viernes, 30 de noviembre de 2012

"REALITY": SUPERADA POR LA FICCIÓN


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Reality AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Matteo Garrone GUIÓN: Ugo Chiti, Maurizio Braucci, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Marco Onorato MONTAJE: Marco Spoletini REPARTO: Aniello Arena, Loredana Simioli, Nando Paone, Nello Iorio, Nunzia Schiano, Rosaria D´Urso


   En cuanto un hecho nos sorprende o deja sin capacidad de respuesta y/o reacción (o al menos la ralentiza) solemos recurrir al viejo adagio “la realidad supera a la ficción”, siempre que haya tenido lugar en lo que llamamos “la vida real” (sea la nuestra o la de alguien que nos da testimonio de ello); son los mismos sucesos que, leídos en una novela, contemplados en una película, siendo parte integrante de algo que recibimos como “ficción”, resultan difíciles de creer por más que estén narrados e integrados con toda la naturalidad del mundo. Queriendo buscar una pretendida verdad, se supone que sin filtros ni guiones, empezaron a proliferar en las televisiones de todo el mundo diferentes formatos basados en la premisa de ser un mero reflejo de la vida; sin embargo, los cerebros que imaginaron una pequeña pantalla como auténtica ventana para contemplar el mundo olvidaron que el género documental lleva muchos años inventado, que el público demanda historias con las que poder evadirse (incluso aunque sean dramáticas o inspiradas en hechos reales) y que si no se adereza, provoca o tergiversa la cotidianidad por sí misma (la propia y la de los demás) resulta cansina, repetitiva y carente de garra para convertirse en un espectáculo atractivo; es por eso, entre otras causas, que los conocidos como realities degeneraron, casi desde el comienzo, en una fábrica de personajes que buscan una fama fácil a base de la reproducción y exacerbación de estereotipos, confundiendo la naturalidad con la ordinariez, encumbrando a descerebrados que aceptan e incluso alientan cualquier humillación y menosprecio público con tal de que su nombre sea popular, convirtiéndose en modelos de conducta que repetirán y enriquecerán (en realidad, aún convertirán en más arrastrados y vacuos) los concursantes de las siguientes ediciones con comportamientos previsibles, calcos exactos de los anteriores, es decir, que al final de este viaje nos encontramos con las alforjas vacías (en realidad, llenas justo de lo contrario de lo que se anhelaba: poca realidad o, al menos, nada que a ello suene).

   Aunque ninguna televisión, por muchas ínfulas que se dé o todo el prestigio que merecidamente tenga acumulado, está libre de esta plaga, sin duda en Italia (aunque no tendríamos por qué salir de nuestras fronteras para abordar el asunto, pero ahora toca hablar de una película que viene desde allí) se ha abusado y abusa hasta la extenuación de este tipo de programas que siempre terminan representados por “Gran Hermano”, tal vez el reality más longevo y con más sucursales. No es extraño que, a la hora de buscar una columna vertebral para el filme, Matteo Garrone y el resto de guionistas optasen por él, como máximo ejemplo de esa fama inane y sin contenido que otorga el haber entrado en la casa escenario del concurso. Aunque, en contra de lo que pudiera parecer o esperarse, Reality utiliza el mundo televisivo tan sólo como excusa para narrar la historia de un hombre que, un buen día, se obsesiona con la idea de ser seleccionado para participar en dicho programa y olvida pronto sus primeras secuencias de comedia pura y dura con aires a lo Dino Risi, Mario Monicelli, Vittorio De Sica, Alessandro Blasetti y tantos otros que ennoblecieron un cine popular que supo camuflar las grisuras y carencias bajo honestas carcajadas para perderse en una historia con doble fondo, preocupándose más por el subtexto, por la parábola que pueda extraerse, por trascender que por entretener; pudiera pensarse que, tras el éxito internacional logrado con Gomorra (2008), el director haya tenido reparos en quedar inscrito en una tradición del cine italiano que ha logrado títulos imperecederos pero demasiado populares y sencillos para alguien de más altas miras.

   Es una lástima que según avanza el metraje se haga más acusado el escaso (por no decir nulo) aprovechamiento de la pléyade de personajes secundarios que daría color y verdad a lo que se está contando, esos grupos familiares, de amigos o vecinos que tan admirablemente supieron utilizar los directores antes citados y algunos de sus contemporáneos o continuadores, cómo se desperdician los momentos que podrían dar pie a la parodia, a la farsa, a lo chispeante, buscando el lado más oscuro que, tal y como aparece integrado, resulta forzado e incómodo por desubicado, por rebuscado. Aunque Garrone sabe contar y hacer avanzar una historia, al igual que le sucediese en su anterior filme (donde era más notorio por la diversidad de tramas que debía aunar), no consigue abandonar cierto tono errabundo como dejando el ritmo de la cinta al albur de lo que venga a continuación, con varias secuencias absolutamente prescindibles ya que aportan muy poco, dramáticamente hablando. Por fortuna, el peso interpretativo de Reality recae sobre Aniello Arena, descubrimiento del director, recluso en la cárcel de Volterra cumpliendo una condena de cadena perpetua, un prodigio de naturalidad, de fotogenia, de carisma, una vitalidad arrolladora, una presencia contundente y rotunda capaz de encogerse y aparecer como el más vulnerable, el más temeroso; sabe manejar a la perfección los tonos, conquista al espectador, hace sentir empatía aunque no se compartan sus acciones, es un auténtico huracán que aporta veracidad a raudales y encuentra réplica perfecta en Loredana Simioli, quien demuestra un amplio abanico de registros.

