miércoles, 13 de febrero de 2013

"LA BANDA PICASSO": BUENOS TRAZOS PARA UN MERO ESBOZO


 
 
 
DIRECCIÓN: Fernando Colomo GUIÓN: Fernando Colomo MÚSICA: Juan Bardem FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine MONTAJE: María Lara, Antonio Lara REPARTO: Ignacio Mateos, Pierre Bénézit, Jordi Vilches, Lionel Abelanski, Raphäelle Agogué, Louise Monot, Alexis Michalik, Stanley Weber


   Tiene su enjundia comparar cómo nos vemos nosotros mismos y lo que piensan los demás sobre lo que hacemos o cómo nos etiquetan o cómo nos consideran; cuando menos, resulta ejercicio enriquecedor escrutar las opiniones que nuestros hechos y obras merecen, contrastándolas con las intenciones que llevábamos cuando nos pusimos a la tarea o con la falta de las mismas. Cuando Fernando Colomo quiso repetir la experiencia de dirigir, después de su debut con Tigres de papel (1977), se marcó como objetivo primordial huir de cualquier encasillamiento posible y rodar una historia muy diferente y alejada de aquella con la que había inaugurado, sin él saberlo ni quererlo, lo que dio en llamarse “nueva comedia madrileña”, etiqueta que cimentó sus bases precisamente gracias al segundo título del cineasta, ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (1978); lo que más sorprende es que, comprendiendo que la coyuntura política y social del país, las ganas por desparramar, por celebrar, por expresarse sin miedo a cortapisas, multas, encarcelamientos, represalias, favorecían que fuesen tan bien recibidas y celebradas películas que suponían un auténtico vendaval, todo un revulsivo en la manera de contar, en los asuntos tratados, en el lenguaje empleado (tanto en el estrictamente cinematográfico como en el de los personajes), revisando hoy la filmografía de Colomo de aquellos años de tanteo, de ensayos, de ir definiéndose (igual que sucede con las de Trueba y Martínez Lázaro, en menor medida con el primer Almodóvar), aunque hay un toque divertido, irónico, de sátira, de no tomarse muy en serio (especialmente a ellos mismos) que impregna cada fotograma, lo que al espectador más huella le deja es lo dramático, lo profundo, lo terrible, incluso lo doloroso. De hecho, a pesar de lo escrito y alabado, de lo consensuado y convertido en género, Fernando Colomo no ha frecuentado la comedia pura y dura tanto como se piensa, siempre le han movido más otros temas, otras preocupaciones, aunque las haya recubierto de esa pátina que facilita el acercamiento y que pone el dedo en la llaga con más intencionalidad y acierto que la obra que se pretende mordaz y con altura intelectual; en este sentido, tal vez su filme más acabado y que mejor soporta el paso del tiempo sea La vida alegre (1987), compendio de las mejores virtudes de un autor más inclasificable de lo que algunos piensan y de lo que él mismo afirma.

