TÍTULO ORIGINAL: Hitchcock DIRECCIÓN:
Sacha Gervasi GUIÓN: John J. McLaughlin (basado en el libro Alfred Hitchcock and the making of Psycho de
Stephen Rebello) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Jeff Cronenweth MONTAJE: Pamela
Martin REPARTO: Anthony Hopkins, Helen Mirren, Toni Collette, Scarlett
Johansson, Danny Huston, Jessica Biel, James D´Arcy
“Alma Reville tenía buen ojo, sabía cómo había que estructurar una
historia y plasmarla visualmente. Había trabajado como montadora y no vacilaba
a la hora de manifestar sus opiniones a Hitchcock. Menuda y de cabellos castaño
rojizos, al principio daba una impresión de dulce timides; pero la verdadera
Alma Reville era una mujer sumamente inteligente, segura de sí misma y de una
férrea determinación, muy diferente del inseguro Hitchcock, que siempre estaba
muy pendiente de su aspecto, y era muy consciente de sus gustos y sus humildes
orígenes cockney. Alma nunca dejó de
actuar con valentía cuando hubo que tomar alguna decisión, tanto en el trabajo
como en su vida privada”. De este modo presenta Donald Spoto a la mujer que
compartió la vida del mago del suspense hasta el final, la que se mantuvo a su
lado contra viento y marea desde mediados de los años 20 hasta el fallecimiento
del director en 1980; así aparece retratada en las primeras páginas de Las damas de Hitchcock, una visión de la
vida y la obra (inseparables la mayoría de las veces) del creador de obras
imperecederas como Encadenados (1946)
o Con la muerte en los talones (1959)
a través de las mujeres que (nunca mejor dicho, es lo que Spoto refleja sin
paños calientes) pasaron por sus manos a lo largo de sus cincuenta años de
carrera. Y ella es el personaje central de este divertimento, de este gran
guiñol que, sin duda, hubiese agradado al propio Hitchcock, sobre todo en la
medida en que parece haber molestado a esos empeñados en guardar el frasco de
las esencias, cómplices de actos indignos e incluso delictivos que, por otro
lado, no deben restar ni un ápice del reconocimiento artístico que el cineasta
merece, esos que quieren mantener al ídolo en un pedestal sacrosanto y no
aceptan la más mínima crítica ni mucho menos que se cuente la historia desde
todos los puntos de vista posibles porque sólo consideran el suyo como
verdadero.
Hitchcock no quiere ser un
biopic al uso, tan sólo se centra en un episodio capital de su carrera -la
creación de Psicosis (1960), su título
de mayor éxito comercial- y aunque necesita contar cómo transcurrió aquella
filmación (lo que sirve para explicar y comprender comportamientos, motivaciones,
sucesos) no se pierde en erudiciones, en una cinefilia elitista o compleja,
sino que, al modo de la reciente Mi
semana con Marilyn (2011), sabe integrar lo estrictamente cinematográfico
en la historia, sin llegar al encanto de ésta, para ahondar en lo que le
interesa, es decir, la relación más materno-filial que sexual, de dependencia y
necesidad pero sin duda de complicidad y entendimiento que mantuvieron los
Hitchcock (así lo certifican los múltiples testimonios, incluido el de su única
hija, Pat, y el del propio Sir Alfred, recogidos por Donald Spoto y otros
biógrafos durante años de investigación). Pero, por encima de todo, Sacha
Gervasi quiere homenajear al maestro y rodar una cinta que tenga su espíritu,
que huela a Hitchcock, que le evoque sin imitarle ni parodiarle (aunque sea
inevitable filmar alguna de sus secuencias más legendarias, claro), una
recreación de lo que pudo ser el rodaje de Psicosis
y cómo afectó a la vida del matrimonio tomando para ello toda la parafernalia,
lo grotesco, lo caricaturesco, su propia conversión en personaje icónico
haciendo continua gala de un ambiguo pero exitoso sentido del humor, cómo el
propio Hitchcock quiso pasar a la posteridad a través de sus intervenciones
(míticas, imprescindibles, geniales) en sus series para televisión; ese es el
que aparece en esta película y, a pesar de explotar todos estos elementos, es tratado
con un enorme respeto y mimo ya que, en realidad, apenas toca el asunto más
espinoso, es decir, su trato, su mal trato –aunque sería pertinente escribirlo
como una sola palabra-, a la mayoría de las actrices con las que trabajó (en
parte porque su instinto más mórbido y cruel, aletargado o reducido a su
incontinencia verbal, se despertaría y sería irrefrenable a raíz de la
aparición en escena de Tippi Hedren y a ese momento no llega el presente
filme).
