TÍTULO ORIGINAL: Suite Française DIRECCIÓN:
Saul Dibb GUIÓN: Matt Charman, Saul Dibb (basado en la novela homónima de Irène
Némirovsky) MÚSICA: Rael Jones FOTOGRAFÍA: Eduard Grau MONTAJE: Chris Dickens
REPARTO: Michelle Williams, Kristin Scott Thomas, Mathias Schoenaerts, Sam
Riley, Ruth Wilson, Heino Ferch, Tom Schilling
“Hago
aquí la promesa de no volver a descargar mi rencor, por justificado que sea,
sobre una masa de hombres, sean cuales sean su raza, religión, convicciones,
prejuicios o errores. Compadezco a esos pobres chicos [soldados alemanes]. Pero
no puedo perdonar a los individuos, a los que me rechazan, a los que nos dejan
caer fríamente, a los que están dispuestos a darnos la patada. A ésos, si los
cojo algún día…”. Así escribía Irène Némirovsky el 28 de junio de 1941 (un año
antes de ser detenida y deportada a Auschwitz, donde sería asesinada el 17 de
agosto de 1942) mientras trabajaba compulsivamente, consciente de que mantenía
una carrera agónica y perdida de antemano contra el reloj, redactando sin
descanso un proyecto muy ambicioso que, a pesar de resultar cercenado, se
convirtió en su obra cumbre, la que quedó escondida e inédita durante sesenta
años, la que estuvo a punto de perderse, de apolillarse, de ser destruida u
olvidada, la que las hijas de la autora no se atrevían a leer por miedo al
dolor, la que, de un cuaderno paupérrimo y perecedero –aunque resistió
múltiples envites y traslados, huidas y escondrijos- escrito con una letra
minúscula y apretada para ganar todo el espacio posible y aprovechar al máximo
los escasos y precarios materiales de la época, pasó a un texto mecanografiado
con la mera intención de preservar la memoria y el trabajo de su madre, la que
vino a hacer justicia a una escritora descomunal que, aunque fue bendecida por
crítica y público en su momento, parecía haber sido aniquilada también
literariamente hablando, un talento narrativo impresionante e impactante,
poseedor de multiplicidad de registros, que alcanza en Suite francesa (en lo que conocemos como tal) sus más altas cotas,
sorprendiendo y admirando el modo en que construyó un relato tan sólido, tan
preciso, tan medido, tan poliédrico, tan prolijo en detalles, con una prosa que
mana con claridad, sin afectación ni tremendismo, exponiendo hechos que están
teniendo lugar prácticamente según son transcritos sobre el papel, con las
heridas sangrando porque no ha dado tiempo a que cicatricen, cargando de dolor
cada palabra pero sin permitirse digresiones particulares, sin dejarse llevar
por la rabia, el miedo o la angustia más allá de dar cuenta de estas y otras
sensaciones, manteniendo el pulso con sus emociones para dar forma a una novela
muy equilibrada, impregnada de humanismo, huyendo de generalizaciones o de
adjetivaciones excesivas, dejando muy clara su posición pero sin encallar en un
maniqueísmo que reste fuerza (y veracidad) a los sucesos que, casi sin poder
ser digeridos ni asumidos, pasan de lo cotidiano a lo literario.
“Todo
lo que se hace en Francia en cierta clase social desde hace unos años no tiene
más que un móvil: el miedo. Ha llevado a la guerra, la derrota y la paz actual.
El francés de esa casta no siente odio hacia nadie; no siente ni celos ni
ambición frustrada, ni auténtico deseo de revancha. Está muerto de miedo.