   Se echa de menos algo más de gracia, de caricatura bien dosificada, de ironía cotidiana, jugando con el hecho de que todos los espectadores conocen “Gran Hermano” (y que nadie se ponga ahora por encima porque, si no saben de qué están hablando, ¿cómo es posible que elogien el filme con tanta profusión de adjetivos?) o ya que pretendemos ponernos a sacar los colores (que lo hace poco), a escarbar en la herida (que ni la roza), a despertar conciencias (que apenas son estimuladas), sigamos el ejemplo de Network (1976), directa, sin concesiones, sin paños calientes, apasionante como película, lapidaria y demoledora como reflejo de la realidad (no es que siga vigente, es que aún lo está más que en la época de su estreno).

viernes, 23 de noviembre de 2012

"EN LA CASA": DÉJAME QUE TE CUENTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Dans la maison AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: François Ozon GUIÓN: François Ozon (inspirado libremente en la obra de teatro El chico de la última fila de Juan Mayorga) MÚSICA: Philippe Rombi FOTOGRAFÍA: Jérôme Alméras MONTAJE: Laure Gardette REPARTO: Fabrice Luchini, Ernst Umhauer, Kristin Scott Thomas, Emmanuelle Seigner, Bastien Ughetto
 

   Leí en una ocasión no sé dónde ni a quién (o tal vez se lo escuché decir a alguien en una tertulia radiada o televisada –hablo de hace bastantes años, cuando el término no había degenerado de la forma en que lo ha hecho y abundan ejemplos bochornosos en ambos medios-) que el origen del teatro, de casi cualquier espectáculo de masas, de las conferencias, de los mítines, de la oratoria, había que cifrarlo en el momento en que un hombre se subió a una piedra y empezó a explicar un suceso o, sencillamente, aquello que imaginaba en ese momento y los demás, alzando la mirada, callaron mientras se dejaban atrapar por el poder de las palabras (da igual que fuesen gruñidos, sonidos guturales o cualquier otra forma rudimentaria y primitiva de expresión). Sin duda, la alumna más aventajada de este primer ejemplo de elocuencia verbal y la que más escuela ha creado a la hora de articular un discurso o historia anulando la capacidad de respuesta del receptor fue Sherezade, quien, durante mil y una noches, enseñó a persuadir sin que se vislumbraran las intenciones y a narrar con emoción, despertando un continuo interés e interrumpiendo el cuento en uno de sus nudos para, de este modo, asegurarse la audiencia al menos durante el siguiente tramo. Al igual que sucedía con el sultán del famosísimo libro, el profesor interpretado por Fabrice Luchini en la película que nos ocupa va a caer en las redes de un relato (en esta ocasión en forma de redacción) que se sale de la tónica habitual de lo que suele encontrarse entre sus alumnos (frases cortas e inconexas, vocabulario muy reducido, faltas de ortografía), no sólo por su calidad literaria y su intencionalidad, sino porque concluye con una palabra que, bien manejada, provoca adicción e implicación, a la que es imposible resistirse: “Continuará”.

   François Ozon se hizo acreedor de la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián celebrado hace tan sólo dos meses con esta adaptación (los propios créditos anuncian que bastante libre) de una obra de teatro de Juan Mayorga (a quien pidió que le acompañase a la hora de recoger el otro galardón obtenido en el certamen y concedido al guión que, sin embargo, firma el cineasta en solitario), aunque cuesta imaginarla sobre las tablas tras contemplarla en imágenes: Mayorga tiende al subrayado, a remarcar cuál de las lecturas posibles de su texto pretende que haga el público, a explicar las metáforas, a enredarse en su propia dialéctica, mientras que Ozon filma con absoluta limpieza, con sencillez, mezclando lo real y lo ficticio, rizando el rizo cuando trata como invención lo que vamos conociendo a través de las redacciones encadenadas que, como capítulos de un folletín, recibe el profesor aunque sepamos (o creamos saber -en ocasiones siembra la duda con suma inteligencia-) que lo que allí se narra es un mero reflejo de lo vivido por su alumno, implicando en la lectura de las mismas a su mujer y transformándose ambos en personajes, no sólo en lectores, logrando que todos estos planos confluyan en una única línea argumental que jamás despista al espectador. Tan sólo en el tramo final pierde la cinta un poco el fuste y la solidez, al empeñarse Ozon en que todas las piezas encajen más allá de lo necesario, privando al público de cierta libertad a la hora de buscar explicaciones que están muy bien diseminadas a lo largo del metraje; a pesar de ello, En la casa no se consiente ningún desbarre, despropósito o irregularidad que estropee el conjunto, algo que por desgracia era habitual en la filmografía del parisino (sirvan como ejemplo Swimming Pool (2003) u Ocho mujeres (2002)), cuando no se dejaba llevar por la deriva de un humor tosco y burdo (Sitcom (1998)) que parece haber dejado definitivamente atrás con la gratificante Potiche (2010).

   Uno de los máximos aciertos de la cinta es saber alternar a la perfección todo lo que gira en torno a las redacciones (mezclando con dominio del lenguaje cinematográfico lo que en ellas se narra con las verdaderas situaciones y con las correcciones del profesor -muy bien insertadas, sin permitirse tentaciones excesivamente humorísticas o metaliterarias, en las que sí suele caer Mayorga-) con la recepción y lectura en común de las mismas que hace el profesor junto a su esposa, aportando los datos necesarios sobre su vida cotidiana e incluso referencias nunca gratuitas al trabajo de ella, todo ello engrandecido por el acierto en la elección del reparto, con esa revelación llamada Ernst Umhauer y la perfecta pareja cómica formada por Fabrice Luchini y Kristin Scott Thomas. Él demuestra cómo dar entidad a un rol anodino, a una persona gris, absolutamente hueca, un ser mediocre convencido de que una conjura universal impide que brille como merece, un envidioso patológico que prefiere regodearse en su miseria en lugar de aplicarse y cambiar las tornas, un tipo con una venda en los ojos que le impide beneficiarse de las oportunidades que se le ofrecen y opta por echar la culpa a los demás de que éstas nunca den fruto; ella, que no necesita dejar claras sus elegancia, categoría e inagotables facultades, vuelve a enamorar y cautivar como, de un tiempo a esta parte, sólo le está permitiendo el cine francés, alternando personajes con tantos matices como el asumido en Hace mucho que te quiero (2008) –por una décima parte de lo que hace en esa cinta otras actrices han acumulado premios y distinciones por doquier- con otros más livianos que van acentuando su esplendorosa madurez, su sabiduría como actriz (no en vano algunos la han comparado a la Diane Keaton de Misterioso asesinato en Manhattan (1993), encontrando en Fabrice Luchini el trasunto perfecto de Woody Allen para conformar uno de los dúos más compenetrados vistos en pantalla en los últimos tiempos. Sin duda, ellos son los amos de la función (casi al modo en que Rex Harrison y Kay Kendall anularon a Sandra Dee y John Saxon en Mamá nos complica la vida (1958)), aunque el brío que François Ozon imprime a toda la narración consigue que la película apenas tenga fisuras y sigamos sus imágenes como si estuviese hablando el mejor orador o pasásemos páginas para saber qué hay después del nuevo “continuará”.           

miércoles, 21 de noviembre de 2012

"TODO ES SILENCIO": EN BOCA CERRADA...






AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: José Luis Cuerda GUIÓN: Manuel Rivas (basado en su novela homónima) MÚSICA: Sergio Moure FOTOGRAFÍA: Hans Burmann MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Quim Gutiérrez, Miguel Ángel Silvestre, Celia Freijeiro, Juan Diego


   Manuel Rivas lleva algo más de veinte años siendo uno de los cronistas oficiales de Galicia, tanto de la presente como de la pasada (más o menos reciente, depende de la historia), utilizando para ello diferentes vías de expresión (el cuento, el reportaje, la novela, el artículo) y demostrando en todas su maestría a la hora de definir, de captar comportamientos, de plasmar personalidades, de integrar a los personajes (reales o ficticios) con el ambiente en que se mueven, utilizando para ello las palabras precisas, manejando a la perfección las elipsis, suministrando la información justa (incluso economizándola), dando trazos precisos con apenas dos pinceladas (de hecho, con la excepción de Los libros arden mal, casi todas sus narraciones podrían ser catalogadas como cuentos largos, aunque se hayan editado como novelas); sin embargo, a la hora de afrontar la escritura de un guión, parece que el habitual y acertado uso de la insinuación, de la evocación, de la sugerencia, de la sutileza, no ha fluido como en tantas ocasiones y la traslación a la pantalla de su propio texto Todo es silencio ha resultado una de las películas más torpes, erráticas, risibles y vacuas vistas en este 2012 que está a punto de echar el cierre. Estas sensaciones vienen, por supuesto, agrandadas por la manera en que está rodada: como al descuido, sin aparentes ganas, como si se hubiese dado por buena la primera toma de cada secuencia, con un montaje que no parece seguir ninguna línea argumental, obviando las causalidades, insertando escenas que no aportan nada (a no ser confusión en el espectador) ni llevan a ninguna parte; tras su errónea adaptación del espléndido libro Los girasoles ciegos (2008) de Alberto Méndez (lamento que fuese lo último que escribió el inmenso Rafael Azcona, pero cuando un genio no acierta hay que decirlo), José Luis Cuerda viene a confirmar la escasa inspiración que de un tiempo a esta parte le acompaña, detalle que sorprende especialmente cuando supo captar como pocos el realismo mágico que, con gran naturalidad, constituye la cotidianidad gallega, en la que continúa siendo la cumbre de su filmografía: El bosque animado (1987) (en esa ocasión, como en tantas, sí que pudo dejar clara su maestría Rafael Azcona, felizmente inspirado por las palabras de Wenceslao Fernández Flórez).

   Presentando una de las novelas con sus personajes Nivardo Castro y Carlos Conde, en concreto la titulada Narcos, allá por 2001, el escritor gallego Carlos G. Reigosa reconocía que la publicaba porque era una deuda contraída al haber dejado tan espinoso asunto fuera del anterior título de la serie (La guerra del tabaco), pero que había dudado mucho cómo abordarlo, qué contar y qué no, qué denunciar y qué callar, porque al fin y al cabo tanto él como su familia seguían viviendo en Galicia y pretendían seguir haciéndolo. Eso da una idea de lo complicado que es alzar la voz para enfrentarse a lo que, en muchas ocasiones, es una tradición, una ocupación habitual y lógica que se ha transmitido de padres a hijos, fuente de ingresos para las poblaciones en las que se lleva a cabo, regidas por algún cacique de medio pelo (marioneta a su vez de los verdaderamente poderosos y peligrosos) que regala algunas monedas y rige los destinos de las gentes humildes que, además de jugarse el pellejo en su lugar, han de rendirle pleitesía y consentirle todos los abusos. No se sabe si esta prevención (por no darle otro nombre) puede haber pesado en el ánimo de Manuel Rivas (algo sorprendente en autor comprometido y valiente donde los haya) a la hora de abordar su historia sobre el narcotráfico y por eso ha trufado el libreto de lugares comunes, malvados grotescos y escaso realismo, confiándolo todo a la buena disposición del público, el mismo que aplaudió La lengua de las mariposas (1999), anterior ocasión en que José Luis Cuerda convirtió en imágenes (de nuevo con el concurso de Azcona) las palabras del escritor coruñés –película fallida por momentos, ya que unía tres cuentos del libro ¿Qué me quieres, amor?, pero con un Fernando Fernán Gómez en absoluto estado de gracia-).