   Con el tiempo, Colomo se ha ido aficionando a bucear en la Historia (con mayúscula) para encontrar historias (sin ella) en apariencia minúsculas o triviales pero con un trasfondo revelador, que dicen mucho más de lo que aparentan, y de esa forma nacieron dos de sus cintas más redondas, más compactas, como Los años bárbaros (1998) y Al sur de Granada (2003), inspiradas en hechos reales. La banda Picasso, aunque utiliza personajes y sucesos que pueden rastrearse no ya en enciclopedias sino en periódicos de la época que se reproduce, se presenta ante nuestros ojos como película de ficción porque los herederos del pintor malagueño así lo han demandado (utilizada la palabra con todos los matices posibles, puesto que Paloma Picasso es fiel –y excesiva- guardiana del legado paterno); podríamos decir que, aunque transcurre en un tiempo cercano pero anterior al utilizado como escenario por Woody Allen, es el Midnight in Paris (2011) de Colomo, un recuerdo de esa época en que el arte rompía todas sus costuras y se reinventaba día a día gracias al impulso de unas mentes privilegiadas que sólo pensaban en crear, en dar vía de expresión a sus inquietudes, a sus demonios, a sus tormentos, a sus anhelos. Y si aquella fallaba en su ampulosidad, en sus chistes para iniciados, en un Allen más preocupado por agradar que por divertir, ésta viene a hacer aguas precisamente en lo contrario: aunque escoge mimbres fuertes y los trenza con pericia (un Picasso aún por eclosionar, rodeado por Apollinaire, Manolo Hugué, Max Jacob, Braque, Marie Laurencin, compartiendo calles, cafés, espacio vital con Gertrude y Leo Stein o con Matisse, todo ello mientras La Gioconda desaparece del Louvre), se queda en lo más anecdótico, en lo trivial, en realidad parece como si lo que presenta como núcleo fuese uno de los MacGuffins de Hitchcock, puesto que lo deja al fondo para ilustrar (con buena mano, estupenda ambientación y meritoria dirección artística que merecía ser candidata a un Goya) algunos episodios de lo que pudo ser la vida cotidiana de todos estos artistas en el París de comienzos del siglo XX.

   Sin duda, La banda Picasso se ve con complacencia, con agrado, con espíritu jocoso, pero uno no deja de preguntarse hacia dónde vamos y, una vez se abandona la sala de proyección, se empieza a olvidar con suma facilidad, apenas un par de secuencias quedan en la memoria, siendo ingrediente fundamental tanto del agradable sabor de boca del momento como de los efectos posteriores, lo idóneo del reparto, el tino a la hora de elaborar el casting, lo adecuado de cada uno de los intérpretes, mereciendo todos los plácemes el descubrimiento de Ignacio Mateos. Aunque Colomo vuelve a demostrar su mano maestra para manejar repartos colares, para conseguir que un grupo de personas aparezca ante nuestros ojos como si fuesen en realidad camaradas de toda la vida, como cómplices, para que nos creamos los vasos comunicantes que los unen, destaca por méritos propios este paisano de Picasso, este malagueño que dota a su rol de ese aire soberbio, misógino y enfervorecido que siempre asociamos al autor de Las señoritas de Avignon, aportándole vivacidad, carácter explosivo, rasgos de humanidad, mayor interés por su obra que por los galardones o remuneraciones que pueda obtener, constituyendo el mejor relevo posible para lo conseguido (y no superado por mucho Anthony Hopkins que queramos poner en la balanza) por otro malagueño en El joven Picasso (1993), es decir, Tony Zenet cuando no se había volcado en el mundo de la música. A destacar, especialmente, la transformación física, imperceptible para el que no tenga en mente del rostro del hasta este momento poco conocido actor, más debida a cómo asume e incorpora el personaje que al plausible trabajo de caracterización y maquillaje.

   Y aunque, repetimos, la proyección resulta agradable, simpática, ligera (en el sentido de no estar pendiente del reloj), es al final esa ligereza, esa excesiva liviandad, lo que acaba pesando en nuestro ánimo; tal vez Colomo hubiese necesitado ayuda en la escritura del guión, o directamente habérselo encomendado a otra u otras personas, o haber puesto en el foco en algún detalle concreto, ya que en ocasiones parece que estamos viendo una película de episodios, aunque sea con los mismos protagonistas, aunque sean detectables y notorios los nexos de unión entre unas anécdotas y otras. O, por encima de todo, tal vez hubiese debido perfilar mucho mejor los tonos empleados a la hora de narrar de la historia, porque por momentos parece que contiene la comicidad, que no quiere llegar hasta ciertos límites, y si es agradecer que no caiga en lo chusco, en lo torpe, en lo elemental, a veces tiende a encorsetar excesivamente el material que maneja, dejando al espectador a medias, con la sonrisa sin definir, sin que la carcajada que ronda pueda estallar como merece, sin que La banda Picasso sea la buena película que hubiese podido (y debido, viniendo de quien viene) ser.    

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