Verdi, Beethoven o Gilbert y Sullivan que alegran nuestros oídos durante la proyección (el mejor y más brillante ejemplo de la simbiosis lograda entre imágenes y banda sonora podemos hallarlo en los rutilantes títulos de crédito); y, como ya decíamos, elegancia en cómo Hoffman pone y cede el foco a lo verdaderamente importante, al mayor capital de la película, a las estrellas que nunca van de tales, al cuartero y sus acompañantes.

   Alguien que siempre ha tendido si no a la sobreactuación sí al abigarramiento, a que se le note el esfuerzo, la en ocasiones excesiva preparación para abordar un rol que deviene en cierto mecanicismo, los muchos ensayos –desde Cowboy de medianoche (1969) a su segundo Oscar por Rain Man (1988), numerito incluido a la hora de recibirlo-, que tiende a barroquizar sus interpretaciones –regalando otras simplemente sensaciones, de Lenny (1974) a Tootsie (1982), por citar sólo dos-, sabe detenerse a admirar, apreciar y valorar –y poner en conjunto- las aparentes “no actuaciones” de algunos de los nombres más prestigiosos de la escena y la pantalla, actores que son siempre el personaje, que nunca desafinan ni desentonan, que con un mínimo gesto transmiten emociones, rodeando a su cuarteto de divos (en el mejor sentido del término y sin ningún toque peyorativo) de personas que han echado los dientes sobre las tablas (con mención especial de Andrew Sachs, Michael Gambon y Dame Gwyneth Jones), logrando esa verdad que tantas veces queda fuera del celuloide. Pero cada uno de ellos merece su propio párrafo.

   Maggie Smith nació regia, señorial, actriz de peso, intérprete inconmensurable; vayamos al momento que vayamos de su trayectoria siempre nos tropezaremos con su solvencia, su clase, su magisterio, su capacidad para engullirse todo y anular a los demás desde la contención, la distinción, la gracia. Da igual que nos fijemos en ella en Otelo (1965), en Una habitación con vistas (1985) o en Gosford Park (2001), todo por no citar una de sus cumbres, su primer Oscar, Los mejores años de Miss Brodie (1969), no importa que haga drama, comedia o combine diferentes tonos: siempre es prodigiosa, esplendorosa, adorable. No contenta con la continua lección que supone su Lady Violet en la no menos maravillosa serie Downton Abbey (2010-2012) -¡Ya se está cocinando la cuarta temporada!-, Maggie Smith se muestra en El cuarteto pletórica, bellísima, combinando fragilidad, miedo, pudor, la coraza con la que intenta salvaguardarse y no resultar herida, con un aire de prima donna ególatra y altiva que, al modo de la inolvidable Anne Bancroft de Paso decisivo (1977), no necesita cantar (o hacer playback) para resultar creíble, basta con su forma de tomar aire para entonar un Cumpleaños feliz para que nos la creamos triunfando en cualquier liceo del mundo.

   Tom Courtenay demuestra su madurez, su oficio, su experiencia, resultando sutil, casi etéreo, queriendo ser prescindible aunque no puede evitar que su corazón mande y perdone más de lo que le gustaría, siendo un cordero que no engaña a nadie a pesar de la piel de lobo con la que se recubre un tanto ostentosamente. El que fuese único intérprete candidato al Oscar por Doctor Zhivago (1965), prodigioso en La soledad del corredor de fondo (1963) o parte integrante del espléndido clan de Last Orders (2001) demuestra que aún le queda cuerda para rato.

   Billy Connolly sale airoso y con la nota más alta del reto de ser el personaje estrambótico, ordinario, ampuloso en gestos, como sólo puede hacerlo un actor de amplio recorrido y con tanta sabiduría acumulada, capaz de medirse con la enorme Judi Dench de Su majestad Mrs. Brown (1997) y salir incólume de la (aparente) osadía.

   Pauline Collins, una actriz que dosifica sus apariciones en pantalla, que no se prodiga todo lo que debiese y merece, a la que tuvimos la fortuna de gozar hace unos años en una de las más brillantes adaptaciones que se han hecho de alguna de las obras de Dickens, la miniserie Casa desolada (2005), que nos supo a poco en Conocerás al hombre de tus sueños (2010) cuando Woody Allen parece el más adecuado para hacerle un traje a medida, que resultó tan frustrante como todo lo demás en la tristemente fallida Albert Nobbs (2011), la para siempre genial Shirley Valentine de la cinta homónima que tantas alegrías depara –y en la memoria de los que tuvieron la fortuna de disfrutarla en teatro-, la por derecho propio mítica Sarah de la igualmente memorable Arriba y abajo (1971-1975), ofrece aquí una interpretación absolutamente magistral, casi milagrosa, alejada de cualquier estereotipo, sin caer en lo chusco ni en lo lacrimógeno, equilibrando siempre los tonos extremos y opuestos de su personaje. Verla perdida en la nebulosa de sus recuerdos, sin ser consciente de lo que le rodea, de lo que sucede en ese momento, y cómo Maggie Smith, sin apearse de su superioridad, sin pretender redimirse, pero volcándose en su compañera, le tiende una mano, el brazo, le da su apoyo y la sujeta a la realidad supone un viaje emocional y emocionante para cualquier espectador.

   El cuarteto es de uno de esos títulos que debería tener telón final para que la platea pudiese tributarle la ovación merecida, sonora, larga, recompensa inevitable ante el despliegue de talento, aplausos que acompañarían la música de Verdi y las fotos que rememoran la primera actuación de cada componente del elenco, el mejor homenaje a una generación gloriosa que, por fortuna, de vez en cuando puede seguir asomando la cabeza y ganando adeptos.         

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