   Lo que en principio resulta un prólogo demasiado largo (la infancia de los tres protagonistas) termina por convertirse en lo mejor de Todo es silencio, sobre todo por la enorme naturalidad que desprenden los tres actores jóvenes, algo que no puede afirmarse de los que encarnan los roles principales, teniendo tristemente que hacer hincapié en un Juan Diego bufonesco, que parece no tomarse en serio lo que está haciendo y diciendo, autoparodiando algunas de sus grandes creaciones (vienen a la memoria El rey pasmado (1991) o Fugitivas (2000), todo por no remontarnos a una de sus cimas interpretativas: Los santos inocentes (1984)). Aunque podemos vislumbrar el intento de dotar al personaje de Fins de ambigüedad, complejidad, sentimientos enfrentados, Quim Gutiérrez no acierta a transmitir ese tormento interior y es incapaz de cambiar el gesto de estupor (o de enfado, no se sabe muy bien) que acompaña con un tono monocorde y lento que, se supone, debe aportar intensidad aunque en realidad sirve para demostrar su poca entidad actoral; a su lado, una gélida Celia Freijeiro que es la que peor soporta la comparación con el tramo que transcurre a finales de los años 60 del siglo XX y un desafortunado Miguel Ángel Silvestre que, a pesar de ser el menos afectado del reparto, no logra aunar las bruscas idas y venidas afectivas que experimenta su personaje. Por lo demás, subtramas apuntadas que no son desarrolladas, acumulación gratuita y excesiva de escenas pretendidamente dramáticas que en muchas ocasiones no se sabe de dónde vienen; sin duda, un momento muy aciago (confiemos en que no se repita) del estupendo escritor Manuel Rivas.       

jueves, 15 de noviembre de 2012

"SKYFALL": DENCH... JUDI DENCH


 
 
 
 

TÍTULO ORIGINAL: Skyfall AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Sam Mendes GUIÓN: Neal Purvis, Robert Wade, John Logan (basado en los caracteres creados por Ian Fleming) MÚSICA: Thomas Newman FOTOGRAFÍA: Roger Deakins MONTAJE: Stuart Baird REPARTO: Daniel Craig, Judi Dench, Javier Bardem, Ralph Fiennes, Ben Whishaw, Albert Finney, Naomie Harris


   Resulta complicado analizar una cinta que pertenece a una saga y, para colmo, a una que desde 1962 ha ofrecido 23 películas consideradas “oficiales”, una parodia (el primer Casino Royale (1967)) y un a modo de pulso a la productora que siempre ha velado por la imagen fílmica del agente secreto más famoso de la historia, recuperando al actor que le dio aliento para enfrentarle a su sustituto más perdurable –récord que aún ostenta- (Nunca digas nunca jamás (1983) con la que Sean Connery intentaba reverdecer laureles frente a Octopussy (1983) con Roger Moore en la piel de 007). Pero, comenzando por algo positivo, Skyfall aprende de los errores cometidos por la abstrusa Quantum of Solace (2008), demasiado alambicada y tributaria de lo sucedido en Casino Royale (2006), para constituir un eslabón más en lo que viene siendo habitual en ésta y en cualquier serie que se precie: es un título totalmente independiente, con guiños para el iniciado, con referencias al pasado bien explicadas e insertadas, una historia que puede seguir cualquiera, conozca o no (si eso es posible) a James Bond. Continúa, eso sí, la deriva dada al personaje desde que Daniel Craig se hizo cargo del mismo, aunque con Paul Haggis fuera del grupo de guionistas se nota que no les ha preocupado tanto lo oscuro, lo profundo, lo denso, lo críptico y que, continuando con la humanización y hondura de sentimientos e implicaciones de los roles principales, tan sólo han querido orquestar un buen espectáculo.

   Y para ello le han dado la batuta a un caballero que sabe dirigir con elegancia, con contundencia, dosificando, enseñándolo todo (¿Cómo podemos temer por la integridad del héroe, si en la inmensa mayoría de las persecuciones o peleas que se ruedan en la actualidad sólo vemos como flashes y bruscos movimientos de cámara?), filmando con nitidez y con las pausas adecuadas; de hecho, este Bond es mucho menos rocambolesco y lleno de fuegos de artificio que todos sus precedentes, aunque contiene un par de secuencias que disparan la adrenalina. Sam Mendes asume que su película tiene que agradar a los fans que llevan 50 años demostrando su fidelidad a James Bond y no se sale de las convenciones de tan particular subgénero, aunque incorpora su modo de graduar la tensión, de no estallar hasta que no ha acumulado la suficiente, facultad que, por otro lado, resta en ocasiones un frenesí que resultaría estimulante; incluso alguien como un servidor, que nunca ha sido fan de la saga, echa de menos algo más de garra y diversión (esa moda, por desgracia con demasiada permanencia, de tratar a los personajes de evasión como si hubiesen salido de la pluma de Shakespeare aunque, por fortuna, Mendes ni siquiera roza las cotas de pretenciosidad de Christopher Nolan y su Batman -¡Ah, perdón, que es el Caballero Oscuro!-).

   Daniel Craig deja clara por tercera vez su idoneidad para el rol que le entregaron tras la customización sufrida una vez Pierce Brosnan dejó de encarnarlo: sabe reflejar dolor, miedo, dudas, transmite cierta vulnerabilidad sin resultar ñoño o forzado, encara admirablemente las secuencias de acción y no resulta vulgar en los momentos íntimos; resulta fácil seguir afirmando que Sean Connery ha sido el mejor actor en asumir la identidad de Bond, puesto que fue el primero y dejó sentadas ciertas bases (que están más en el diseño de producción, en las novelitas de Ian Fleming y los guiones desarrollados a partir de las mismas), pero ese prestigio le viene conferido sobre todo por la categoría desarrollada y adquirida con los años y demostrada en cintas como Robin y Marian (1976), El nombre de la rosa (1986) o Los intocables de Eliot Ness (1987) y tampoco ha tenido que esforzarse mucho para batir a los demás aunque con el tiempo Roger Moore supo recubrirse de un tono paródico que hoy en día resulta de lo más divertido, mientras que George Lazenby fue efímero porque él mismo lo decidió, Timothy Dalton interpretaba con altivez, como si estuviera por encima, y se quedó en un tipo aburrido y Pierce Brosnan no tiene vis cómica por mucho que algunos (y él) se empeñen. Por lo tanto, Daniel Craig imprime un sello propio que, sin llegar a convertirme en seguidor incondicional, provoca que me interese lo que sucede en pantalla y que sea, a nivel interpretativo, el James Bond que más me gusta.

