domingo, 10 de febrero de 2013

"EL VUELO": SIN RUMBO FIJO





TÍTULO ORIGINAL: Flight DIRECCIÓN: Robert Zemeckis GUIÓN: John Gatins MÚSICA: Alan Silvestri FOTOGRAFÍA: Don Burgess MONTAJE: Jeremiah O´Driscoll REPARTO: Denzel Washington, Don Cheadle, Kelly Reilly, John Goodman, Bruce Greenwood, Melissa Leo


   Suele decirse que un escándalo viene muy bien como publicidad añadida (o incluso como sustituta de la misma), puesto que coloca una obra en el punto de mira y una parte importante del público se interesa por ella precisamente por la polvareda levantada, cuando le hubiesen regalado su indiferencia en caso contrario; lo peor que puede suceder con una situación de este tipo es que, para bien o para mal, se hable sólo de lo exógeno, de lo que no es atribuible en sí misma a la creación artística, de lo que añade, prima o interpreta el que la contempla y se ignoren sus verdaderos valores, sus calidades y cualidades o sólo se les preste atención pasadas por el tamiz de lo que le ha convertido en centro de atención. Pero, aunque en ocasiones paguen un peaje muy alto por ello e incluso en ciertas épocas (no tan lejanas u olvidadas) hayan sido prohibidas, mutiladas, edulcoradas o quemadas, nos gusta creer que, cuando hay algo verdaderamente digno de elogio, los escandalizados pasan y las obras permanecen -y esto sirve lo mismo para Madame Bovary que para Yerma, para La dolce vita (1960) que para Grupo salvaje (1969)-; y, por otro lado, no conviene olvidar que hay quien molesta, perturba, mete el dedo en la llaga con total alevosía pero primando el vehículo utilizado para ello, es decir, preocupándose de la historia, de su acabado, de lo que produce (e incluso no buscando esa polémica en absoluto: siempre hay personas dispuestas a darse por aludidas o a sentirse atacadas –es la única manera que tienen de obtener los quince minutos de gloria que Andy Warhol concedió a cualquiera-) y, según el tiempo corre a su favor, la obra es juzgada por sí misma y no por el runrún del momento, por lo efímero de una conmoción hueca, permaneciendo en la memoria y el disfrute de los que vivieron su puesta de largo y de los que llegaron después (otras, para su desgracia, devienen en antiguallas, documento de tiempos pasados, presas de la coyuntura en que vieron la luz). Pero en todo este asunto del arte como necesario revulsivo, permanentemente revolucionario (lo que no implica tener que romper en todo momento las formas, los cánones, o, cuando menos, no quedarse sólo en eso, en algo que termina resultando una mera cuestión estética sin contenido ni trascendencia –aunque en el siglo XXI sea muy sencillo convertirse en tendencia de éxito-), sin duda lo más falsario, lo que pervierte la auténtica y deseable función del hecho artístico, es aquel personaje (nimbado de prestigio o de la consideración de creador en alguna de las disciplinas que conforman ese universo en continua expansión que solemos sintetizar y reducir a la palabra “arte”) que, recurriendo a obviedades, a clichés, tomando de aquí y de allí, sólo con el ánimo de lograr un pingüe beneficio, sigue un esquema que debería estar periclitado pero aún funciona para provocar la airada respuesta de los de siempre que, en realidad, acallarían estas voces si no entrasen al trapo con suma facilidad, cómplices a su pesar de naderías como El código Da Vinci, novela de fácil consumo, efectiva y olvidable, memorable a nuestro pesar.