¿Quién le hará menos daño (no el futuro, en abstracto, sino ahora mismo y en
forma de patadas en el culo y bofetadas)? ¿Los alemanes? ¿Los ingleses? ¿Los
rusos? Los alemanes le han pegado, pero el correctivo está olvidado, y los
alemanes pueden defenderlo. Por eso está “por los alemanes”. En el colegio, el
alumno más débil prefiere la opresión de uno solo a la libertad; el tirano lo
humilla, pero prohíbe a los otros que le birlen las canicas y le peguen. Si se
libra del tirano, está solo, abandonado en medio de todos”. Éste es un texto
escrito en 1942 por Irène Némirovsky, uno de los muchos que acompañaban el
manuscrito de Suite francesa,
infinidad de notas en que la autora va radiografiando lo que le rodea,
desahogos, análisis, observaciones, lamentos sobre la Francia en que vive, la
que está transformando en literatura, puesto que su objetivo principal es
denunciar el colaboracionismo, sacar a la luz a aquellos complacientes con el
invasor, los que no dudan en denunciar, negar o entregar al disidente, al
perseguido, al revolucionario, con tal de salvaguardar sus privilegios, esos
son los personajes a los que más fustiga Némirovsky, a los que menos puede
comprender, esas “buenas gentes” que se convierten en verdugos por voluntad
propia. Pero los hechos son tan terribles en sí, llegan tan directamente a los
ojos del lector (aunque ya estén en los libros de Historia, aquí conservan su
inmediatez, son apuntes del natural que vuelven a suceder en ese preciso
momento), que esa asepsia sutil que practica la autora, ese saber (y estar)
involucrarse sin sobrecargar la narración coadyuva a que lo tremendo,
indignante y terrorífico perturben e inunden al lector, al mismo tiempo que se
deleita con una escritura tan rica y poderosa. La escritora de origen ruso
concibió Suite francesa como una
pentalogía de la que sólo llegó a terminar los dos primeros volúmenes (que se
editaron conjuntamente bajo el título general): Tempestad en junio, un retrato vívido y coral, un impactante fresco
sobre la huida de París en 1939 cuando la amenaza nazi estaba cada vez más
cerca, y Dolce, una novela que se
centra en lo que sucede en la pequeña población de Bussy durante la ocupación
alemana. A la hora del trasvase a la gran pantalla, se ha optado por escoger
tan sólo esta segunda narración, más lineal y con menos personajes, dejando,
tal vez, la primera (una especie de colmena celiana) para una de esas
miniseries con que los británicos siguen dejando clara su primacía y magisterio
en lo que a productos televisivos se refiere (o para otro filme, sin duda más
costoso y complejo, si es que éste responde a las expectativas y ambiciones comerciales
de los productores).
Con la
elegancia y acierto habituales (eso que muchos consideran corrección académica
o frialdad, como si una u otra –o ambas- fuesen negativas o desdeñables, sin
reparar en que es el tono adecuado y, por otro lado, que el público no necesita
obviedades, subrayados, imposiciones, panfletos que al convertirse en tales
desvirtúan las intenciones, las denuncias, las tomas de partido), con el buen
gusto y cuidado característicos en una producción de marcado acento británico,
sin manierismos ni embellecimientos, con absoluta contención, creando la
atmósfera de la época con enorme sencillez y con una dirección artística
exquisita (por mucho que a alguno pueda chocarle el adjetivo en una película
que, necesariamente, muestra miseria, suciedad, barro, arena, sangre –he ahí
uno de sus méritos: no recrearse, sugerir, mostrar lo estrictamente necesario,
los espectadores no necesitan mucho más-), Saul Dibb –a quien se debe una
película tan anodina y superficial como La
duquesa (2007), poseedora de todos los defectos que, por fortuna, quedan al
margen en Suite francesa- sabe
trabajar las corrientes subterráneas para dotar a sus imágenes de fuerza y
tensión sabiendo trabajar el efecto acumulativo, el avance implacable del
drama, sin precipitación y al ritmo adecuado (respetando en lo básico el pautado
por Némirovsky, el carácter musical que el texto demanda y asume, las cadencias
propias de una suite, los aires diferentes armonizados por partir de una misma
tonalidad), consintiendo y propiciando que los actores puedan encarnar y
transmitir emociones con sutileza, con su mera presencia, por su manera de
encajar en el paisaje, con miradas que sintetizan páginas enteras del original,
con esa efectividad y adecuación que supone la mayor seña de identidad de la
escuela británica, ese difuminar al intérprete para transformarse en el
personaje, esa veracidad que Michelle Williams (una de las pocas actrices que
no resulta extraña en películas que transcurren en épocas pasadas –como Julianne
Moore o Cate Blanchett-) o Matthias Schonenaerts también son capaces de alcanzar,
ese latido, ese mordisco de realidad que se sale de la pantalla y a ratos hace
olvidar que Kristin Scott Thomas es la gran comediante de La pesca del salmón en Yemen (2011) o Cuatro bodas y un funeral (1994), que Ruth Wilson triunfa con todo
merecimiento gracias a la estupenda serie The
Affair (2014-2015) –nadie tienen que ver, incluso físicamente, la mujer a
la que da vida allí con la que asume aquí) o que Sam Riley fue un convincente
Jack Kerouac en la maltratada En la
carretera (2012). Con las licencias lógicas de toda adaptación, pero con
enorme respeto por el original (que, por otra parte, dejaba algunos
interrogantes que iban a resolverse en los tres títulos que Irène Némirovsky no
llegó a desarrollar –ella misma confesaba en lamento que cobra un dramatismo
especial al saber que está escrito poco más de un mes antes de su detención “¿Considerar
que aún no he acabado la segunda parte, que veo la tercera?, pero que la cuarta
y la quinta están en el limbo, ¡y qué limbo! Están en las rodillas de los
dioses, porque dependen de lo que pase”-), la Suite francesa fílmica es una historia que merece ser contada (por
mucho que haya quien piense que ya lo sabemos todo, que es repetitiva, que no
aporta nada) porque es un testimonio directo, en primera persona, de cómo la
infamia siempre encuentra correligionarios (y ojalá sirva como acicate para que
alguien busque esta y otras obras de su autora).