   Aunque el aporte que verdaderamente pasará a la historia y dejará huella será la participación de Judi Dench, la inmensa actriz británica, como M: llegó a la serie con una breve aparición en GoldenEye (1995) pero se merendó al debutante en las lides bondianas Pierce Brosnan y se hizo un hueco por derecho propio cuando sólo era un rostro popular y admirado en el Reino Unido (apenas unas cuantas apariciones en algunas películas, volcada en el teatro y con tiempo para recalar en series de televisión que no habían llegado –y siguen sin hacerlo- a España); poco a poco sus trifulcas con 007 fueron ganando minutos en pantalla, coincidiendo las nuevas entregas de la saga con el estreno de Su Majestad Mrs. Brown (1997) y Shakespeare in love (1998), interpretaciones multipremiadas que le granjearon el aplauso generalizado y merecido. Con la llegada de Daniel Craig, su rol ganó enteros, aumentó en complejidad, en matices y, gracias a su inagotable calidad, se convirtió en pieza fundamental y necesaria. En Skyfall eso es aún más constatable, puesto que una de las piezas fundamentales de estas películas no encaja jamás: el villano. Pretendiendo remedar su prodigiosa interpretación galardonada con el Oscar de No es país para viejos (2007), donde decía sus pocas líneas con una voz similar a una sierra mecánica, encarnando el terror casi en estado puro con un estilo lacónico tal y como exigía la creación original de Corman McCarthy, tal y como según parece deseaba el propio Mendes, Javier Bardem saca el peor histrión que lleva dentro (el mismo que resultaba ridículo en Perdita Durango (1997), aquel totalmente inadecuado de Los fantasmas de Goya (2006)), engolando la voz, amanerando cada gesto hasta límites irritantes que incluso rozan lo ofensivo (parece mentira con lo magnífico que estuvo en la a ratos fallida Segunda piel (1999)), queriendo ser un trasunto del estupendo Christopher Walken de Panorama para matar (1985) (que, por cierto, tendría que revisar pero en mi ánimo sigue siendo el título más entretenido de la saga) y quedándose en un monigote grotesco y estrafalario que, en ciertos momentos, provoca las risas del público por lo patético.

   Por fortuna, siempre nos quedará Judi Dench (que, ya que no coincide nunca en pantalla con él, va a hacer teatro el próximo año con Ben Whishaw –otra de las decepciones de este Bond: poca chicha para el nuevo Q y el enorme talento del actor que lo encarna-), una de esas actrices que engrandecen todo lo que tocan, empezando por una saga que gracias a ella ha ganado en señorío y dobles lecturas sin necesidad de recurrir a lo pseudofilosófico o a lo que sólo comprenden algunos; es más, por sí sola ha logrado que el número de los seguidores de James Bond no deje de aumentar.

martes, 13 de noviembre de 2012

"SINISTER": MAL ROLLO DEL BUENO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Sinister AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Scott Derrickson GUIÓN: Scott Derrickson MÚSICA: Christopher Young FOTOGRAFÍA: Chris Norr MONTAJE: Frédéric Thoraval REPARTO: Ethan Hawke, Juliet Rylance, Fred Dalton Thompson, James Ransone


   Estamos llenos de contradicciones, lo que no es negativo, sobre todo si somos capaces de detectarlas y de saber explicar coherentemente (ahí está la clave) cómo es posible pasar de un extremo a otro sin traicionarnos ni resultar una veleta a ojos de los demás; esta ramplona reflexión siempre me asalta cuando veo una película de terror o suspense porque recuerdo esa vieja frase popular, “el miedo es libre” (y más ahora que vivimos con los propios y con los que algunos quieren obligarnos a sentir), y, sin embargo, los títulos que consiguen espantar con honestidad a espectadores de medio mundo suelen lograrlo recurriendo a lo ancestral, a lo que lleva siglos atemorizando a niños y adultos: la oscuridad, lo ambiguo, lo desconocido, cualquier elemento que perturbe la cotidianidad. No hay nada más terrorífico que una imaginación irrefrenable que empieza a crear monstruos en las sombras, que reproduce los asesinatos más crueles que hayamos conocido e imagina algunos aún más truculentos, pero nada sobrecoge tanto como presentir amenazas en un espacio que debería ofrecernos seguridad, sentir escalofríos ante cualquier objeto que nos acompaña o utilizamos a diario: esa es, sin duda, la clave del permanente y eterno éxito de cineastas como Alfred Hitchcock (da igual las veces que hayamos visto Psicosis (1960) o Con la muerte en los talones (1959): una ducha o una avioneta no han vuelto a ser lo mismo y las secuencias que protagonizan siempre provocan temblores) o de cintas como La semilla del diablo (1968), El exorcista (1973) o La profecía (1976) que, más allá de los efectos especiales, logran eso tan complicado y olvidado que se llama “crear atmósfera”, o sea, que todo parezca y se vea tranquilo pero sea factible que troque en ominoso en un abrir y cerrar de ojos.

   Tras debutar con un capítulo de la saga Hellraiser que pasó directamente a engrosar las estanterías de los videoclubes, Scott Derrickson se dio a conocer en la gran pantalla con El exorcismo de Emily Rose (2005), bendecida incluso antes de su estreno y saludada como un regreso a un terror puro sin demasiados efectos que, en realidad, se quedaba en tierra de nadie, recurría más de lo debido a aquello que prometía desterrar y confiaba demasiado en el meritorio recital de contorsiones llevado a cabo por Jennifer Carpenter. Su filme posterior, el remake de Ultimátum a la Tierra (2008), erizó el vello a propios y aburrió a extraños o viceversa, todo dependía del conocimiento que se tuviese de la cinta original, dirigida con encanto y pulso firme por el nunca suficientemente aplaudido Robert Wise; y cuando uno no esperaba nada (al menos nada bueno) de este director, aparece Sinister para devolvernos las esperanzas y revitalizar un género yendo a su esencia, rechazando efectismos o truculencias gratuitas, obviando infantilismos y trivializaciones, respetando determinadas convenciones que no han perdido efectividad, sin avergonzarse de ser lo que es, sin más pretensión que la de presentar un producto bien elaborado que cumple con creces su objetivo y proporciona más disfrute del que uno (lo reconozco) pudiera pensar.