Anthony Hopkins sale airoso del reto de encarnar a alguien muy popular,
muy peculiar, muy reconocible incluso para los que sólo ven cine de vez en
cuando, integrándose con el maquillaje (muy denostado, pero pertinente y
logrado), desapareciendo bajo la máscara, reproduciendo sus gestos más
característicos, su manera de andar, sus ojillos pícaros y al mismo tiempo
temerosos, su particular combinación de vulnerabilidad y presencia imponente,
su propia infantilización, su aparente frivolidad, sus permanentes ganas de
jugar, todo lo que encontramos presente en su filmografía y todo lo que él
quiso mostrarnos a través de ambas pantallas (la grande y la pequeña). Y, sobre
todo, lo más plausible es que Hopkins comprende que él no es la estrella, que
no es el amo, que su trabajo ha de estar supeditado, vinculado, matizado por el
de la verdadera protagonista de la cinta, una Helen Mirren que, de nuevo,
vuelve a demostrar su grandeza, su inteligencia, su osadía, su entrega, su
versatilidad, sus múltiples registros, su inagotable carisma, convirtiendo su
Alma Reville Hitchcock en otra de sus creaciones, en otra de sus cimas, rol que
sumar a los de Excalibur (1981), La locura del rey Jorge (1994),En el nombre del hijo (1996) o La Reina (2006). Es un absoluto deleite
contemplarla, bien durante sus escarceos amorosos, bien dosificando el vitriolo
que sale por su boca, bien tomando las riendas cuando Psicosis puede quedar en manos de la Universal (muy atinadas las
referencias al cine que quiere hacerse desde los despachos –que, por desgracia,
es el que en muchas ocasiones llega a estrenarse-), regalando continuas
lecciones de interpretación, jugando con su voz, encontrando nuevos tonos,
sorprendiendo y asombrando (pero los Oscar han optado por actrices jóvenes que, se supone, algún día nos darán alguna alegría, pero no es el caso presente, sobre todo en lo que a Jennifer Lawrence se refiere).
Es también un pequeño regalo reencontrar a una actriz tan camaleónica
como Toni Collette que, como ya hiciese en Las
horas (2002), deja claro que una sola frase puede ser suficiente cuando el
intérprete tiene calidad, aunque su participación en esta película tiene más
extensión (y eso que salimos ganando). En la difícil tarea de reproducir el
Hollywood de ese momento, Scarlett Johansson no se acerca ni de lejos a la
fascinación que provocaba Janet Leigh (aunque evita sus clásicos y cansinos
mohines, lo que ya es que mucho), mientras que James D´Arcy parece un hermano
gemelo de Anthony Perkins y Jessica Biel encarna con acierto y contundencia a
Vera Miles, cuya verdadera relación con Hitchcock apenas aparece dibujada
aunque, repetimos, algunos acusen a Sacha Gervasi de quedarse en el lado oscuro
estereotipado y explotado por los detractores del director, de convertir lo
anecdótico en categoría e incluso de dar pábulo a rumores (cuando, en ese
sentido, la película se queda muy corta).
No obstante, como para gustos se hicieron los colores y cada cual cuenta
la feria como le va en ella, podríamos cerrar esta crónica sobre una cinta
simpática y ligera que se digiere bien (y que tiene más trasfondo del que
parece para iniciados –centrándose en el breve periodo que narra, por
supuesto-) tal y como la abrimos, es decir, con las palabras de Donald Spoto
sobre la intervención de Alma en los rodajes de Hitchcock: “Pat Hitchcock reivindicó
el papel de su madre, especialmente en el libro que autorizó, Alma Hitchcock: The Woman Behind the Man,
que en su cuarta parte está dedicado a las recetas culinarias de su madre. Por ejemplo,
en él escribió: “Mi padre tomó siempre las decisiones importantes con Alma,
como su colaboradora más próxima”. Y que “la participación de Alma era
constante”. Son comentarios que demuestran sin duda el cariño de una hija, pero
no confirman si inferencia de que Alfred Hitchcock no hubiera tenido éxito sin
la constante y permanente colaboración de Alma Reville. Semejante idea puede
dar pie a un conmovedor enfoque revisionista para halagar a una esposa
infravalorada, pero no resiste un análisis en profundidad. Que el pensamiento y
la voz de Alma eran respetados –y casi siempre tenidos en cuenta- por su marido
es algo que está fuera de toda discusión, y resulta más que razonable suponer
que los dos hablaban del trabajo en la intimidad del hogar. Pero ir más allá,
sugerir que sin ella no tendríamos las obras maestras de su marido, parece una
tesis inadmisible”. Ya sabemos que la historia del cine se forja desde las
leyendas, desde la ficción, desde situaciones que jamás se dieron pero que han
quedado en el imaginario colectivo, incluso narradas por los supuestos
protagonistas; Gervasi no quiere ser riguroso y sí cómplice de los amantes del
cine, de los verdaderos fans, divertirse y divertirlos, y es lo que consigue
cuando Alma (Helen) se pone detrás de la cámara para rodar una secuencia que,
está documentado, Hitchcock no pudo rodar por enfermedad. ¡Esa es la magia del
cine: hace creíble lo inaudito! (y dura poco más de hora y media en esta
temporada plagada de cintas eternas).
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