DIRECCIÓN: Fernando Colomo GUIÓN:
Fernando Colomo MÚSICA: Juan Bardem FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine MONTAJE:
María Lara, Antonio Lara REPARTO: Ignacio Mateos, Pierre Bénézit, Jordi
Vilches, Lionel Abelanski, Raphäelle Agogué, Louise Monot, Alexis Michalik,
Stanley Weber
Tiene su enjundia comparar cómo nos vemos nosotros mismos y lo que
piensan los demás sobre lo que hacemos o cómo nos etiquetan o cómo nos
consideran; cuando menos, resulta ejercicio enriquecedor escrutar las opiniones
que nuestros hechos y obras merecen, contrastándolas con las intenciones que
llevábamos cuando nos pusimos a la tarea o con la falta de las mismas. Cuando
Fernando Colomo quiso repetir la experiencia de dirigir, después de su debut
con Tigres de papel (1977), se marcó
como objetivo primordial huir de cualquier encasillamiento posible y rodar una
historia muy diferente y alejada de aquella con la que había inaugurado, sin él
saberlo ni quererlo, lo que dio en llamarse “nueva comedia madrileña”, etiqueta
que cimentó sus bases precisamente gracias al segundo título del cineasta, ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como
éste? (1978); lo que más sorprende es que, comprendiendo que la coyuntura
política y social del país, las ganas por desparramar, por celebrar, por
expresarse sin miedo a cortapisas, multas, encarcelamientos, represalias, favorecían
que fuesen tan bien recibidas y celebradas películas que suponían un auténtico
vendaval, todo un revulsivo en la manera de contar, en los asuntos tratados, en
el lenguaje empleado (tanto en el estrictamente cinematográfico como en el de
los personajes), revisando hoy la filmografía de Colomo de aquellos años de
tanteo, de ensayos, de ir definiéndose (igual que sucede con las de Trueba y
Martínez Lázaro, en menor medida con el primer Almodóvar), aunque hay un toque
divertido, irónico, de sátira, de no tomarse muy en serio (especialmente a
ellos mismos) que impregna cada fotograma, lo que al espectador más huella le
deja es lo dramático, lo profundo, lo terrible, incluso lo doloroso. De hecho,
a pesar de lo escrito y alabado, de lo consensuado y convertido en género,
Fernando Colomo no ha frecuentado la comedia pura y dura tanto como se piensa,
siempre le han movido más otros temas, otras preocupaciones, aunque las haya
recubierto de esa pátina que facilita el acercamiento y que pone el dedo en la
llaga con más intencionalidad y acierto que la obra que se pretende mordaz y
con altura intelectual; en este sentido, tal vez su filme más acabado y que
mejor soporta el paso del tiempo sea La
vida alegre (1987), compendio de las mejores virtudes de un autor más
inclasificable de lo que algunos piensan y de lo que él mismo afirma.
Con el tiempo, Colomo se ha ido aficionando a bucear en la Historia (con
mayúscula) para encontrar historias (sin ella) en apariencia minúsculas o
triviales pero con un trasfondo revelador, que dicen mucho más de lo que
aparentan, y de esa forma nacieron dos de sus cintas más redondas, más
compactas, como Los años bárbaros (1998)
y Al sur de Granada (2003), inspiradas
en hechos reales. La banda Picasso,
aunque utiliza personajes y sucesos que pueden rastrearse no ya en
enciclopedias sino en periódicos de la época que se reproduce, se presenta ante
nuestros ojos como película de ficción porque los herederos del pintor
malagueño así lo han demandado (utilizada la palabra con todos los matices
posibles, puesto que Paloma Picasso es fiel –y excesiva- guardiana del legado paterno);
podríamos decir que, aunque transcurre en un tiempo cercano pero anterior al
utilizado como escenario por Woody Allen, es el Midnight in Paris (2011) de Colomo, un recuerdo de esa época en que
el arte rompía todas sus costuras y se reinventaba día a día gracias al impulso
de unas mentes privilegiadas que sólo pensaban en crear, en dar vía de
expresión a sus inquietudes, a sus demonios, a sus tormentos, a sus anhelos. Y
si aquella fallaba en su ampulosidad, en sus chistes para iniciados, en un
Allen más preocupado por agradar que por divertir, ésta viene a hacer aguas
precisamente en lo contrario: aunque escoge mimbres fuertes y los trenza con
pericia (un Picasso aún por eclosionar, rodeado por Apollinaire, Manolo Hugué,
Max Jacob, Braque, Marie Laurencin, compartiendo calles, cafés, espacio vital
con Gertrude y Leo Stein o con Matisse, todo ello mientras La Gioconda desaparece del Louvre), se queda en lo más anecdótico,
en lo trivial, en realidad parece como si lo que presenta como núcleo fuese uno
de los MacGuffins de Hitchcock, puesto que lo deja al fondo para ilustrar (con
buena mano, estupenda ambientación y meritoria dirección artística que merecía
ser candidata a un Goya) algunos episodios de lo que pudo ser la vida cotidiana
de todos estos artistas en el París de comienzos del siglo XX.