   La base de Sinister es un guión muy medido que dosifica perfectamente la información, que narra la historia como un thriller al centrarse en la investigación que efectúa el personaje principal y que va incorporando elementos para sorprender y envolver al espectador, quien acepta con naturalidad los aportes fantásticos, puesto que el verdadero terror se vive en una casa a oscuras, sea de día o de noche, y a través de lo que ocultan unas en apariencia inocentes e idílicas películas familiares en Súper 8. En los primeros minutos se crea un caldo de cultivo perfecto para que más de uno se rebulla inquieto en la butaca: por un lado, se nos presenta una localización en la que fue asesinada una familia, escenario clásico que inquieta en sí mismo, y por otro asistimos a un momento espeluznante al descubrir que el hijo de los protagonistas padece de terrores nocturnos (nunca pensé que una caja de cartón pudiera provocarme sudores); con estos ingredientes el cóctel ya es explosivo y mantiene ese carácter durante todo el metraje, gracias a que Derrickson sabe mezclar pero no agita, es decir, va sumando situaciones sin desbarrar ni perder el control, helándonos la sangre desde la sencillez expositiva.

   El en otras ocasiones plano y falto de recursos Ethan Hawke (capaz él solito de estropear lo que sin su presencia hubiese sido una obra maestra: Antes que el diablo sepas que has muerto (2007), aun así una estimulante muestra del talento de otro de esos nombres a los que no siempre se reconoce su magisterio, Sidney Lumet) consigue resultarnos interesante, despierta nuestra simpatía, tememos lo que pueda sucederle; al igual que ocurrió no hace mucho con la muy notable La mujer de negro (2012) –por cierto, con un estupendo Daniel Radcliffe-, las mejores secuencias de Sinister son aquellas en las que el actor principal está solo, a oscuras, visionando películas, aterrorizado pero hipnotizado, buscando respuestas, o cuando recorre la casa intentando comprender qué está pasando; en esa oportunidad, basta con ver a un niño correr por el pasillo para que uno experimente un malestar insólito (por desgracia) en lo que viene siendo habitual que ofrezca este género: superficialidad, mecanicismo, abundancia de sangre y/o vísceras; aquí son las corrientes subterráneas las que arrastran y arrasan, mientras que Scott Derrickson trata al público con inteligencia y de igual a igual, sin alardear de originalidad (y, sin embargo, con unos añadidos que fortalecen la historia y evitan lo manido), pero sorprendiendo hasta el final, sin recurrir a los torpes y por desgracia clásicos golpes de efecto de un solo uso, marca de cineastas más aplaudidos (léase Shyamalan, Nolan y por ahí).

jueves, 8 de noviembre de 2012

CONCHA VELASCO: MAMÁ, QUIERO A LA ARTISTA


  
 
 
   No hace mucho, disfrutando como un loco del espectáculo Concha. Yo lo que quiero es bailar, mientras que la muchachita de Valladolid rememoraba algunos de sus hitos interpretativos (y también de sus estrepitosos fracasos –La Truhana-, porque cuando una es grande se lo puede permitir todo), hacía memoria en mi butaca intentando llegar al momento prístino en que decidí rendirle pleitesía y no era capaz porque me recuerdo haciéndolo desde siempre, desde muy pequeño: algo especial encontraba en esa señora divertida, chispeante, alocada, que si hacía falta cantaba y bailaba, y muy pronto descubrí que su vena dramática era aún más honda y espléndida que la cómica. Poco a poco, intentando colocar cada pieza en su sitio, creo haber encontrado mi primera conciencia como espectador de Concha Velasco: la película Pero… ¿en qué país vivimos? (1969) que, de eso no tengo ninguna duda, vi en el Cine Carolina, en la calle Bravo Murillo, muy cerca de mi casa; con toda seguridad, debía conocerla gracias a TVE que convirtió a nuestros grandes actores en personajes a los que querer con suma facilidad y naturalidad, en rostros con los que te rencontrabas cada poco, pero si la pienso en pantalla grande y miro hacia atrás todo lo que soy capaz, la veo junto a Manolo Escobar en uno de los títulos que rodaron juntos y de los que, al contrario que muchos de sus compañeros, jamás ha renegado, sino todo lo contrario (exitazos de taquilla que se mantenían años en cartel y se reponían frecuentemente y por los que, en otros lugares, ella y su pareja artística hubiesen ganado premios reconociendo la labor desarrollada).

   Cuando uno se confiesa admirador irredento de alguien siempre tropieza con voces que ponen en cuarentena cualquier elogio sobre el/la admirado/a, acostumbradas a ver el mundo en blancos y negros, olvidando toda la gama de grises; precisamente es mi admiración por Concha Velasco la que me hace patalear cuando considero que no está a la altura anhelada, bien porque interprete con desgana o mecánicamente, bien porque el conjunto no merece una estrella de su calibre: he sido, soy y seré el primero que se ha disgustado con determinados episodios artísticos que me resultaron indignos de alguien de su categoría, es decir, siempre intento separar la paja del trigo, lo que no impide que en el balance general lo positivo supere con creces a lo que preferiría no haber visto (creo que el verdadero admirador, el digno de tal nombre, es el que reconoce los tropiezos de su ídolo, no el que aplaude vacuamente cualquier cosa). Por otro lado, hay profesionales que deben sudar el triple que a otros (sobre todo a aquellos que no merecen tal calificación) para obtener el aplauso, el galardón, el reconocimiento, artistas a los que se ponen continuas trabas, palos en las ruedas (en forma de críticas, comentarios, insinuaciones, leyendas, realidades tergiversadas), a los que se ningunea o menosprecia negándoles el pan y la sal; por fortuna, muchos de ellos aguantan como jabatos, creyendo en lo que hacen, no desfalleciendo a las primeras de cambio, conscientes de que la moneda tiene una cara y una cruz. Sin duda, Concha Velasco es uno de los mejores ejemplos de esto último.