   El vuelo, la nueva película de Robert Zemeckis, se anuncia como “la más provocativa del año” y se percibe desde el comienzo que es un producto diseñado para no dejar indiferente al espectador, para llevarlo hasta el límite, para apelar directamente a su conciencia, a su ética, a su moral, uno de esos títulos que pueden inscribirse bajo el paraguas de la pregunta “¿qué haría usted si…?”, y además llega a nuestro país en un momento muy convulso en lo que a lo aéreo se refiere y abunda (o debería hacerlo) en el casi permanente malestar y enfrentamiento que vive el usuario desde aquella deserción en masa de los controladores al comenzar diciembre de 2010; pero, como enseña la sabiduría popular, las buenas intenciones sirven para empedrar el camino hacia el infierno y cuando la única palpable es de la resultar escandaloso sí o sí, sin medida, sin planificación, cuando nadie lleva las riendas con mano firme, cuando nadie se pone a los mandos con osadía y preparación (precisamente de una situación como esa nace el nudo de la historia antes de enmarañarse), puede preverse una entrada en barrena como la de este filme que, para colmo, necesita más de dos horas para su desarrollo, lo cual redunda en el agotamiento del público. Tras unos primeros minutos de auténtico espectáculo, adrenalínicos, que no dan tregua, que abren muchas posibilidades y siembran muchas dudas, Zemeckis comienza a dar tumbos, ayudado por un guión que mezcla tonos e historias sin acierto y sin garra y por un protagonista que, alejado por fortuna de sus peores tics y de su aureola estelar, parece que no se atreve a ser el villano que promete, el cambio de rol ya asumido en Training Day (2001) que le propició un triunfo desmedido y un aplauso exagerado, al margen de un Oscar como actor protagonista que venía reclamando desde tiempo atrás –y no por sus méritos artísticos sino por su raza-, estatuilla que le entregó su amiga Julia Roberts entre algazara y griterío histérico.

   En ciertos momentos es como si la propia película se avergonzase de lo que plantea o no se atreviese a llegar hasta las últimas consecuencias, pero no sólo en lo relativo a la casta que forman los pilotos, sino a los comportamientos directamente mafiosos de las compañías aéreas tanto hacia los viajeros como hacia sus propios trabajadores; no sabe jugar (o no quiere, lo que aún es peor) con la ambigüedad de la situación planteada: el personaje de Denzel Washington ha tenido un comportamiento heroico, todo el mundo parece dispuesto a reconocerlo y premiarlo, pero resulta que pilotaba bajo los efectos del alcohol y las drogas, por lo que debe rendir cuentas ante la justicia puesto que hubo varios muertos como resultado de la arriesgada maniobra con la que consiguió aterrizar el avión y salvar a la mayoría del pasaje. Pero en lugar de hacer pivotar la historia sobre ese juicio, de convertir a cada espectador en miembro del jurado, el guionista prefiere perder el tiempo en torno a la posible redención del rol principal, añadiendo el consabido y trillado asunto amoroso, desperdiciando posibilidades y personajes, dejando en nada a actores del calibre de Don Cheadle, Bruce Greenwood, Melissa Leo (que a pesar de todo saca mucho partido, como es habitual, a sus minutos en pantalla) o John Goodman (que sólo necesita un par de secuencias para adueñarse del filme).

   Convertido en un director que ofrecía espectáculo y diversión sin complejos y sin andarse por las ramas gracias a títulos como Tras el corazón verde (1984) o Regreso al futuro (1985), Robert Zemeckis empezó a experimentar con la muy entretenida y lograda ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) para con el tiempo primar la técnica sobre la emoción y dirigir películas aparatosas y aburridas como Polar Express (2004) y Beowulf (2007); entremedias ganó un Oscar que le viene enorme por una blandenguería de proporciones cósmicas llamada Forrest Gump (1994) en la que sólo la enorme Sally Field transmitía verdad y ofreció nuevas muestras de su acartonamiento y pérdida de frescura en Náufrago (2000) y Lo que la verdad esconde (2000). Aquí, como señalábamos, hace albergar muchas esperanzas con el espectacular prólogo, todo un alarde de ritmo y energía, manejando el factor sorpresa con tino, alternando con oficio el montaje paralelo para integrar la segunda historia, pero una vez el avión toca suelo es como si el filme también lo hiciese, como si el peso de las pretensiones tirase de él, como si no fuese capaz de prescindir de todos los lastres que lo transforman en un producto algo peor que convencional, en una película sin vigor, sin gancho, sin enjundia, amagando pero no dando, sin dirección clara, sin que puedan comprenderse los vaivenes, los porqués, cuál es la posición del guionista, del propio director, con momentos delirantes por ridículos, en definitiva, por no saber remontar y mantener el vuelo.  

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