Sin duda, La banda Picasso se
ve con complacencia, con agrado, con espíritu jocoso, pero uno no deja de
preguntarse hacia dónde vamos y, una vez se abandona la sala de proyección, se
empieza a olvidar con suma facilidad, apenas un par de secuencias quedan en la
memoria, siendo ingrediente fundamental tanto del agradable sabor de boca del
momento como de los efectos posteriores, lo idóneo del reparto, el tino a la hora
de elaborar el casting, lo adecuado de cada uno de los intérpretes, mereciendo
todos los plácemes el descubrimiento de Ignacio Mateos. Aunque Colomo vuelve a
demostrar su mano maestra para manejar repartos colares, para conseguir que un
grupo de personas aparezca ante nuestros ojos como si fuesen en realidad camaradas
de toda la vida, como cómplices, para que nos creamos los vasos comunicantes
que los unen, destaca por méritos propios este paisano de Picasso, este
malagueño que dota a su rol de ese aire soberbio, misógino y enfervorecido que
siempre asociamos al autor de Las
señoritas de Avignon, aportándole vivacidad, carácter explosivo, rasgos de
humanidad, mayor interés por su obra que por los galardones o remuneraciones
que pueda obtener, constituyendo el mejor relevo posible para lo conseguido (y
no superado por mucho Anthony Hopkins que queramos poner en la balanza) por
otro malagueño en El joven Picasso (1993),
es decir, Tony Zenet cuando no se había volcado en el mundo de la música. A destacar, especialmente, la transformación física, imperceptible para el que no tenga en mente del rostro del hasta este momento poco conocido actor, más debida a cómo asume e incorpora el personaje que al plausible trabajo de caracterización y maquillaje.
Y aunque, repetimos, la proyección resulta agradable, simpática, ligera
(en el sentido de no estar pendiente del reloj), es al final esa ligereza, esa
excesiva liviandad, lo que acaba pesando en nuestro ánimo; tal vez Colomo
hubiese necesitado ayuda en la escritura del guión, o directamente habérselo
encomendado a otra u otras personas, o haber puesto en el foco en algún detalle
concreto, ya que en ocasiones parece que estamos viendo una película de
episodios, aunque sea con los mismos protagonistas, aunque sean detectables y
notorios los nexos de unión entre unas anécdotas y otras. O, por encima de
todo, tal vez hubiese debido perfilar mucho mejor los tonos empleados a la hora
de narrar de la historia, porque por momentos parece que contiene la comicidad,
que no quiere llegar hasta ciertos límites, y si es agradecer que no caiga en
lo chusco, en lo torpe, en lo elemental, a veces tiende a encorsetar
excesivamente el material que maneja, dejando al espectador a medias, con la
sonrisa sin definir, sin que la carcajada que ronda pueda estallar como merece, sin que La banda Picasso sea la buena película que hubiese podido (y debido, viniendo de quien viene) ser.
Tengo ganas de ver la película
ResponderEliminarA ver qué te parece; me resultó un tanto decepcionante.
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