TÍTULO ORIGINAL: Silver Linings
Playbook DIRECCIÓN: David O. Russell GUIÓN: David O. Russell (basado en la
novela homónima de Matthew Quick) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Masanobu
Takayanaji MONTAJE: Jay Cassidy, Crispin Struthers REPARTO: Bradley Cooper,
Jennifer Lawrence, Robert De Niro, Jacki Weaver, Chris Tucker, Anupam Kher,
Julia Stiles
Todos los años llega un momento en que Hollywood se acompleja de sí
mismo, de sus grandes producciones, de sus cuantiosos presupuestos, de su
despliegue de maquinaria e industria y decide recompensar y poner su atención
en cintas de bajo presupuesto, en ocasiones producidas por sellos pequeños e
independientes, en otras salidas de la división con la que las majors intentan olvidarse de lo que son
(comportamiento muy lícito y que nos suministra bastantes películas excelentes,
pero que podría mejorar si olvidasen colocar su logotipo al comienzo), la
mayoría de las veces destacando títulos que se alejan muy poco (o nada) de lo
convencional, de lo fácil, de lo repetido hasta la saciedad, pero que reciben
el beneplácito de la industria (y de la crítica –y a veces el público completa
el triunvirato-) considerándolos soplos de aire fresco, novedosos, punzantes,
sarcásticos, emocionantes (póngase el adjetivo que más cuadre a cada uno),
haciendo hincapié a la hora de encomiar sus virtudes en esa supuesta
independencia o carácter outsider de sus máximos responsables. Fruto de esta
actitud nos hemos tropezado en los últimos años con los casos de Little Miss Sunshine (2006) que, sin
contar en su reparto con un nombre al que pueda considerarse estelar, reunía a
intérpretes conocidos y respetados como Toni Collette, Greg Kinnear o Alan Arkin
con un cómico muy popular y seguido como Steve Carell o, especialmente, con Juno (2007), avalada por la firma de una
bloguera que incendiaba la red, por estar dirigida por Jason Reitman, bendecido
por su ópera prima –Gracias por fumar (2005)-
e hijo de un señor que, se quiera o no, tiene su propio peso en el negocio –Ivan
Reitman, el de Los cazafantasmas (1984)-
y por reunir en pantalla a nombres como los de Ellen Page -tal vez la más
desconocida hasta ese momento para el gran público, aunque había intervenido en
la saga de los X-Men-, Michael Cera -o sea, el chaval de Supersalidos (2007)-, Jennifer Garner -la protagonista de Alias (2001-2006)-, Jason Bateman –personaje
central de Arrested Development (2003-2013)-,
Allison Janney –pilar básico de El ala
oeste de la Casa Blanca (1999-2006)- o J. K. Simmons –el jefe de Spiderman
en la trilogía de Sam Raimi, coprotagonista de The Closer (2005-2012)-. Y así las cosas, esta temporada le ha
tocado el turno a una comedia con tintes de melodrama que pretende distanciarse
de sus ilustres predecesores en ambos géneros, firmada por un señor excesiva y
meteóricamente aupado al pedestal más alto de los directores a tener en cuenta,
de los rompedores y subversivos, al frente de cuyo reparto se ha colocado la
actriz que más encendidos elogios provoca desde su descubrimiento hace apenas
un par de años en la película indie considerada
“lo más” en ese momento, la cansina Winter´s
Bone (2010).
David O. Russell logró atraer la atención con una cinta convencional que
algunos dieron en considerar “comedia para adultos” (ellos sabrán lo que
quieren decir cuando utilizan esta etiqueta), un mero vehículo para que Ben
Stiller ofreciese su agotador repertorio de muecas –Flirteando con el desastre (1996)- y se aupó a lo más alto de la
consideración crítica con Tres reyes (1999),
un espanto visual que amagaba pero no daba, que no era ni lo crítico ni lo
incorrecto que se quiso hacer creer, en realidad una mala revisitación de un
título tan simpático y anclado en su tiempo como Los violentos de Kelly (1970) que se aprovechaba del tirón
comercial de George Clooney huyendo del doctor Ross que tanta fama le había
dado en televisión con la serie Urgencias
(1994-2009). Después llegaron Extrañas
coincidencias (2004), tal vez el único error de Meryl Streep en estos
últimos quince años, y la laureada The
Fighter (2010), mera actualización de El
campeón (1931), El ídolo de barro (1949)
o Rocky (1976), en la que lo más
meritorio fue lo más olvidado o arrinconado, es decir, cómo Mark Wahlberg sabía
ponerse al servicio de la película y cómo Amy Adams es capaz de sacar oro
incluso de un personaje apenas esbozado; puesto que Russell debe pensar que ha
subvertido y mejorado estos géneros (es decir, la comedia pura y dura, el
bélico, la comedia “inteligente” o “de altura” y el de deportistas que buscan
su segunda o enésima oportunidad–sobre todo, el subgénero pugilístico-), vio
llegado el momento de hacer lo mismo con la comedia romántica y para ello se
fijó en una novelita de éxito, uno de esos textos que parecen un conjunto de
enseñanzas al más puro estilo Elsa Punset o Albert Espinosa, es decir, un
cúmulo de frases hechas, lugares comunes y trivializaciones de las tragedias,
de los dolores, de las ausencias, de las carencias, un continuo “al mal tiempo
buena cara” que se considera suficiente para salir del pozo más profundo, un
irritante tufo a conformismo y/o buenismo, un supuesto bálsamo de Fierabrás que
lo cura todo y no deja secuelas ni efectos secundarios, un mundo edénico en el
que es fácil desprenderse de lo negativo.
