Hay muchas maneras de entender el concepto “espectáculo”,
pero, guste más o menos, lo cierto es que, a la hora de imaginar un formato
televisivo de varias horas, con diferentes actuaciones, con entrega de premios
incorporada (o girando en torno a la misma), siempre pensamos en el musical
para aligerar la carga, para que el programa no sea una mera sucesión de sketchs
o de parlamentos, para que haya oportunidad de diversión, de lucimiento, de -valga
la redundancia- espectacularidad; únicamente alguien de la brillantez de Rosa
María Sardá pudo articular una (sí, lo hizo en tres ocasiones, pero sólo en
ésta que citamos fue de la siguiente manera) gala de los Goya con la velocidad
de un vodevil, con un humor muy patrio, sin necesidad de reproducir esquemas en
los que otros se mueven como pez en el agua, gracias a un guión asombroso,
delirante, a varios días de ensayos y a la complicidad de gran parte del cine
español, sin caer en el sempiterno error de querer remedar lo que no se sabe
hacer o, aún peor, lo que se hace descuidadamente y con condescendencia
(entonces, ¿por qué lo haces? ¡Inventa algo particular!). Bien sea por la
influencia del Un, dos, tres de
Ibáñez Serrador o porque la mayoría de los programas infantiles recurren a ello
(al menos, así era en los que nos hacían más placenteras las tardes después del
colegio o los sábados por la mañana), los que andamos echando un pulso a los
cuarenta (y alguno más) no concebimos que pueda llamarse show, gala de entrega
o cualquier denominación que pueda acuñarse a algo en lo que no hay números
musicales o éstos no importan o son ramplones; uno está muy acostumbrado a que
le llamen antiguo, trasnochado, casposo y epítetos semejantes (y aún más
insultantes) por su querencia hacia este género en el que, en contra de lo que
sus detractores afirman, tiene cabida cualquier emoción y no todo son plumas,
lentejuelas y un falso mundo color de rosa y, sin embargo, qué mágico resulta
que durante unos minutos olvides los dolores, las decepciones, las tristezas, los
malentendidos, para transportarte y elevarte como sólo la música puede lograr.
El niño que casi nació amando el cine siempre anheló ver una ceremonia de los
Oscar, conformándose durante mucho tiempo con los resúmenes en los que aparecía
gente a la que adorar, cantando, bailando, interpretando, haciendo acrobacias,
piruetas, manteniendo muy viva la llama del mundo del espectáculo; cuando fue
posible ver en España la gala completa, llegaron los tiempos de la renovación,
de los complejos, del empecinamiento en lograr rejuvenecer la audiencia y esas
noches se convirtieron en pastiches difícilmente digeribles con esporádicos
momentos de brillantez a cargo de maestros de ceremonias como Whoopi Goldberg,
Billy Cristal o Ellen DeGeneres, en muchas ocasiones coartados o encorsetados
por el pensamiento único reinante. Aunque se quedó lejos de lo demostrado como
conductor de los Tony, Hugh Jackman fue el que más se acercó al tipo de
espectáculo que uno imagina cuando se pone delante del televisor en una noche
como la de ayer; y, entonces, llegó Seth MacFarlane.
O, siendo justos, habría que decir que hubo un regreso a los orígenes y
que le tocó a él lidiar con el mismo, aunque oyéndole cantar con un estilo crooner tan depurado (siendo capaz de
seguir el paso de la enorme Kristin Chenoweth) y viéndole llevar el smoking con
tanta soltura y naturalidad tendremos que pensar que ha sido el máximo artífice
de que la 85 edición de los Oscar haya resultado tan esplendorosa, tan potente,
tan memorable. Aunque hubiera sido todo un regalo que John Travolta se marcase
unos pasitos (que hubiese elegido él si prefería hacerlo como Tony Manero,
Danny Zuko, Vincent Vega o Edna, la madre de Hairspray (2007)), lo que vino a continuación fue casi inenarrable:
sólo la maquinaria de Hollywood puede reunir en un mismo escenario la
sensualidad de la gran Catherine Zeta-Jones de Chicago (2002), con el torrente vocal y el dramatismo de Jennifer
Hudson en Dreamgirls (2006) y con
todo el elenco –todos los protagonistas, no faltó ninguno- de Los Miserables (2012) para tirar la casa
por la ventana, para resarcirnos de tantos años austeros y sin garra, para
levantarnos de nuestra butaca. Y ya que era candidata (y fue ganadora, como no
podía ser de otra manera por esa composición que se hermana con el pasado, que
no reniega de sus orígenes y que se muestra orgullosa de formar parte de la
saga a la que pertenece), Adele subió al escenario, tal vez un tanto nerviosa,
demasiado preocupada por el resultado, no entregándose al cien por cien, un
tanto fría y desvaída; aunque a la que jugó una malísima pasada su mítico
pánico escénico fue a la esperada Barbra Streisand: que su voz ya no es la que
era lo saben los múltiples admiradores que conserva (no hay más que conocer sus
últimas grabaciones), pero el temblor con el que comenzó The Way We Were fue desmesurado y decepcionante, lo que no fue
óbice para que remontase y, sin poder llegar a las notas de antaño, acabase el
tema con buen gusto y estilo. Pero le fue imposible borrar el recuerdo que
había dejado Dame Shirley Bassey, quien, con su histórico Goldfinger (que, ya que estamos, no está de más señalar que ni
siquiera fue candidato al Oscar), volvió a dejar muy claro cómo mandar en
escena, cómo erigirse en diosa, cómo adaptar tonos al paso del tiempo, cómo la
potencia de su voz permanece intacta, cómo lograr que, de una ceremonia de más
de tres horas, tu actuación sea lo más ovacionado y destacado.