   Enumerar sus méritos es tarea titánica y casi inabordable porque a buen seguro olvidaríamos capítulos imprescindibles (sobre todo en el ámbito teatral ya que, por edad, uno no ha podido verlo todo –y porque, continuando con lo que decía más arriba, cuando ha tenido la posibilidad de elegir, no ha querido verlo todo-), pero en ese recorrido personal e intransferible que cada espectador debe hacer no puedo dejar de mencionar algunos títulos que se han convertido en parte de mi historia:

   -Teresa de Jesús (1984): Una de esas series de TVE que nunca perecerán, cita ineludible durante los lunes en que fue emitida, regocijo que compartir con la tía Carmen, con mi madre, con mi abuela, es decir, un producto con muchos niveles de lectura que acercó a mucha gente a una de nuestras mejores poetas, un absoluto prodigio (que prometo revisar en breve para actualizar emociones e incorporar las que se me escaparon debido a mi juventud).

   -Tormento (1974): Por fortuna, cuando Concha se empecina en algo no ceja hasta lograrlo; sólo así, peleando con productores, convenciendo a directores, buscando y buscándose las vueltas, peleando contra su imagen icónica de chica ye-ye, podemos disfrutarla en una de esas interpretaciones que deberían estudiarse en cualquier escuela de actores. He vuelto a ella en varias ocasiones y nunca deja de sorprenderme.

   -¡Mamá, quiero ser artista!: Estuvo en cartel mucho tiempo, yo la vi en marzo de 1986 porque fue el regalo de cumpleaños que pedí al tío Miguel. Durante los últimos meses de 1985, TVE había emitido La comedia musical española (así aparece en todos los sitios, pero yo creo recordar que el primer rótulo que aparecía anunciaba La revista) y, aunque ese y otros géneros me eran familiares y queridos porque eran la banda sonora en mi casa, me convertí para siempre en fan (todo sin olvidar que los tíos me llevaron a ver la inolvidable Por la calle de Alcalá); y aunque fue genial ver a la maravillosa Esperanza Roy, a mi admirada Paloma San Basilio o descubrir las capacidades de Teresa Rabal, fue Concha (sobre todo con Cinco minutos nada menos, regalo de Navidad emitido el 25 de diciembre de 1984 como anticipo de la serie) la que me hipnotizó una vez más. Por lo tanto, después de aguantar a pie firme un sábado por la mañana (ese teatro Calderón en el que la Velasco ha triunfado como pocas y ha fracasado como tantas), pude sentarme en la fila siete a gozar con su versatilidad, con su energía, con su carisma, con su entrega. Y, en un rasgo insólito de osadía, pregunté si podía bajar al camerino al terminar la función y la tuve cara a cara; aún guardo ese programa firmado por ella y por el inolvidado Paco Valladares, prueba de esos minutos que pensé irrepetibles.

   -Hello, Dolly: Tuve la fortuna de verla en octubre de 2001, en una de las primeras funciones, aquellas en las que se agotaron las entradas hasta que, como de un día para otro, el público de Madrid empezó a dar la espalda a un espectáculo que competía en cartel con la My Fair Lady de Paloma San Basilio. Si bien es cierto que el montaje era demasiado aparatoso y que no todo el reparto estaba a la misma altura, lo que sucedía cuando Concha acometía la mítica canción homónima del musical es casi indescriptible: todo un teatro seguía sus movimientos de brazos, coreaba a la artista, ovacionaba como pocas veces he visto (por eso sigo sin comprender lo que pasó, aunque en su gira –larga gira- pudo resarcirse de este sinsabor). Gracias a un buen amigo pudimos bajar al camerino y, de nuevo, fui aquel chaval tembloroso y emocionado que hacía una reverencia a su diosa; aunque pude presentarme como periodista, me comporté como público, besándola, queriéndola, pidiéndole que me firmase el programa, contándole que aún conservaba (y conservo) aquel que me dedicó 16 años antes, admirándose de que así fuese pero leyendo en mis ojos que todo era verdad.

   -Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975): Sabía que era una de sus películas más famosas, que en muchas entrevistas ella misma la citaba con orgullo, pero conocía muy poco más; el título me hizo imaginar que era una de sus comedias entrañables, esas que tanto me gustaban desde crío como Las chicas de la Cruz Roja (1958) o El día de los enamorados (1959), hasta que ya adolescente me la topé en televisión un viernes por la noche (es curioso cómo algunos datos se graban a fuego). Y, sí, al principio baila el tiro-liro, saca su tono frescales y castizo, pero según el metraje avanza uno va conociendo las sombras y miserias de una época terrible como si estuviese viendo un documental y el rostro de la Velasco adquiere una contundencia trágica que erosiona, conmueve y golpea.

   -Buenas noches, madre: Debí verla a finales de 1984 o principios de 1985, imagino que con mi hermana Pilar (con la que he ido mucho al teatro) y hasta que lo he consultado en Internet dudaba en qué teatro (el Reina Victoria); sea como sea, lo que no olvido es esa sensación de estar clavado en la butaca, de no respirar, de saber que espectáculos de ese calibre no iban a repetirse en muchas ocasiones: ¡Concha Velasco y Mari Carrillo juntas en escena y con semejante texto! ¡Aún me recorren escalofríos cuando lo rememoro! ¿No podría volver a representarse ahora, siendo Concha la madre? (y, eso sí, que la hija se la encomienden a Blanca Portillo, Adriana Ozores o Vicky Peña, por favor).