Lo mejor que puede decirse de El
lado bueno de las cosas es que resulta leve, simple, anodina, que pasa y se
marcha; lo peor es que necesita dos horas para desarrollar una anécdota, que
tropieza en escollos previsibles que directores con pericia han sabido evitar
(ya que copias, al menos hazlo con gracia y elige a los mejores), que adolece
de arritmia, de atonía, de simplicidad y, por encima de todo, que se nota la
importancia que Russell se concede a sí mismo y a su obra, la distancia que
quiere establecer con sus congéneres, la peana desde la que contempla con
suficiencia a los demás. Todo ello, además, colocando en el centro del drama,
en el núcleo de la historia, como vórtice de todos los sentimientos, a una
actriz ovacionada, laureada, prestigiada, reconocida, a la que se permite todo,
a la que no se reprocha nada, a la que se ha comparado con señoras con las que
no merece ni la mera coincidencia de su nombre en la misma línea del texto:
Jennifer Lawrence. Lo que a otras personas se les reprocha o utiliza para
menospreciar e incluso hundir carreras, o sea, participar en proyectos
claramente comerciales, en productos diseñados para el público menos exigente,
sirve en el caso que nos ocupa para seguir ponderando sus supuestos talentos;
y, sin embargo, se olvida que (al menos hasta el momento, por fortuna) su
intervención en uno de los capítulos de los X-Men es irrelevante y que la
recaudación de Los juegos del hambre (2012)
no se debe a que ella aparece en la cabecera del cartel y sí a los millones de
libros vendidos en todo el mundo. Sea como sea, sin irnos de la cinta que ahora
nos ocupa, Jennifer Lawrence es un claro ejemplo de actores que carecen de
alma, de capacidad para emocionar, de recursos con los que conmover, de
simpatía natural: no hay más que comparar su mirada, carente de vida, siempre
perdida y opaca, da igual que esté mirando a Bradley Cooper que enfrentándose a
Robert De Niro, con los esplendorosos ojos de la desaprovechada Jacki Weaver,
quien sólo necesita pasearlos, centrarlos en alguien, para transmitir todo lo
que el guión no ha sido capaz de plasmar ni lograr; aunque su candidatura al
Oscar parezca un tanto desmesurada, especialmente por algunos nombres que han
quedado fuera, al menos demuestra lo que es actuar, el conocimiento de su
oficio, mientras que Jennifer Lawrence patina en todo momento, demostrando una
inanidad que, a pesar de los pesares, posee cimientos muy sólidos en cuanto al reconocimiento
que recibe y a la estatuilla dorada que parece estar acariciando y a cuyas
competidoras en esa carrera desdeña sin ambages (aunque el galardón recibido
del SAG pudiera considerarse suficiente por el momento y, en ese caso, como
merece ya que la opción de premiar a Emmanuelle Riva ni se contempla, Jessica
Chastain debería ir pensando en su discurso de agradecimiento).
Bradley Cooper, a la sazón uno de los productores de la cinta, consigue
desprenderse en parte de su sambenito de “cara bonita”, interpretando con
naturalidad y acierto su rol, no disparatando excesivamente y eso que el personaje
lo propicia, teniendo más mérito al compartir gran parte de sus escenas con ese
bloque de hielo que resulta la Lawrence, con la permanente rigidez de su
compañera, con lo enervante de su composición. Robert De Niro deja de lado la
máscara en la que lleva demasiado tiempo estancado, su gesto permanente
salpimentado de muecas estrambóticas, y sin rozar ni siquiera sus grandes
interpretaciones (que, siendo sinceros, no son tantas como pudiera pensarse:
casi desde sus inicios ha tenido tendencia a la exageración y al desmelene,
venga o no a cuento) al menos no da la sensación, como en tantas ocasiones, de
estar pasando el rato hasta que llegue el momento de cobrar el cheque y acepta
un personaje que, de estar medianamente bien escrito, hubiera podido hacerle
merecedor de su tercer Oscar (aunque la quiniela sigue abierta, a pesar de los
muchos enteros que aún conserva Tommy Lee Jones).
El clímax de El lado bueno de las
cosas es particularmente torpe, sin gracia, mal jugado, concebido y
filmado, salvado sólo por los acertados insertos de Jacki Weaver con esos lagos
profundos que miran alrededor y son capaces de aportar la beatitud y
tranquilidad que la película no sabe ofrecer, son un auténtico bálsamo, un
océano de paz, la confirmación de que siempre (aunque resulte imposible
creerlo) habrá un lugar donde nos esperen, donde seremos acogidos y
reconfortados, donde nos sentiremos cobijados y a salvo de las tormentas
exteriores e interiores (y para llegar a esa conclusión no hace falta un manual
de autoayuda propio de Jorge Bucay convertido en película, sólo una actriz que
muestra sentimientos verdaderos y sinceros).
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