Seth MacFarlane supo dosificar sus apariciones, riéndose de sí mismo y
de todos los demás, divirtiéndose y divirtiendo, aunque sea inevitable que
algunas voces se quejen de la idoneidad o buen gusto de determinados chistes;
si se supone que le llamaron precisamente por su irreverencia, por su vitriolo,
por su incorrección, ¿qué esperaban que hiciese? Alternó perfectamente su parte
más salvaje con la elegancia clásica de su apariencia y demostró su agilidad y
cintura de showman cuando replicó al
patio de butacas por la manera en que reaccionó ante uno de sus comentarios, no
mostrándose jamás como alguien engreído, encantado de haberse conocido, convencido
de su chispa e ingenio (y seguro que todos recordamos a más de uno al que le
cuadra la anterior descripción).
Amor (2012) es, posiblemente,
una de las cintas más brutales de la historia, impresionante e inolvidable,
necesaria y lección magistral de cómo se hace cine, pero ni en el más dulce de
nuestros sueños aparecía obteniendo el premio gordo de la noche (del mismo
modo, ni en la pesadilla más horripilante perdía la corona de mejor película de
habla no inglesa), aunque dice mucho en favor de la Academia que, al igual que
el año pasado no tuvo reparos en considerar que el título que destacaba por
encima de los demás era de origen francés –The
Artist (2011)-, en esta ocasión haya seleccionado Amor en categorías tan importantes como las de dirección, guión y
actriz protagonista, al margen, por supuesto, de nominarla para el Oscar que se
entrega en último lugar. Argo (2012)
es una meritoria triunfadora, ya que hace justicia a su director –olvidado,
como unos cuantos, a la hora de los votos- y reivindica un cine que entretiene
e informa, que cautiva y enseña, una forma de rodar que nunca debería morir
(aunque en su momento de máximo esplendor, la década de los 70, tenía que
conformarse con premios de interpretación o de guión); no es superior a algunas
de sus competidoras, pero no resulta uno de esos premios de los que Hollywood
deba arrepentirse.
Eso puede que suceda con la actriz protagonista, Jennifer Lawrence,
encumbrada demasiado pronto (aunque parece difícil que la bajen de ese
pedestal, puesto que sigue vinculada a dos franquicias de éxito), sin que haya
demostrado nada más allá de un gesto adusto y de una mirada sin alma, quien
protagonizó el momento hilarante de la noche al caerse cuando subía al
escenario (puede que, por un lado, no diese crédito –aunque aires de diva hueca
apunta e incluso ha demostrado- y, por otro, que la debilidad hiciese presa en
ella, ya que durante la alfombra roja dijo ante cualquier micrófono que le
acercaban que estaba hambrienta). Todo lo contrario a la otra actriz
galardonada de la noche, nunca mejor dicho el premio más cantado, Anne Hathaway
por sus sobrecogedores tres minutos y medio en Los Miserables, la cual ha ido demostrando paso a paso y película a
película su cada vez mayor calidad y versatilidad interpretativa (de su vestido
que hablen los que saben del asunto). Daniel Day-Lewis hace historia al
conseguir su tercera estatuilla como actor principal y, al no competir con dos
de las actuaciones más poderosas de la temporada (la de John Hawkes en Las sesiones (2012) y de la de Jean-Louis
Trintignant en Amor), sólo Hugh
Jackman podía hacerle sombra y es difícil que eso pase con el talento que
derrocha el irlandés en Lincoln (2012).
Completa el cuarteto de intérpretes premiados Cristoph Waltz, quien, con Django desencadenado (2012), logra su
segundo Oscar por hacer lo mismo que hizo cuando ganó el primero –Malditos bastardos (2009)-, más afectado
y rutinario, más caricaturesco e incluso autoparódico (y Quentin Tarantino
también es ganador por segunda vez, de nuevo en la categoría de guión –ya lo
fue por Pulp Fiction (1994)-, quizás
porque la Academia se resiste a premiarle como director, reconocimiento
excesivo para un libreto autocomplaciente, con hallazgos pero con excesivas
digresiones).
Ang
Lee fue considerado el mejor director por su maravillosa La vida de Pi (2012), la cinta con más Oscar de la noche, cuatro en
total, destacando la fotografía de Claudio Miranda y la banda sonora de Mychael
Danna, ambas un prodigio, poseedoras de una excelencia que coadyuva a que la
película también lo sea. Sólo el taiwanés o Michael Haneke eran merecedores de
este galardón, pero elegir al primero es premiar a un autor inclasificable, sin
miedo a nada, poseedor de una plasticidad envolvente y prodigiosa, sin límites
ni engolamiento (y, además, su primer Oscar por Brokeback Mountain (2005), aun destacando su pericia y sabiduría,
sabía a poco comparando con el resto de su filmografía).
¡Y Michelle Obama abriendo un sobre (el de mejor película, of course)!
¡Para que luego digamos de los politiqueos de los Goya! Aunque, todo hay que
decirlo, su discurso fue breve y contenido, yendo al grano (pero, vamos, ¡vaya
numerito!). De todos modos, ante lo que se vio en escena, su aparición queda
como anecdótica porque, se ponga como se ponga quien se ponga, ella no es Dame
Shirley Bassey.
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