   Podría seguir durante horas, me queda mucho por contar, pero creo que cada uno debe seguir sus propios recuerdos tomando como punto de partida el desbordante talento de una mujer luchadora, trabajadora, humilde (aunque pueda tener comprensibles y tolerables ataques de divismo, no hay más que ver cómo habla de sus compañeros, cómo los trata, cómo se le nota la admiración cuando los entrevista), artista completa y total que merece todos los reconocimientos y los que, a buen seguro, han de llegar.    
 

lunes, 5 de noviembre de 2012

"ARGO": BUEN CALDO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Argo AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ben Affleck GUIÓN: Chris Terrio (basado en el artículo Escape from Tehran de Joshuah Bearman MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Rodrigo Prieto MONTAJE: William Goldenberg REPARTO: Ben Affleck, Bryan Cranston, Alan Arkin, John Goodman

   El ya clásico pulso disparado, la sensación de encogimiento del estómago y la emoción del descubrimiento inherentes al momento en que se inicia cualquier proyección se acrecientan en esta ocasión porque el logotipo que presenta Argo supone un auténtico viaje en el tiempo (lo de Looper que comentamos el otro día no es nada comparado con esto), sentir muy vivo y presente (más que de habitual) el recuerdo de tantas jornadas en las que uno aprendió a amar el cine y sus gentes, tardes y noches en las que el vídeo posibilitó el conocimiento de las películas de las que pocos años antes hablaban los adultos, algunas recuperadas en reposiciones y/o en cines de barrio, títulos que, más allá del entretenimiento, encendían debates, juzgaban a los poderes establecidos, sacaban los colores, daban noticia de hechos poco conocidos o silenciados, ponían el foco en personas olvidadas por los medios de comunicación, constituían todo un revulsivo para el mundo color de rosa con el que, en muchos ocasiones, Hollywood pretende narcotizar y que esconde más implicaciones políticas de las que pudieran pensarse con un primer vistazo. Para el nacido en 1970, el cine de esa década supone uno de sus referentes básicos, del mismo modo que, no sólo por fijarse en lo sucedido en Teherán a partir del 4 de noviembre de 1979, lo es de esta cinta que confirma el olfato y la inteligencia del que, con toda justica, ya puede ser considerado director Ben Affleck.

   También podríamos afirmar que ese logotipo (el de la Warner de esos años) supone una verdadera declaración de intenciones puesto que Argo está rodada y narrada al modo de señores de la talla de Sidney Lumet, Sydney Pollack, Martin Ritt o Alan J. Pakula, lo que la entronca directamente con filmes como Todos los hombres del presidente (1976), Norma Rae (1979), Tarde de perros (1975) o Tal como éramos (1973). Pero lejos de enfatizar ese parentesco o de caer en un ejercicio de mimetismo, Affleck sabe tomar un camino propio recogiendo todas las esencias para que si uno entorna un poco los ojos piense que está viendo un documento de la época, contando con suma facilidad, sin que se note el esfuerzo de reconstrucción (algo que también pudo disfrutarse en la muy notable El topo (2011) y en lo que David Fincher se estrelló sonoramente con Zodiac (2007), al colocarse –seña habitual, con contadas excepciones- por encima de la historia y convertirla en un paquidermo sin agilidad); desde que debutase con la sobrevalorada Adiós pequeña, adiós (2007) –es complicado reproducir las corrientes subterráneas de los personajes de Dennis Lehane (que se lo pregunten al maestro Scorsese patinando sin remedio con Shutter Island (2010) e incluso a Clint Eastwood a pesar de las muchas bondades de Mystic River (2003)) y más cuando encomiendas el rol protagonista a tu hermano Casey, actor irritante donde los haya-, Ben Affleck mostró sus cartas y no le importaron los paralelismos que se establecieron con el antes citado Eastwood porque, más allá de adaptar al mismo autor, más allá de ser tan denostado como actor como lo era él cuando debutó detrás de las cámaras con Escalofrío en la noche (1971), lo que les unía era algo más profundo que se confirmó con The Town (2010), segunda incursión de Affleck como director (en la que pueden rastrearse, por cierto, ecos del Scorsese de Malas calles (1973), todo por no movernos de década), y que queda muy patente con Argo: no ser un cineasta cómodo (incluso narrando heroicidades patrióticas) y, sobre todo, resultar inclasificable, desconcertar a los que quieren tenerlo todo diseñado y trazan carreras desde los despachos.

   La ausencia de pretensiones, la manera de dar las pinceladas justas sobre las causas que llevaron a la conocida como “crisis de los rehenes en Irán” y centrarse en una peripecia vital concreta permite que la película se siga con sumo interés, casi sin respiración, destacando cómo se gradúa la tensión, cómo se abandona cualquier tentación de truculencia o subrayado, algo especialmente constatable en la secuencia en el Gran Bazar o en lo que sucede en el aeropuerto durante el tramo final. Algunos la acusarán de tibieza o poca implicación, cuando en realidad expone los datos necesarios para que miremos a ambos lados: quiénes apoyaron, encumbraron y protegieron al Sha, cómo actuaban los fieles a Jomeini incendiados por sus discursos. Y, como señalábamos antes, aunque glorifica (con toda justicia) a personas (no a países, no a gobiernos) que se jugaron su vida por salvar las de otras, acierta en hacerlo desde lo cotidiano, desde lo humano, desde las dudas, desde los miedos, desde la desesperación; aparece ahí uno de los pocos elementos que impiden que Argo alcance la excelencia, no por la inoperancia del Ben Affleck actor (mil veces demostrada, pero no cuando se dirige a sí mismo, consciente de sus limitaciones), sino por la forma roma en que se cuentan los aspectos familiares de su personaje, que contrasta con los trazos certeros que sirven para conocer a los funcionarios cobijados en la embajada canadiense.

   Aunque necesaria para comprender cómo se gestó el rescate, la parte que transcurre en Hollywood queda casi como un estrambote, como un añadido que, por un lado, hace una crítica trasnochada y muy trillada de lo que allí se cuece (ahí sí pudiera pensarse que el guionista se coartó para evitar determinadas iras) y, por otro, no permite que la efectividad habitual de Alan Arkin y el buen hacer de John Goodman tengan el desarrollo que hubiese sido deseable (aunque verlos interrumpir un rodaje y, sobre todo, cómo el segundo se abalanza sobre un teléfono es todo un regocijo). Pero, aunque unas pinceladas concretas parezcan haber sido dadas con una brocha muy gorda, el conjunto tiene un trazo de alguien que sabe agarrar firmemente el pincel y ejecutar obras que, como todas aquellas que le precedieron (las citadas y muchas más), siendo el reflejo de una época, no perderán vigencia ni energía y a las que, incluso, el paso del tiempo mejorará como, por poner un solo ejemplo, ha pasado con Network (1976).